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Espuelas - Todd Robbins


Enviado por   •  19 de Agosto de 2013  •  6.590 Palabras (27 Páginas)  •  363 Visitas

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ESPUELAS

Tod Robbins

I

Jacques Courbé era un romántico. Medía apenas veintiocho pulgadas desde la suela de su diminuto pie a la punta de la coronilla; pero había veces, cuando cabalgaba en la pista sobre su audaz caballo, St. Eustache, en las que se veía a sí mismo como un aguerrido caballero de tiempos pretéritos listo para ofrecer batalla por su dama.

¿Qué más da que St. Eustache no fuese un caballo excepto en la imaginación de su dueño- ni tan siquiera un pony de hecho, sino un enorme perro de raza indescriptible, con su largo hocico y el aspecto general de un lobo-? ¿Qué más da que la entrada de madame Courbé fuese invariablemente celebrada con alaridos de risa burlona y un bombardeo de pieles de plátano y mondas de naranja? ¿Qué más da que no hubiese dama alguna, y que sus hazañas se redujeran tristemente a la mímica impostura de aquellos bravos jinetes que le precedieron? ¿Qué importaban todas estas minucias al hombrecito que vivía en su propio sueño, y que resueltamente había cerrado sus ojos a la gris realidad de la vida?

El enano no tenía amigos entre los otros freaks del Circo de Copo. Éstos lo consideraban egoísta e insoportable, y él los detestaba por aceptar las cosas tal y como eran. La imaginación era su armadura frente a las indiscretas miradas de un mundo cruel y monstruoso, frente al aguijón del ridículo, frente a los bombardeos de pieles de plátano. Sin ella, se hubiera marchitado y no cabe duda de que finalmente habría muerto. Pero ¿esos otros? ah, ellos no disponían de otra armadura que no fuera sus molleras de brutos. Las puertas que se abrían al reino de la imaginación estaban cerradas a cal y canto, y a pesar de que ellos mismos no deseaban traspasarlas, a pesar de que no echaban de menos lo que se ocultaba tras ellas, sí se mostraban celosos y desconfiados ante cualquiera que poseyera esa llave.

Finalmente resultó, después de muchas humillantes actuaciones en el escenario, que el amor entró en la carpa del circo haciendo imperiosas señas a monsieur Jacques Courbé. Y en un instante el enano fue engullido en un océano de salvaje, tumultuosa pasión.

Mademoiselle Jeanne Marie era una osada jinete. Hizo que el diminuto corazón de M. Jacques Courbé se detuviese de emoción al contemplarla en su primera actuación sobre la arena, brillantemente ejecutada sobre el ancho y desnudo lomo de su vieja yegua, Sappho. Una escultural rubia de tipo amazónico, con grandes ojos de bebé que no dejaban escapar ni un indicio de su avaricioso corazón de mujerzuela, con sus rojos labios turgentes y mejillas sonrosadas, una maravillosa dentadura que destellaba continuamente en una sonrisa, y sus manos que, abiertas, alcanzaban casi el tamaño de la cabeza del enano.

Su pareja en la función era Simon Lafleur, el Romeo del circo –un hercúleo joven de piel morena con descarados ojos negros y una cabellera que, untada siempre en aceite, brillaba lustrosa como la piel de Solon, la foca amaestrada del circo.

Desde la primera actuación monsieur Jacques Courbé se enamoró de Mademoiselle Jeanne Marie. Su cuerpecito se agitaba de deseo hacia ella. Sus neumáticos encantos, tan generosamente revelados a través de las medias y lentejuelas, hacían que se ruborizase con violencia hasta el punto de tener que apartar los ojos. Las familiaridades permitidas a Simon Lafleur, los acrobáticos acoplamientos de los dos artistas, hacían hervir la sangre del enano. Montado sobre St. Eustache, esperando su turno para entrar, rechinaba los dientes de impotente rabia al ver a Simon dando vueltas y más vueltas sobre la pista, orgullosamente de pie sobre el lomo de Sappho y sosteniendo a mademoiselle Jeanne Marie en un extático abrazo, mientras ella levantaba una de sus torneadas piernas hacia el cielo.

“¡Ah, el muy perro!”, mascullaba monsieur Jacques Courbé entre dientes, “Algún día pondré a este muchachote en su sitio. ¡A fe mía, que he de darle de bofetadas!

St. Eustache no compartía la admiración de su amo por mademoiselle Jeanne Marie. Desde el principio había evidenciado su antipatía mediante sordos gruñidos, en ocasiones mostrándole con furia sus afilados dientes. Resultaba un pequeño consuelo para el enano que St. Eustache mostrara todavía mayores signos de rabia ante la proximidad de Simon Lafleur. Pero, verdaderamente, le entristecía observar que su valiente caballo, su único compañero, su hermano, no admirara como él a la mujer colosal que cada noche arriesgaba su vida ante el sobrecogido populacho. A menudo lo reprendía cuando se encontraban a solas:

“¡Demonio de perro!, exclamaba el enano. “¿Por qué siempre tienes que gruñir y mostrar los dientes cuando la adorable Jeanne Marie se digna a advertir tu presencia? ¿Acaso no tienes sensibilidad alguna bajo tu duro pellejo? ¡bellaco, ella es un ángel, y tú le gruñes! ¿es que no recuerdas cómo te recogí de las alcantarillas de París, siendo un famélico cachorro? y ahora amenazas las manos de mi princesa, ¡así me demuestras tu gratitud, grandísimo puerco!

Monsieur Jacques Courbé tenía un pariente lejano –no un enano, como él, sino todo un caballero, un próspero terrateniente que vivía en las afueras de Roubaix. El viejo Courbé nunca se había casado de modo que, al ser hallado muerto de un ataque al corazón una mañana, su diminuto sobrino –a quien a la sazón debió legar todo en algún momento- se encontró de repente instalado en una confortable prosperidad. Cuando recibió las buenas nuevas, el enano extendió los brazos hacia el cuello de St. Eustache y gritó:

“Ah, ¡ahora podemos retirarnos, casarnos y sentar por fin la cabeza, viejo amigo! ¡Valgo varias veces mi peso en oro!”

Esa tarde, mientras mademoiselle Jeanne Marie se quitaba sus chillonas galas tras la actuación, sonó un ligero golpe en su puerta.

“¡Adelante!”, contestó, creyendo que sería Simon Lafleur, el cual había prometido llevarla a la Posada Del Jabalí Salvaje para tomar una copa que hiciera desaparecer el sabor a serrín de su garganta.

“¡Entra, mon chèri!”

La puerta se abrió suavemente; y allí apareció monsieur Jacques Courbé, ufano y erguido, engalanado en sedas como un cortesano, con una pequeña espada de empuñadura dorada colgándole del cinto. Al aproximarse sus ojillos centellearon cuando descubrió los más que parcialmente mostrados encantos de su robusta dama. Se quedó a un metro de ella, e hincando en tierra una rodilla depositó un beso sobre sus zapatillas rojas de bailarina.

"Oh, la más hermosa y valiente de las doncellas", gritó, con una voz tan estridente

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