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¿No saben ustedes quién fue Ijurra?


Enviado por   •  17 de Junio de 2014  •  Síntesis  •  1.142 Palabras (5 Páginas)  •  189 Visitas

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¿No saben ustedes quién fue Ijurra? ¡Pues es raro! Don Manuel Fuentes Ijurra era, por los años de 1790, el mozo más rico del Perú; como que poseía en el Cerro de Pasco una mina de plata, que durante quince años le produjo mil doscientos marcos por cajón. Aquello era de cortar a cincel.

Ijurra era de un feo subido de punto, tenía más fealdad que la que a un solo cristiano cumple y compete, realzada con su desgreño en el vestir.

En cambio era rumboso y gastador, siempre que sus larguezas dieran campo para que de él se hablara. Así, cuando delante de testigos, (sobre todo si estos eran del sexo que se viste por la cabeza) le pedían una peseta de limosna, metía Ijurra mano al bolsillo y daba algunas onzas de oro, diciendo: –Socórrase, hermano, y perdone la pequeñez–. Por el contrario, si una viuda vergonzante u otro necesitado acudía a él en secreto, pidiéndole una caridad, contestaba Ijurra: –Yo no doy de comer a ociosos ni a pelanduscas: trabaje el bausán, que buenos lomos tiene, o vaya la buscona al tambo y a los portales.

No quiero hablar de las conquistas amorosas que hizo Ijurra, gracias a su caudal, porque este tema podría llevarme lejos. Como que le birló la moza nada menos que al regidor Valladares, sujeto a quien no tuve el disgusto de conocer personalmente, pero del cual tengo largas noticias, que por hoy dejo en el fondo del tintero.

Visto está, pues, que a Ijurra le había agarrado el diablo por la vanidad, y que para él fue siempre letra muerta aquel precepto evangélico de no sepa tu izquierda lo que des con tu derecha. El lujo de su casa, su coche con ruedas de plata y la esplendidez de sus festines, formaron época.

En esos tiempos en que no estaban en boga las tinas de mármol ni el sistema de cañerías para conducir el agua a las habitaciones, acostumbraba la gente acomodada humedecer la piel en tinas de madera. Las calles de Lima no estaban canalizadas como hoy, sino cruzadas por acequias repugnantes a la vista y al olfato.

Los vecinos, para impedir que las tablas se resecasen y descendieran de su armazón, hacían po ner las tinas en la acequia durante un par de horas.

Pues el señor Ijurra tenía la vanidosa extravagancia de hacer re mojar enla acequia una tina de plata maciza.

Cuéntase de él que un día mandó aplicar veinticinco zurriagazos a un español empleado en la mina. El azotado puso el grito en el cielo y entabló querella criminal contra Ijurra. El proceso duraba ya dos años, presentando mal cariz para el insolente criollo. Este comprendió que, a pesar de sus millones, corría el peligro de ir a la cárcel, y para evitarlo pidió consejo a la almohada, que, dicho sea de paso, es mejor consejero que los de Estado.

Presentósele al otro día el escribano a notificarle un auto judicial, y después de firmar la diligencia, fi ngiendo Ijurra equivocar la salva dera,

vertió sobre el proceso el enorme cangilón de plata que le servía de tintero.

El escribano, al ver ese repentino diluvio de tinta, se tomó la cabeza entre las manos, gritando:

–¡Jesús me ampare! ¡Estoy perdido!

–No se alarme –le interrumpió Ijurra–, que para borrón tama ño, uso yo de esta arenilla.

Y cogiendo un saco bien relleno de onzas de oro las echó encima del proceso, recurso mágico que bastó para tranquilizar el espíritu del cartulario, quien no sabemos cómo se las compuso con el juez.

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