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Maestras Argentinas. Clara Dezcurra


Enviado por   •  19 de Octubre de 2013  •  2.487 Palabras (10 Páginas)  •  443 Visitas

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Maestras Argentinas: Clara Dezcurra

de Roberto Fontanarrosa

Clara Dezcurra toma la pluma y escribe la fecha: "16 de Julio de 1840". Luego, con la

misma letra minúscula y erguida, agrega el encabezamiento: "Querida Juana". Finalmente,

tras alisar el papel que tiene la textura y la consistencia del hojaldre, embebe la pluma en la

tinta negra, y redacta: "Ayer decidí cambiar el método que siempre utilizamos. Quise darle

a mis chicos una alternativa diferente que los arrancara de la enseñanza rutinaria. Esta vez,

en la clase de Habla Hispana, dejé de lado nuestra clásica composición 'Voyage autour de

mon bureau' y quise sorprenderlos con algo propio, conocido, cercano. Fue entonces

cuando les propuse escribir sobre 'La Vaca'."

Clara Dezcurra no lo sabe, pero ha introducido un hábito de escritura que será, luego, por

décadas, indicador y modelo en las escuelas criollas.

En realidad, poco y nada decía para sus alumnos la temática de la anterior composicióntipo,

"Voyage autour de mon bureau" ("Viaje en derredor de mi pupitre") impuesta por el

maestro modernista francés Alphonse Chateauvieux a fines de 1815. La escuela de Clara

Dezcurra, apenas un simple salón de tierra apisonada, no tiene pupitres, ni bancos, ni

siquiera sillas. Los alumnos se apretujan sentándose en rejas de arado, tocones de ceiba o

simples calaveras de vaca que relucen como si fuesen de mármol. La calavera de vaca es el

asiento más fácil de conseguir, el más frecuente, porque la escuela nocturna de la señora

Dezcurra es, durante el día, un matadero clandestino.

Clara humedece con la saliva de su lengua el reborde pringoso de la tapa del sobre donde

ha metido la carta. Lo cierra y luego, aprovechando el calor del candil que la alumbra

malamente, derrite casi un centímetro de lacre sobre el vértice de la juntura. Le llega, desde

afuera, el olor pesado que viene desde el saladero de cueros, el tufo casi irrespirable a

pescado podrido de la costa, y el mugido profundo de algún animal que ha olfateado,

quizás, el aroma premonitorio de la sangre.

La escuela ni siquiera está en el centro de Buenos Aires. Ahí, frente al portalón de la Iglesia

de los Cordeleros, como se lo había prometido don Juan Lezica, cuando era alguacil

segundo del Municipio, para luego decirle que, aquello, era imposible. El episcopado, o,

mejor dicho, el obispo Alcides Melgarejo, le había recordado a Rosas que no debían

permitirse escuelas ni queserías en las proximidades de los templos. Y entonces le habían

dado a Clara ese quincho --porque de otra forma no se lo podía denominar-- cerca de los

corrales de Mataderos, a metros de la puerta de Santa Brígida, detrás del saladero de don

Felipe Echenaugucía. Y la escuela era nocturna. Y los "chicos", como ella los denominaba,

eran ya gente grande: puesteros de los corrales, matarifes, carreros cachapeceros, pero muy

especialmente, federales. Hombres de la Santa Federación que llegaban a clase luciendo la

divisa punzó, mazorqueros que, en el primer día de clase, habían degollado a un negro por

robarse una goma de borrar.

Clara, todas las tardes, mientras escucha dar las siete en el carrillón de la Merced, baldea el

piso para quitar los oscuros cuajarones de sangre que quedan de la actividad del frigorífico

clandestino, y echa hacia los potreros las reses que no han sido aún sacrificadas. Espera, en

tanto, desde el Alto Perú, la respuesta de Juana, su compañera de promoción. Intuye que su

puesto al frente de la precaria escuela peligra. Sin ella saberlo, ha permitido la inscripción

de más de un unitario. Algunos le han confesado su condición, como Juan José Losada.

Otros le han dicho que la vincha celeste que llevan recogiéndoles el pelo, es en honor de la

bandera. "Pero nadie viene a controlar lo que pasa en estos parajes, Juana --le ha escrito a

su amiga--. Estamos dejados de la mano de Dios. Mis chicos escriben con trozos de

ladrillos o pedazos de tripa gorda y yo utilizo las paredes como pizarra. Don Martin de

Agüero me ha prometido tizas, pero me dicen que el barco que las trae encalló en las

proximidades de Recife."

Un zambo iza la bandera. Le dicen "Falucho", pero es en broma. Tomó parte del sitio de El

Callao, pero no logra aprender la tabla del cuatro. No ha llegado aún al país el sistema

inglés de los palotes, y los alumnos trazan una línea acá, otra allá, sin ton ni son, sin orden

ni medida. Clara es la primera en entonar "Oda a la Bandera", de Balmes y Vespuci. Hija y

nieta de educadoras, recuerda las anécdotas de su abuela, Irma Dezcurra, de cuando aún la

joven nación no tenía divisa, antes de que don Manuel Belgrano la crease. Los niños --

contaba la anciana-- se reunían en los patios escolares antes de entrar a clase y no sabían

que

...

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