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El libro de Wood


Enviado por   •  16 de Junio de 2014  •  2.160 Palabras (9 Páginas)  •  145 Visitas

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Por su fe en el poder salvador de las palabras adecuadas en el orden apropiado, a nada se parece tanto el ensayo como a una oración secular. Ese, por lo menos, era el objetivo original. El ensayo ha demostrado ser díscolo, lo cual ha sido el gran secreto de su longevidad.

El ensayo, que inventó en Francia Michel de Montaigne en el siglo XVI y perfeccionaron en Inglaterra Samuel Johnson y William Haslitt, encontró Estados Unidos muy agradable: “EE.UU. –y hasta su nombre, según algunas fuentes– es en parte producto de la brillantez ensayística del artesano inglés Thomas Paine”, escribió Christopher Hitchens, uno de sus mejores exponentes modernos. Su salud, sin embargo, nunca estuvo garantizada. Virginia Woolf tuvo que tranquilizar al público en 1922: “Sí, estimado lector: el ensayo está vivo. No hay motivo para inquietarse”, a pesar de que los periodistas hablaban sobre la muerte de “esa anciana dama de la literatura con aroma a lavanda.” “Todos dicen siempre que el ensayo ha muerto”, observó John Leonard en 1982. “Siempre se lo dice en ensayos.” El ensayo no muere. Es demasiado proteico. Se hace cada vez más indispensable, dado que aprende a imitar, y luego a amplificar, nuestros sentidos. El ensayo es una forma de ver a través del lenguaje, y en el lenguaje. Toma y filtra. Y, si nos gustan las formas artísticas promiscuas y libres, el ensayo les hace honor. Joan Didion lo puso en duda en los 70 al admitir en El álbum blanco que escribir sobre su experiencia “aún no me ha ayudado a entender qué significa”, y una forma que ya era flexible se hizo aun más elástica. La “anciana de la literatura con aroma a lavanda” se había aflojado el corsé.

Sólo determinado tipo de ensayo literario conserva cierto almidón. La reseña de libros, por ejemplo, con su formalidad y sus abstracciones, su control del ego y la agresión. No le va el éxtasis de la duda, sino que pasa de certeza en certeza.

Rodeado de esas limitaciones, se anuncia en el estilo. Basta con pensar en las reseñas sin firma de Virginia Woolf en el Suplemento Literario del Times. El “anonimato era ideal”, explica James Woods. “Sin duda Woolf sabía que su prosa se firmaba sola, por lo cual sus ensayos, tanto en lo relativo a textura como a contenido, proclamaban su autoría.” Eso vale también para el propio Woods, un periodista de The New Yorker que tiene su teoría claramente delineada –y rígida– sobre cómo funciona la ficción y qué debe lograr. Formado en la tradición evangélica, posee una fe en la ficción que es absolutista y teleológica. “No fue sólo el ascenso de la ciencia, sino tal vez el ascenso de la novela lo que contribuyó a matar la divinidad de Jesús”, ha escrito. Lee de forma mesiánica, buscando que la ficción responda las preguntas que alguna vez contestó la religión.

El libro de Wood, The Fun Stuff: And Other Essays posee muchos de los placeres de sus libros anteriores, The Broken Estate (1999) y The Irresponsible Self (2004): la misma estructura compacta, el humor lacónico, el genio para la metáfora (Flaubert, “el agonista del estilo, asesinaba repeticiones como insectos.”) Una y otra vez nos lleva de vuelta a Chejov, Tolstoi, Flaubert. Nadie es mejor en lo que respecta a advertirnos sobre influencias con esa familiaridad rayana en el chisme: así como “casi seguramente” Orwell tomó su “ojo para el detalle didáctico de Tolstoi”, nos dice Wood, Ian McEwan, por su parte, “aprendió mucho sobre cautela narrativa y control del disgusto de Orwell.” Ningún crítico se acerca tanto al texto.

Pero The Fun Stuff es notable por lo que no comprende. No hay introducción. Wood no establece tesis ni un tema unificador. Tratándose de un escritor tan propenso a la construcción de sistemas, el silencio es desconcertante. En sus argumentos estrechamente entretejidos, le da espacio al lector, y también a una nueva búsqueda. Deja atrás las posibilidades de la ficción para demorarse en sus limitaciones, en los libros que exploran lo que pasa cuando el lenguaje se vuelve insuficiente y la narración cae: en la forma en que las despojadas frases de los últimos relatos de Lydia Davis flirtean con la mudez y destilan dolor; en la manera en que Leaving the Atocha Station , una novela del poeta Ben Lerner sobre un estadounidense en el exterior, busca “lo que no puede revelarse ni confesarse en la narración”; en cómo La carretera , el Grand Guignol apocalíptico de Cormac McCarthy, evade su propia pregunta central: “Mientras pueda usarse el lenguaje para contar lo peor, lo peor no ha llegado. (…) ¿Dónde termina la narración, el lenguaje?” También vemos esa atracción por las narrativas del exilio, la memoria no confiable y la ciudadanía incómoda, por gente “robada por la historia”, tal como describe a un escritor oriundo de Bosnia, Aleksandar Hemon. A Wood le gusta la conciencia bifurcada, el placer del inmigrante al rescatar las posibilidades de la lengua inglesa: el gusto de Nabokov y Hemon por la adjetivación de extrañas ramificaciones o la perspectiva “arrobada y vagamente distanciada” del narrador holandés de Netherland, de Joseph O’Neill, que ve Nueva York como una “basura de luz”.

The Fun Stuff ofrece lecturas movilizadoras de Hemon y O’Neill, W. G. Sebald, Ismail Kadare y V. S. Naipaul. Pocos pueden analizar con tanta economía y sofisticación la forma en que el extrañamiento corroe y fortalece el carácter, agudiza y nubla la percepción. Le interesa lo que hacemos con nuestras heridas; cómo, para el extraño y el inmigrante, el saber puede ser una protección: dominio, venganza. “Tengo que demostrarle a esta gente que puedo ganarle en su propia lengua”, le escribió un joven Naipaul a su familia en Trinidad durante los años solitarios que pasó estudiando en Oxford. En el ensayo de Wood sobre George Orwell se encuentra su conexión con esos relatos: era un alumno becado en la escuela de Orwell, Eton, “que alternaba entre la gratitud por cada bendición cara y el anhelo de hacerlo explotar.” Entiende la “vergüenza productiva”.

En el último ensayo, “Packing My Father-in-Law’s Library”, un autorretrato oblicuo, Wood trata de encontrar un lugar para una colección de libros muy grande y excéntrica. Es una puesta en escena del clásico ensayo “Desembalo mi biblioteca”, de Walter Benjamin, pero donde Benjamin cultiva laboriosamente sus fetiches, Woods se desespera. Lamenta que una biblioteca tenga tanta importancia para su coleccionista y tan poco valor para los demás. Fantasea sobre alguien que, misteriosamente, se lleva todos sus libros. Qué libre se sentiría. Es un fin elegante, un punto de desvanecimiento donde todas las líneas se cruzan. En todo momento se agotan las palabras, se agota el tiempo. Los libros permanecen,

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