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La Casa Cerrada - Mujica Lainez


Enviado por   •  5 de Junio de 2012  •  2.482 Palabras (10 Páginas)  •  1.394 Visitas

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Manuel Mujica Lainez

LA CASA CERRADA

(De: Misteriosa Buenos Aires,1951, Editorial Sudamericana}

El texto de esta confesión ha sido bastante modernizado por nosotros, suprimiendo párrafos inútiles, condensando algunos y añadiendo aquí y allá un retoque. Ignoramos el nombre de su autor.

"...Quizá lo más lógico, para la comprensión plena de lo que escribo, fuera que yo le hablara ante todo, Reverendo Padre, acerca de la casa que de niños llamábamos 'la casa cerrada' y que se levanta todavía junto a la que fue del doctor Miguel Salcedo, entre el convento de Santo Domingo y el hospital de los Betlemitas. Frente a ella viví desde mi infancia, en esa misma calle, entonces denominada de Santo Domingo y que luego mudó el nombre para ostentar uno glorioso: Defensa.

Cuánto nos intrigó a mis hermanos y a mí la casa cerrada y no sólo a nosotros. Recuerdo haber oído una conversación, siendo muy muchacho, que mi madre mantuvo en el estrado con algunas señoras, y en la cual aludieron misteriosamente a ella. También las inquietaba, también las asustaba y atraía, con sus postigos siempre clausurados detrás de las rejas hostiles, con su puerta que apenas se entreabría de madrugada para dejar salir a sus moradores, cuando acudían a la misa del alba en los franciscanos y, poco más tarde, a la mulata que iba de compras. No necesito decirle quiénes habitaban allí. Con seguridad, si hace memoria, lo recordará usted. Harto lo sabíamos nosotros: eran una viuda todavía joven, de familia acomodada, y sus dos hijas. Nada justificaba su reclusión. Las mozas crecieron al mismo tiempo que nosotros, pero jamás cambiaron ni con mis hermanos ni conmigo ni con nadie que yo sepa, una palabra. Se rebozaban

como monjas para concurrir al oficio temprano.

Luego conocí el motivo de su enclaustramiento. Por él he sufrido mi vida entera; a causa de él le escribo hoy con mano temblorosa, cuando la

muerte se aproxima. Debí hacerlo antes y lo intenté en varias oportunidades pero me faltó audacia. En una ocasión -ellas tendrían alrededor de quince años- pude ver el rostro de mis jóvenes vecinas. La curiosidad nos inflamaba tanto, que mi hermano mayor y yo resolvimos correr la aventura

de deslizarnos hasta la casa frontera por las azoteas que la cercaban. Todavía me palpita el corazón al recordarlo! Aprovechamos la complicidad de un amigo que junto a ellas vivía y, silenciosos como gatos, conseguimos asomarnos con terrible riesgo a su patio interior. Allí estaban las dos muchachas, sentadas en el brocal del aljibe, peinándose. Eran muy hermosas, Reverendo padre, con una hermosura blanquísima, de ademanes lentos; casi irreal.

Las mirábamos desde la altura, escondidos por un enorme jazminero, y se dijera que el perfume penetrante ascendía de sus cabelleras negras, lustrosas, tendidas al sol. Desde entonces no puedo oler un jazmín sin que en mi memoria renazca su forma blanca y negra. Fue la única vez que las vi, hasta lo otro, lo que le narraré más adelante, aquello que sucedió en 1807, exactamente el 5 de julio de 1807.

La circunstancia de haber nacido en Orense, aunque mis padres me trajeron a Buenos Aires cuando empezaba a caminar, hizo que después de la primera invasión inglesa me incorporara al Tercio de Galicia. Intervine con esas fuerzas en acontecimientos que ahora, tantos años después, su osadía torna mitológicos. El 5 de julio de 1807 -habría transcurrido un lustro- desde que entreví fugazmente a mis vecinas en su patio- fue para mi vida, como lo fue para Buenos Aires, un día decisivo. A las órdenes del capitán Jacobo Adrián Varela tocóme defender la Plaza de Toros, en el Retiro. Me hallé entre los cincuenta o sesenta granaderos que a bayonetazos abrieron un camino entre las balas, para organizar la retirada desde esa posición que cayó luego en poder del brigadier Auchmuty. Nuestra marcha a través de la ciudad alcanzó un heroísmo que señalaron los documentos oficiales. Jamás la olvidaré. Jamás olvidaré el fango que cubría las calles, pues había llovido la noche anterior, y nuestro avance ciego entre las quintas abandonadas donde ladraban los perros, mientras re-

tumbaban doquier los cañones y la fusilería. Mi jefe perdió las botas en el lodo; yo dejé un cuchillo, la faja. Nadie hubiera reconocido nuestro uniforme blanco y azul. Nadie hubiera reconocido a nadie, cuando corríamos por las calles entre las lucecitas moribundas, guiados por el clamor de los heridos, y por la voz entrecortada de Varela que nos alentaba a seguir .

Llegamos así, negros de cieno y de sangre, hasta mi barrio. Allí nos enteramos de que Sir Denis Pack, herido por los patricios, se había refugiado en Santo Domingo con sus hombres. Otros refuerzos se le sumaron, encabezados por el general Craufurd. La confusión era atroz. Los carros de municiones, volcados, interceptaban la marcha. Los brazos

de los heridos aparecían entre los sables y los fusiles tirados al azar. Aquí y allá, los trajes de los britanos coagulaban sus manchas rojas. Desde la torre

del convento, transformada en fortaleza, los ingleses sembraban el estrago. Había soldados en todos los techos y también vecinos y muchas mujeres que arrojaban piedras y agua hirviendo sobre los invasores.

Varela entró a escape con la mitad de su tropa en la casa del doctor Salcedo A poco le vimos surgir entre los balaústres de la azotea, encendido, vociferante, y abrir el fuego contra el campanario de los dominicos. Nos ordenó a gritos, a quienes todavía quedábamos en la calle, que hiciéramos lo mismo desde

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