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Ensayo: La Ley De La Compensación Por Ralph W. Emerson

heribertotg21 de Septiembre de 2014

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Compensación Por Ralph W. Emerson

Las alas del tiempo son blancas y negras, ostentan la luz del día y las sombras de la noche.

La elevada montaña y el abismal Océano mantienen estrictamente el vacilante equilibrio.

En la Luna, que se trueca en la espuma de las olas, se enciende la porfía del Menester y el Tener, dejan siempre en el espacio huella más o menos firme la eléctrica centella y el rasguear del lápiz.

La Tierra solitaria, entre infinitos globos que se lanzan raudos a la eternidad del éter, pero insignificante que vaga en el vacío, asteroide satélite o chispa compensadora, también ella se arroja entre la oscuridad espectral.

Al árbol humano y a las hojas de la vid, robustos y firmes, los renuevos se adhieren; la endeblez de sus anillos es sumamente engañosa, pues ni uno tan sólo consigue separar la vid del tronco.

Así, en la vida, niño débil, no temas nada; no existe el dios que se atreva a hacer daño a un gusanillo.

Las coronas de laurel se ciñen siempre al mérito. ¿Y no eras tu partícipe del poder de aquel que en realidad lo ejerce? Con alas en los pies, ¡Míralo! corre a tu encuentro.

Y toda la naturaleza, hecha sustancia tuya, dispersa en el ambiente o concentrada en la piedra, traspondrá los montes, cruzará a nado el mar, irá tras de ti como tu misma sombra.

Desde mi adolescencia he deseado escribir acerca de la Compensación; pues cuando era aún muy joven, me parecía que en esta materia la vida avanzaba a la teología y el saber popular sobrepujaba las enseñanzas de los predicadores. Los documentos de donde podía sacarse esa doctrina, atraían mi imaginación con su variedad infinita y se imponían siempre a mi ánimo, hasta en sueños: porque son la herramienta que manejamos, el pan que comemos, las transacciones que se realizan en la plaza pública, la tierra tomada en arriendo, la casa que habitamos, los saludos, las relaciones, las deudas y el crédito, es decir, se componen del carácter, de la naturaleza y de las cualidades de cada hombre.

Me parecía también que así podía mostrarse a los hombres un rayo de la divinidad, la acción siempre presente del alma sobre esta vida, sin auxilio de ningún vestigio de tradición, y que podía inundarse su corazón de un amor eterno, hablándoles de aquello que saben fue siempre, de cosas que deberán ser siempre, porque son realmente ahora. Consideraba, además, que si lograba expresar esa doctrina en términos que tuviesen cierta semejanza con las luminosas intuiciones que suelen revelarnos la verdad de que se trata, podría convertirla en la estrella que nos impediría extraviarnos, en las horas sombrías, en los senderos tortuosos de nuestro camino.

Me confirmó, por último, en mi deseo un sermón que oí en la iglesia. El predicador, hombre estimado por su ortodoxia, desarrollaba, de la manera acostumbrada, la doctrina del Juicio Final. Aseguraba que el juicio no se ejerce en este mundo; que los malvados triunfan; que los buenos son desgraciados y concluía, según la razón y según la Escritura, que era necesaria una compensación en la otra vida. No observé que a los concurrentes les amedrentase en lo más mínimo semejante doctrina. Al concluir el acto, noté que se separaron, sin hacer comentario alguno sobre el sermón.

Y, sin embargo, ¿qué significaba aquella enseñanza? ¿Qué quería decir el predicador al asegurar que los buenos son desgraciados en esta vida? ¿Quería significar que las casas, las tierras, el vino, los caballos, los trajes, el lujo, pertenecen a hombres sin principios, mientras los santos son pobres y despreciados y que en la otra vida habrá para estos últimos una compensación, que entonces gozarán de iguales satisfacciones, teniendo billetes de Banco y doblones, caza y champagne? Esta debe ser la compensación prometida, porque si no, ¿cuál otra? ¿Es que se les permitirá rogar y alabar al Señor, amar y servir a los hombres? Eso pueden hacerlo ya ahora. La lógica deducción que un discípulo podría sacar de esa doctrina es la siguiente: “Gozaremos los mismos buenos ratos que actualmente tienen los pecadores”, o, extremando el razonamiento: “Vosotros pecáis ahora; más tarde pecaremos nosotros: pecaríamos en estos momentos si pudiésemos, pero, como la suerte no nos acompaña, aguardamos a mañana para desquitarnos”.

Estriba el sofisma en la inmensa concesión de que medran los malvados y de que la justicia no se cumple en esta vida. La ceguera del predicador consistía en que adoptaba, para definir la felicidad, la vulgar apreciación que corre en boca de todo el mundo, en vez de mostrar a la gente la verdad y de convencerla de ella, anunciando la presencia del alma, la omnipotencia de la voluntad, y estableciendo, así, la base del conocimiento del bien y del mal, de lo cierto y de lo falso.

Hallo en las obras populares religiosas del día el mismo vulgar criterio que en las ideas vertidas por muchos literatos cuando incidentalmente tratan este mismo asunto.

Creo que nuestra teología popular ha ganado en decorum, más no en principios, con referencia a las supersticiones, que ha reemplazado. Pero los hombres valen más que semejante teología. Su vida cotidiana le da un mentís. Toda alma cándida y anhelante se anticipa a la doctrina en el curso de su vida, y todos sentimos, a menudo, muchas falsedades que no podemos demostrar. Los hombres son más sabios de lo que ellos mismos creen ser. Lo que oyen decir en la Universidad o en la cátedra, sin que se los ocurra examinarlo, dicho en la conversación lo discutirían, cuando menos en su interior. Si en una sociedad compuesta de elementos algo heterogéneos, alguien dogmatiza acerca de la Providencia o de sus leyes, el silencio con que se le contesta prueba bien claramente al observador el disentimiento del auditorio, a la vez que su incapacidad para explicar aquellas ideas.

En este capítulo y en el siguiente me propongo reunir algunos hechos que indiquen la senda de la ley de la Compensación; y me daré por feliz si consigo trazar un pequeño arco de este círculo.

Encontramos la Polaridad o la acción y la reacción en todas las partículas de la Naturaleza; en la oscuridad y en la luz, en el frío y en el calor, en el flujo y el reflujo de las aguas, en el macho y en la hembra, en la inspiración y expiración de las plantas y de los animales, en la ecuación de la cantidad y de la cualidad de los fluidos del cuerpo animal; en la sístole y diástole del corazón; en las ondulaciones de los fluidos y del sonido; en las fuerzas centrípeta y centrífuga; en la electricidad, el galvanismo y la afinidad química, Si magnetizáis positivamente el extremo de una aguja, el otro extremo quedará magnetizado negativamente. Si el Sud atrae, el Norte rechaza. Para vaciar aquí es preciso amontonar allá. Un inevitable dualismo divide la Naturaleza en dos partes iguales; de suerte que cada cosa no es si no una mitad e implica otra cosa que la integre, como se advierte en el espíritu y la materia; el hombre y la mujer; lo par y lo impar; lo subjetivo y lo objetivo; lo interno y lo externo; lo superior y lo inferior; el movimiento y el reposo; la afirmación y la negación.

A propio tiempo que el mundo es una dualidad, lo son también cada una de sus partes. El sistema entero está representado en cada partícula. Hay algo semejante al flujo y reflujo del mar, al día y a la noche, al hombre y a la mujer, en una ramilla de pino, en un grano de trigo, en cada individuo de cualquier especie sensible. La reacción, tan grande en los elementos, se repite en esos estrechos límites. Por ejemplo, los fisiólogos han observado que no existen en el reino animal criaturas favorecidas, sino que una cierta compensación equilibra siempre las cualidades y los defectos. Un exceso en un lado, lo compensa una pérdida en otro. Si la cabeza u el cuello se alargan, el tronco y las extremidades se acortan.

La teoría de las fuerzas mecánicas es otro ejemplo de esto. Lo que se gana en fuerza se pierde en tiempo y al contrario. Los errores periódicos y compensantes de los planetas son, además, otro ejemplo. La influencia del suelo y del clima en la historia política nos ofrece otro. El clima frío fortifica. El suelo árido no engendra fiebres, cocodrilos, tigres ni escorpiones.

El mismo dualismo existe en la Naturaleza y en la condición del hombre. Cada excedente causa un defecto; cada defecto un exceso. Toda dulzura tiene su amargor; todo mal, su bien; a cada facultad que nos causa placer va unida una pena inherente al abuso que de él se hace. Su moderación responde de su existencia; por cada grano de ingenio, hay uno de locura. Por todo lo que se pierde se encuentra alguna otra cosa y por todo lo que se gana, algo asimismo se pierde. Si las riquezas aumentan, el número de los que las usan crece también. Si alguno acopia demasiado, la Naturaleza recupera lo que el hombre ha encerrado en su cofre. La fortuna crece como la espuma, pero mata a su propietario. La Naturaleza aborrece los monopolios y las excepciones. Las olas del mar no buscan más su nivel en medio de su mayor agitación que las varias condiciones humanas tienden a igualarse. Hay siempre una circunstancia niveladora, que torna a la realidad al orgulloso, al afortunado, al soberbio, al rico y lo pone al mismo pie de igualdad que los demás. Hay un hombre demasiado hosco y adusto para alternar en sociedad; un mal ciudadano por su temperamento y posición; un zafio con ribetes de misántropo: la Naturaleza le envía un enjambre de niños y niñas que enseña a andar la maestra de párvulos del lugar, y por amor hacia ellos y temeroso de desagradarles, su expresión brusca y ceñuda se cambia en cortesía. Así la Naturaleza sabe ablandar el granito y el feldespato, echa fuera al verraco y lo substituye

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