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EL DRAMA

dianaslInforme12 de Febrero de 2012

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EL DRAMA

No se excluye que la RAI (Radio Italiana), al, proponerme el tema de las lecciones de derecho para la reanudación de la Clase única, se haya inspirado en un criterio que pudiéramos llamar de actualidad. El interés del público por los procesos, ante todo penales, pero también civiles, ha existido siempre; pero hoy, acaso, con los estímulos de la prensa y del rotograbado, ese interés ha llegado al paroxismo. El palacio de justicia de Roma, en los días del proceso Muto, estaba más concurrido acaso que el estadio el día del partido entre el Lacio y el Roma; y el apasionamiento no era menor entre la muchedumbre. El proceso contra el joven Muto era un proceso penal; pero recuerdo que cuando hace muchos años defendí ante la Corte de Apelación de Florencia la famosa causa civil entre los esposos Bruneri y aquel que otra familia había reconocido como el desaparecido capitán Canella, los accesos a la calle Cavour, en las proximidades de la plaza de San Marcos, estaban interceptados, para contener el alud de gente que quería asistir, por una compañía de soldados. ¿Por qué tanta curiosidad? ¿Queréis que respondamos crudamente? Pues, porque la gente está ávida de diversión. En uno de mis coloquios de la tarde, a ratos perdidos, recuerdo que me detuve en el concepto de diversión, que es una desviación del curso normal de nuestra vida, una especie de paréntesis que el hombre introduce en ella, o cree introducir en ella, a su placer. En realidad, en el teatro, en el cinematógrafo, en el estadío, en la Corte de Assises, se vive la vida de los demás y se olvida la propia. ¿No es así? Pero para que pueda esto ocurrir, es necesario que la vida de los demás esté comprometida en el drama, que es un rudo contraste de fuerzas, de intereses, de sentimientos y de pasiones; entonces se produce una especie de evasión de la propia vida en virtud de la cual el espectador se identifica con los actores y hasta, con uno solo de ellos, ya que cada cual termina por adoptar su héroe. Este es el origen de esa participación del público que hoy toma el nombre de apasionamiento, y que no solo en los espectáculos circenses encuentra sus más clamorosas y aun más escandalosas manifestaciones.

Hasta ahora ha surgido una analogía entre la Corte de Assises y el teatro, acerca de la cual tendremos oportunidad de volver; pero se debe tener presente la diferencia. En el teatro, si la ficción escénica consigue su objeto, se puede tener incluso la ilusión de un drama verdadero; pero al menos en las pausas la ilusión desaparece. Lo contrario debiera ocurrir en las competiciones deportivas; y así ocurría por cierto en el Circo Máximo cuando uno de los dos gladiadores ponía en ello la vida; pero las recientes aventuras de la trigésima séptima Vuelta de Italia han sugerido la sospecha a más de uno de que no todos los corredores, y sobre todo los predilectos del público, lo hiciesen en serio.

Pues bien, una duda de esta índole no se presenta en la Corte de Assises. Las aventuras de Rina Fort o de la condesa Bellentani eran tan dramáticas, que parecían inventadas; pero ninguno de los apasionados que asistían a aquellos procesos, ignoraba que lo que se ponía verdaderamente en juego era la vida. Sin embargo, como le ha sido negada, hoy, a la esencial crueldad de la multitud la posibilidad de saciarse viendo correr la sangre en la arena, no le queda para gozar de aquel escalofrío más que el aula de la Corte de Assises.

El parangón que hasta ahora he sostenido entre el proceso y la representación escénica o el juego deportivo, no lo he inventado ciertamente; más de una vez, por el contrario, han hablado de él filósofos, sociólogos, y juristas. Precisamente no hace mucho ha sido este el argumento de un diálogo entre CALAMANDREI, uno de mis sutiles colegas italianos, y yo.

Un rasgo común, entre otros, a la representación y al proceso es que cada uno de ellos tiene sus leyes; pero si el público que asiste a la una o al otro, no las conoce, no comprende nada. Ahora, si las reglas no son justas, también los resultados de la representación o del proceso corren riesgo de no ser justos, lo cual, cuando se trata de un partido de fútbol o una pelea de boxeo, no significa una tragedia, pero cuando la apuesta es la propiedad o la libertad, amenaza al mundo, que tiene necesidad de paz para hacer su recorrido, pero la paz tiene necesidad de justicia, como el hombre de oxígeno para respirar. Precisamente las reglas del juego no tienen otra razón de ser que garantizar la victoria a quien la haya merecido; y preciso es saber lo que vale esa victoria para captar la importancia de las reglas y la necesidad de tener una idea de ellas.

Podrá parecer a alguien que la alusión recientemente hecha a los antiguos combates del Circo Máximo, en que los gladiadores arriesgaban la vida, es demasiado violenta, y que no se llega a tanto en el proceso. ¿De veras? Supongamos que la pena de muerte, en Italia, haya desaparecido íntegramente, aunque no es así, por lo menos, en el derecho militar, como tampoco ha desaparecido totalmente la tentación de restablecerla.

Sin embargo, la libertad vale más que la vida "como lo sabe quien por ella rehúsa a la vida"; y aunque haya dicho yo, en el curso de Cómo nace el derecho, que esta sagrada palabra debe tomarse en sentido más alto de lo que creen aquellos para quienes se resuelve dicha libertad en la posibilidad de hacer lo que agrada, e incluso precisamente por ello, lo cierto es que en la mayor parte de los procesos penales, incluso en los que pueden parecer menos graves, está en juego la libertad del imputado. Y si no la libertad, otros bienes de grandísimo valor constituyen la apuesta del proceso civil, donde no siempre se trata únicamente de intereses materiales: en ocasiones, está en juego el problema mismo de la persona humana, que se apuesta con una solemnidad sin paralelo.

Por eso, si el público italiano, y hasta el público de todo el mundo, se ha apasionado tan vivamente con las alternativas judiciales del desconocido de Collegno, fue porque es cosa grave reconocer o negar a un hombre su propia identidad personal y con ello vincularlo con su pasado o desvincularlo de él. Como en los procesos de paternidad, en que se trata de ahondar en los misterios de la generación y se corre el riesgo de dejar a un hombre sin padre o de asignarle un hijo que no sea el suyo, la materia es igualmente solemne.

Por supuesto, no tiene tanta importancia la discusión acerca de la propiedad, que constituye la materia acostumbrada de los juicios civiles, los cuales parecen en la mayoría de los casos dedicados a los intereses materiales, menos elevados sin duda que aquellos supremos intereses morales de que hasta ahora hemos hablado; pero sería necesario comprender cómo la propiedad es la otra cara de la libertad para hacerse cargo de la aspereza y de la tenacidad de los hombres cuando discuten acerca de lo mío y de lo tuyo; y de la gravedad del peligro de que a través del proceso se viole la frontera entre lo mío y lo tuyo. Quiero decir con esto que el interés del público, que constituye una especie de halo en tomo al proceso, es el signo infalible del drama que en él se ventila, así como de su valor para la sociedad y para la civilización.

Si a ese drama, o más bien al drama en general, tratamos de ponerle un nombre, este es el de la discordia. También concordia y discordia son dos palabras que, como la de acuerdo, que tanta importancia tiene para el derecho, provienen de corde (corazón): los corazones de los hombres se unen o se separan; la concordia o la discordia son el germen de la paz o de la guerra. El proceso, después de todo, es el subrogado de la guerra. Es, en otras palabras, un modo para domesticarla.

Pensad, por ejemplo, para ayudaros a comprender esta verdad fundamental, acerca de aquella forma de guerra legalizada que era el duelo. Más adelante veremos justamente qué interés tiene el duelo en el proceso.

Recordemos, por ahora, lo que dijimos en el curso anterior acerca de las relaciones entre el derecho y la guerra: el derecho nace para que muera la guerra. A este fin no puede hacer más que ponerle una mordaza. El duelo es una guerra aprisionada. En lugar de bellum omniuni contra onines [la guerra de todos contra todos], es la guerra solo entre dos, entre los adalides. A tal punto es un combate el proceso, que en ciertos tiempos y entre ciertos pueblos se lo hace con las armas: el éxito del duelo indica el juicio de Dios.

Más adelante los medios del combate se transforman y la relación entre vencer y tener razón se invierte: no ya quien vence es el que tiene razón, sino que quien tiene razón resulta vencedor; sin embargo, el vencer y el perder, que continúan significando las suertes del proceso, expresan todavía su contenido bélico: si el proceso se asemeja por su estructura al juego, en la función hace las veces de la guerra; ne cives ad arma veniant [para que los ciudadanos no lleguen a las armas] decían los romanos: se acude al juez para no tener que acudir a las armas. El proceso es un juego terriblemente serio, en una palabra. De ello tiene la sensación el público que llena las salas o lee con avidez las crónicas judiciales. En los estadios no está ya en juego la vida de los luchadores; pero en los tribunales la multitud puede gozar de veras el crudo espectáculo de la discordia.

Puede gozarlo; pero es difícil que se interiorice en el drama como debiera para que pueda beneficiarse del goce. Casi siempre la participación no pasa de la superficie. Los cronistas judiciales, que debieran ser los espectadores más perspicaces, son desgraciadamente responsables de captar únicamente los aspectos exteriores del espectáculo. Sus narraciones que son a menudo ricas en particularidades y no raramente

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