Neil Strauss
chavicracker22 de Agosto de 2013
4.216 Palabras (17 Páginas)293 Visitas
edicado a las miles de personas con las que he hablado en bares, discotecas, centros
comerciales, aeropuertos, supermercados, metros y ascensores durante los dos últimos años.
Si lees esto quiero que sepas que en tu caso no usé ninguna técnica. Contigo fui sincero. De
verdad, lo nuestro fue diferente.
No pude convertirme en nada: ni en bueno ni en malo, ni en un sinvergüenza ni en un hombre
honesto, ni en héroe ni en insecto. Y ahora estoy alargando mis días en mi esquina,
torturándome con el amargo e inútil consuelo de que un hombre inteligente no puede
convertirse seriamente en nada; de que tan sólo un idiota puede convertirse en algo. Fiodor
Dostoievski, Memorias del subsuelo
Paso 1: Elige el objetivo
Los hombres no eran realmente el enemigo; ellos también eran víctimas que sufrían las
consecuencias de una anticuada mística masculina que los hacía sentirse inútiles cuando no
había algún oso al que matar. BETTY FRIEDAN, La mística de la feminidad
OS PRESENTO A MYSTERY (1)
La casa estaba hecha un desastre. Las puertas estaban arrancadas de sus goznes, destrozadas;
las paredes, llenas de golpes, golpes dados con el puño, con un teléfono, con un florero.
Temiendo por su vida, Herbal se había refugiado en la habitación de un hotel, y Mystery
lloraba tumbado sobre la moqueta del salón; llevaba dos días llorando sin parar. Las lágrimas
pueden entenderse. Pero las de Mystery habían llegado más allá de lo comprensible. Mystery
había perdido el control. Llevaba una semana oscilando entre períodos de ira y violencia y
episodios de llanto espasmódico. Ahora, amenazaba con quitarse la vida. Vivíamos cinco en la
casa: Herbal, Mystery, Papa, Playboy, y yo. Venían hombres de todos los rincones de la tierra
para estrecharnos la mano, para hacerse fotos con nosotros, para aprender de nosotros, para
intentar convertirse en nosotros. A mí me llamaban Style (2); me lo había ganado. Nunca
usábamos nuestros verdaderos nombres; tan sólo nuestros apodos. Incluso nuestra mansión
tenía un apodo. Se llamaba Proyecto Hollywood. Y el Proyecto Hollywood estaba hecho una
ruina. Los sofás y los cojines descoloridos que cubrían el suelo del salón olían a sudor y a los
fluidos corporales de numerosos hombres y mujeres. La moqueta blanca se había tornado gris
bajo el constante ir y venir de las perfumadas jóvenes que todas las noches eran pastoreadas
desde Sunset Boulevard. En el jacuzzi flotaban tristemente docenas de colillas y condones
usados. Y, durante los últimos dos días, los arranques de violencia de Mystery habían dejado el
resto de la casa prácticamente en ruinas. Mystery medía más de un metro noventa y estaba
histérico. --No puedo explicar cómo me siento --consiguió decir entre sollozos. Le temblaba
todo el cuerpo--. No sé lo que voy a hacer; pero no va a ser nada bueno. Levantó un brazo y
dio un puñetazo a la sucia tapicería roja del sofá. Su abatimiento se tornó en un grito,
invadiendo la habitación con el lamento de un hombre adulto que se ha despojado de todo
aquello que lo diferencia de los animales. Llevaba puesta una bata de seda dorada demasiado
pequeña que dejaba al descubierto sus rodillas cubiertas de heridas. El cinturón de seda
apenas era lo suficientemente largo para anudarlo alrededor de su cintura y ambos lados de la
bata estaban separados por al menos quince centímetros de piel, revelando un pecho pálido e
imberbe y, debajo de éste, unos holgados calzoncillos grises Calvin Klein. La otra prenda que
cubría su tembloroso cuerpo era el gorro de lana que le apretaba el cráneo. Era el mes de junio
y estábamos en Los Ángeles. --La vida es absurda --volvió a hablar Mystery--. Absurda. No tiene
sentido. Se volvió hacia mí y me miró con los ojos húmedos y enrojecidos. --Es como jugar al
tres en raya. No hay manera de ganar, así que lo mejor que puedes hacer es no jugar. No había
nadie más en la casa, por lo que tendría que ser yo quien resolviera el problema. Debería
sedarlo ahora, antes de que la ira volviera a invadirlo. Con cada nuevo ataque, la situación
empeoraba, y yo tenía miedo de que esta vez Mystery llegara a hacer algo que no pudiera
subsanarse después. No podía permitir que Mystery muriera durante mi guardia. Mystery era
más que un amigo; era mi mentor: Había cambiado mi vida, igual que había cambiado la de
tantos otros como yo. Tenía que conseguirle Valium, Xanax o Vicodin; lo que fuese. Cogí mi
agenda y pasé rápidamente las hojas, buscando a alguien que pudiera proporcionarme esas
pastillas: tipos que tocaran en grupos de rock, mujeres que acabaran de someterse a una
operación de cirugía plástica, antiguos niños prodigio del cine... Pero no había nadie en casa y,
si había alguien, o no tenía drogas o decía no tenerlas para no compartirlas.
Sólo me quedaba una persona a quien llamar: la mujer que había originado la espiral
descendente en la que se encontraba ahora Mystery. Una mujer como ella sin duda tendría
alguna pastilla. Diez minutos después, Katya, una chica rusa de poca estatura y pelo rubio que
tenía la voz de un pitufo y la energía de un cachorro de perro pomeranian, estaba en la puerta
de casa con gesto de preocupación y un Xanax en la mano. --Es mejor que no entres --le
advertí--. Lo más probable es que te estrangule. Y no es que Katia no lo mereciera; o al menos
eso pensaba yo entonces. Le di a Mystery la pastilla y un vaso de agua y esperé hasta que sus
sollozos se convirtieron en moqueos. Después lo ayudé a ponerse unas botas negras, unos
pantalones vaqueros y una camiseta gris. --Vamos --le dije--. Necesitas ayuda. Lo llevé hasta mi
viejo Corvette oxidado y lo encajé en el diminuto asiento delantero. De vez en cuando, un
estremecimiento hacía que su rostro se contrajera o una lágrima caía de uno de sus ojos. Yo
rogaba por que permaneciera lo suficientemente tranquilo como para permitirme ayudarlo. --
Quiero Aprender artes marciales --dijo dócilmente--. Así, cuando quiera matar a alguien, no me
sentiré tan impotente. Yo aceleré. Íbamos al Centro de Salud Mental de Hollywood, en Vine
Street. Era un feo edificio de hormigón rodeado día y noche por indigentes, travestis y otros
desechos humanos que montaban sus campamentos allí donde pudieran encontrarse servicios
sociales gratuitos. Y Mystery era uno de ellos. Lo único que lo diferenciaba de los demás era
que él tenía carisma y talento, y eso atraía a las personas. Mystery nunca se quedaría solo, a
no ser que quisiera estarlo. Él poseía dos características que yo había encontrado en
prácticamente todas las estrellas de rock a las que había entrevistado; un brillo demente y
persuasivo en la mirada y la más absoluta incapacidad para hacer cualquier cosa por sí mismo.
Entramos en el vestíbulo, lo inscribí y esperamos. Mystery se sentó en una silla barata de
plástico negro, con la mirada clavada en el azul institucional de las paredes. Pasó una hora.
Mystery empezaba a impacientarse. Pasaron dos horas. Comenzaron las lágrimas.
Pasaron cuatro horas. Mystery se levantó de un salto, salió corriendo de la sala de espera y
abandonó el edificio. Caminaba rápidamente, como un hombre que sabe hacia adónde va,
aunque Proyecto Hollywood estaba a más de cinco kilómetros. Lo perseguí hasta darle alcance
a las puertas de un pequeño centro comercial. Lo cogí del brazo, lo obligué a dar la vuelta y,
hablándole como a un bebé, conseguí que volviera a la sala de espera. Cinco minutos. Diez
minutos. Veinte minutos. Treinta. Volvió a irse. Corrí tras él. Había dos trabajadores sociales en
el vestíbulo. --¡Detenedlo! --grité. --No podemos --dijo uno de ellos--. Ya no está dentro del
recinto del edificio. --¿Van a dejar que un suicida salga ahí afuera sin hacer nada? --No tenía
tiempo para discutir--. Por lo menos encuentren a un terapeuta que pueda atenderlo; eso, si
consigo traerlo de vuelta, claro. Salí a la calle y miré hacia la derecha. No lo vi. Miré hacia la
izquierda. Nada. Corrí hacia el norte, hasta Fountain Street. Allí estaba, cerca de la esquina. A
rastras conseguí llevarlo de vuelta al centro de salud. Cuando volvimos a entrar, los
trabajadores sociales lo condujeron por un pasillo largo y oscuro hasta un cubículo
claustrofóbico con el suelo de Sintanol. La doctora, sentada tras su escritorio, se desenredaba
un mechón de pelo negro con los dedos. Era una mujer asiática, delgada, de veintimuchos
años, con los pómulos marcados, carmín y un traje de rayas de chaqueta y pantalón. Mystery
se dejó caer sobre la silla que había delante del escritorio. --¿Cómo se siente? --preguntó ella,
forzando una sonrisa. --Me siento como si nada tuviera sentido --dijo Mystery, rompiendo a
llorar. --Lo escucho --declaró ella al tiempo que apuntaba algo en su cuaderno. Lo más
probable es que ya hubiera decidido cuál era el diagnóstico. --Me voy a retirar del mercado --
sollozó Mystery. Ella lo miró con fingida compasión mientras él seguía hablando. Para ella no
era sino uno más entre la docena de chiflados
...