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Nuevo Cuento Infantil


Enviado por   •  10 de Diciembre de 2015  •  Resúmenes  •  3.261 Palabras (14 Páginas)  •  137 Visitas

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ran las tres de la madrugada y continuaba poniendo disco tras disco. Colocaba varios seguidos, sin hablar. Después soltaba el chorro de su verborrea. En ocasiones peroraba entre música y música. A aquellas horas ya no charlaba tanto como al principio. Había dado los boletines de noticias conectando con la Nacional. Cuando se enrollaba decía: buenas noches, queridos radioyentes; desde los micrófonos de Radio Andanada, y desde el programa Toda la Noche Contigo, patrocinado por la casa Gomas y Cauchos Sinfín, el locutor Rodolfo Iglesias, un servidor de ustedes, se propone hacerles compañía durante toda la noche; al igual que un fiel torrero que alimenta de luz su faro para consuelo de todos los navegantes, Rodolfo Iglesias estará en la potente atalaya que es esta emisora suministrando, en forma de fluido musical, luz esperanzadora y acompañadora a todos los solitarios de la noche, a todos aquellos que... Hasta él se maravillaba de lo bien que le quedaban sus improvisados discursos, pues siempre improvisaba. Le felicitaba mucha gente. Sabía que iba camino de convertirse en un gran locutor. Tenía grandes ideas. Ahora que la televisión le estaba dando sopas con honda a la radiodifusión, él la remontaría. Había puesto un disco y fumaba. Sí. De pronto había tenido la idea genial. Él era un triste locutor con pocas horas de vuelo en una pequeña emisora. No se lo pensó dos veces y se presentó en la fabulosa Radio Andanada. Pidió el programa de toda la noche, que lo tenían muerto. ¿Cómo?, dijo el director que, por milagro, se había dignado recibirle. Rodolfo Iglesias, acordándose del nombre de la emisora, le largó toda su andanada, más o menos lo que sigue: que, como el señor director sabía, antes, las horas punta de la radio eran las de mediodía, las de la tarde y las de la noche, hasta las doce o la una. Eran las horas con más oyentes y, por ello, con los mejores espacios publicitarios. Hora, todo eso, se lo había comido la tele. Ahora, los programas fuertes de radio eran por la mañana. Por la mañana, la radio era la reina de las ondas E hertzianas -hertzianas, ¿no?-, pero luego era batida en retirada por su colega -colega pero enemiga, ¿eh?- la tele. De todos modos, ¿no habían pensado en la larga noche, cuando ya la televisión, oronda, cansada y triunfante se retiraba por el foro de la gloria? Sí; el señor director ya sabía que algunas emisoras andaban dando murga toda la noche. ¿Pero era eso rentable? Rodolfo Iglesias sólo pedía ese espacio. Ya encontraría patrocinadores; si no, que no le pagaran. A regañadientes, el director aceptó. La emisora iba mal. Cualquier día cerraban. Únicamente estaban dispuestos a darle la comisión de lo que sacara de publicidad. Además no le proporcionaban ninguna ayuda o facilidad para el programa. Él solo toda la noche. Un mes de prueba y, si no iba bien, fuera. ¿De acuerdo? De acuerdo. Y ya llevaba no sabía cuántos meses. Cuando llegaba a la emisora, relevaba al que andaba en el control poniendo música y se quedaba completamente solo. Esta soledad le gustaba. No sabía por qué, se imaginaba que era un torrero. En su cháchara usaba mucho el símil de faro. Ya se vio. Como un faro en la oscuridad, la emisora Radio Andanada ilumina tus largas vigilias, navegante de la noche, solitario de las largas singladuras obligadas, centauro de las praderas de asfalto... Al hablar así, pensaba en los camioneros, y, sin embargo, por cartas recibidas, y por deducciones, sabía que le escuchaban camioneros, camareros, vigilantes, serenos, enfermeras, enfermos, insomnes, señoras de vida airada, noctámbulos, una larga galería de tipos que, por las causas extremas que sean, velan mientras los demás duermen. Nada más llegar a la emisora lo primero que hacía era colocar una música de espera aguardando la hora de su sintonía; después desenvolvía el paquete que le había puesto su mujer para que tomara un tentempié por allá la madrugada o antes, dependía de su hambre y disposición. Aparte del bocadillo llevaba un termo de café con leche bien calentito. El termo era lo que más estimaba. Lo colocaba enhiesto al lado del bocadillo, el postre y 1 la también enhiesta botellita de vino, pero mientras el termo era el torreón de un faro, la botellita continuaba siendo una botellita. Durante la noche iba bebiendo café con leche a sorbitos, unas cuatro o cinco veces. En invierno se agradecía. Al lado de las vituallas y el bebercio colocaba la fumancia, el paquete de cigarrillos y el encendedor. Fumaba toda la noche, sin parar; había momentos, luego de la charrameca, que se aburría. Se llevaba algo para leer, pero casi no leía. Y se daba cuenta de que sus rollos no eran lo originales que al principio: tantos meses dándole a la sinhueso se repetía aun sin quererlo. A veces no era un torrero, sino un capitán de barco. Los micros y el control, con botones, discos, cintas magnetofónicas, eran el puente de mando del capitán del transatlántico. Esta noche me siento capitán de barco, con ustedes, mis queridos radioyentes, libres de sus ocupaciones ingratas que les mantienen toda la noche en vela, a bordo de él; esta noche, y gracias a la casa patrocinadora del programa Gomas v Cauchos Sinfín, vamos a efectuar, ustedes como pasajeros y yo como capitán, un crucero por el Mediterráneo... Empezó con música flamenca aludiendo a las costas andaluzas y terminó con música mora refiriéndose al litoral marroquí. Los que escucharon este programa escribieron para decir que había sido genial. Mas notaba que su genio se acababa. A veces, algún oyente llamaba pidiendo algún disco concreto. Si no había algo especial programado lo colocaba; de lo contrario lo dejaba para otra noche. Cuando era una voz de mujer procuraba alargar la conversación, por si surgía algún plan. Si su mujer lo supiera, le mataba. Su mujer, con el transistor flojito debajo de la almohada, seguía a medias el programa, durmiendo o despertándose a ratos. Pero telefoneaba poca gente. La gente de la noche, que oía su programa, no estaba para pamplinas. Así lo creía él. Por eso, lo que más le angustiaba era la pobreza de su programa, los escasos medios de que disponía para llenar toda la noche: sólo su voz y los discos. Los que oían el programa decían que estaba bien. Pero no. Aquello no era renovar la radiodifusión, como soñara al principio. Si al menos le hubieran puesto una locutora... (Nunca se le ocurrió pensar el que le hubieran puesto un locutor. Soñaba en cómo sería la locutora, y en el romance que se entablaría entre él y la locutora, y en el cuento que se traerían él y la locutora, y en el plan que le saldría a él con la locutora ... El recuerdo de su mujer, ¡plaf!, rompía el sueño.) Hasta que una noche, una larga noche -últimamente las noches se le hacían muy largas-, mientras giraba incansable un aburrido disco de música clásica -lo encontraba aburrido pero descansado para su trabajo; estos cacho discos eran mamotretos musicales- que le había solicitado un camionero -mira que gustarle Grieg a un camionero, cuando él creía que sólo les gustaba Manolo Escobar-, se entretuvo en buscar y revolver, como en una librería, en la discoteca. La tenía archirrepasada, pero aquella noche anduvo rebuscando- en las grabaciones de efectos especiales. Había ruidos de disparos: tiros secos, aislados; tiros rugientes; ráfagas de ametralladoras... Ruidos de puertas al cerrarse, especialmente portazos. Sonidos de vientos: huracanados, podría decirse que sólo huracanados; de lluvia, podría decirse que sólo torrencial. Lástima no hubiera unos arpegios que fueran el sol y la luna, la noche y las estrellas. No, se dijo; si soy un poeta. Y en esto que encontró un disco lleno de ladridos de perro. Fue como una revelación. Ese disco sería su locutora. Ese disco sería su partenaire. ¿Partenaire? ¿Qué es un partenaire? ¿Un o una? Ese disco sería, bueno, ya veríamos lo que sería. Por lo pronto, y en casa, lo pasó muchas veces, hasta aprendérselo de memoria y saber en qué trozo iba lo que le interesaba. Su mujer le decía: ¿qué haces con tanto ladrido? Porque así, y simplemente, el disco era monótono e igual. Guau, guau; grrr, grrr; bup, bup; hig, hig ... Pero él diferenciaba: ladridos tal, ladridos cual... Júbilo: gui, gui; dolor: hiq, hiq, hiq, hiq; aquiescencia: bop; desencanto: ñuiiii; negación: nop, nop. Algunos ladridos servían para varios estados de ánimo. Ya adquiriría maestría. La noche en que se creyó preparado proyectó del siguiente modo el programa: en un momento en que tenía puesto un concierto de música ambigua hizo sonar los ladridos acuciantes del perro, y él, haciéndose el sorprendido, preguntó qué pasaba con aquel alboroto. Queridos radioyentes, los ladridos angustiados de un perro, como si le pasara algo, resuenan en nuestra emisora, interrumpiendo este bello concierto; ¿será algún can vagabundo y noctámbulo que cree que nuestra emisión también es para él?; con el permiso de todos ustedes voy a averiguarlo y regreso en seguida... Puso de nuevo la música ambigua, dejó pasar unos momentos y volvió a abocarse al micrófono. Qué agradable sorpresa, amigos de la noche; no sé por qué presiento que la soledad de este torrero se va a ver aliviada por la grata compañía de este animalito al 2 que con razón se le llama el mejor amigo del hombre... Y explicó que tenía en sus brazos un perro que había encontrado en los pasillos de la emisora. ¿Cómo había llegado hasta allí? No, del vigilante de la finca no era. Parecía un tanto magullado. Si le tocaba una pata aullaba de dolor. El disco hizo: hig, hig... Probablemente había sufrido algún pequeño atropello. Lo sensacional era cómo había subido escalón tras escalón hasta el estudio de la emisora. Diríase que el instinto le había advertido de que allí estaba, velando por los hijos de la noche, el locutor Rodolfo Iglesias, un servidor, infatigable guardián del faro de la esperanza Gomas y Cauchos Sinfín (no había que olvidar la propaganda), pues ahora se daba cuenta de que la pata del perro estaba más lastimada de lo que había imaginado. (Nuevos aullidos de dolor.) Corro a vendarle la pata a este pobre animalito que desearía pudieran ver, a fin de que apreciaran con qué ojos de agradecimiento me está mirando, y en seguida estoy otra vez con todos ustedes... Música ambigua otro rato y al instante explicó que había telefoneado a un veterinario. Siguiendo sus instrucciones, lo había curado. Ahora el perro parecía tranquilo. ¿Verdad que sí? El disco hizo: rrrr, rrrr ... Y hasta contento. El disco hizo: güí, güí... Y hasta eufórico. El disco hizo plenamente: guau, guau, guau... Tendrían que ver ustedes, señores radioyentes, cómo mueve la cola de satisfacción; diríase que no es sólo a mí a quien saluda, sino a todos ustedes, a quienes parece que adivina pendientes de su suerte; ahora sólo falta ponerle un nombre a este nuevo miembro de nuestra gran familia noctámbula; ¿les, parece bien que le pongamos por nombre Jonás, en recuerdo de haber sido salvado del enorme vientre de la ballena de la noche?; vamos a preguntárselo a él; ¿te gustaría llamarte Jonás? ¡Bip, bip! Ha dicho que sí, señores radioyentes, ustedes mismos lo han oído; bravo, Jonás; bien, Jonás... Guau, guau; bup, bup; hic, hac... Toda la gama. Cuando aquella mañana Rodolfo Iglesias llegó a su casa, su mujer le dijo: ¿de verdad que no tenías un perro de verdad; ¿de verdad que todo era inventado? Desde entonces sus emisiones eran un diálogo con Jonás. ¿Qué te parece un poco de flamenco, Jonás? ¡Güí, güí! Y colocaba flamenco. Entre disco y disco explicaba que a Jonás se le había curado la pata, que Jonás había engordado, que Jonás esto, que Jonás lo otro. Hablaba con él y le decía que había recibido una carta pidiendo tal disco. Mira, aquí, al final, dan recuerdos para ti. ¡Guó, guó, guó! Qué contento se ha puesto, señores radioyentes; cómo salta y agita la cola. Al poco tiempo de la irrupción del perro en el programa recibieron cartas en la emisora dirigidas al gran locutor Rodolfo Iglesias. La firma Gomas y Cauchos Sinfín había renovado el contrato. El director le había dicho: usted será, a más de un gran locutor, un gran animador de programas. Algunas cartas eran de gente que había perdido un perro de las características de Jonás. Rodolfo Iglesias contestaba pidiendo puntualizaran la descripción y especificaran las fechas de cuándo lo habían perdido. Luego daba cualquier excusa sobre la inexactitud de estos precisamientos. Sabía que algunos escribían de buena fe, pues habían perdido un perro, pero otros deseaban ya aquel animal, que, a través de las ondas, les parecía tan famoso e interesante. Muchos más radioyentes se chalaron por Jonás. Éstos no disimulaban lo de la pérdida de un perro de su propiedad. Únicamente consideraban que estaría mejor con ellos que en la emisora, pues con ellos estaría como en familia y en la emisora, no. Alguna vieja solterona, críadora de perros, razonaba lo solitario que estaría sin sus compañeros de raza. Rodolfo Iglesias contestaba todas las cartas. Una noche, sin embargo, le llegó un hombre con un paquete de carne para Jonás. Era el cocinero de un restaurante al otro lado de la ciudad y había venido andando, pues a aquellas horas no había ya servicio de transportes públicos. El hombre no se perdía ripio del programa, con su transistor al lado mientras cocinaba y con su transistor en la mano cuando se retiraba a su casa. Oyendo la emisión se metía en cama y se quedaba dormido. Ahora podía decirse que oyendo a Jonás. Sonrió. Qué perro más inteligente y más simpático. ¿Lo podría ver? Le traía carne, buena carne, buenos filetitos de carne que había escamoteado del restaurante. Le guiñó un ojo. Nada de huesos. Un perro como Jonás se merecía tiernos filetitos; bastante hambre debió pasar cuando iba por el mundo abandonado. Rodolfo Iglesias notó que le faltaba el suelo debajo de él. Pidió que le perdonara un momento. Pasó al locutorio. Soltó un rollito, haciendo el panegírico de la marca patrocinadora y colocó un elepé de música movida. Luego volvió con el cocinero. No, era imposible ver a Jonás. No estaba en la emisora. Pero si yo lo he oído hace poco, incluso cuando venía hacia acá... Señaló el transistor. Rodolfo Iglesias le explicó que sí, que hasta hacía poco había estado en la emisora pero que se lo había llevado un compañero, quien, mañana temprano lo llevaba a que lo vacunaran. Yo no podía 3 llevarlo, ¿comprende?, y ese compañero que se ha ofrecido no iba a estar toda la noche esperando, etcétera. El cocinero dijo que volvería, pero él le pidió que no lo hiciera; al perro no le hada falta comida, aunque le agradecía la que había traído. Ya sé que no le hace falta comida, pero filetitos tan tiernos... Alguna otra vez que el cocinero se acercó le puso otras excusas. Igualmente se encontró con un lío parecido una noche en que se le presentaron unas señoras ancianas con una plaquita de plata en la que habían mandado grabar el nombre de Jonás. También lo habían llevado a vacunar. Los ladridos que oían era el programa grabado. ¿Así ese programa no es directo? A veces sí y a veces no; trozos sí y trozos no. Cada vez fueron más las excusas que tuvo que inventar, más las cartas que contestar, más las trampas que montar, más la comida que recibió y fue a parar a la basura, más los objetos enviados a Jonás -una medalla, un collar, una correa, una mantita-, más las llamadas telefónicas preguntando por el perro, más las negaciones a quienes lo querían adoptar... Hasta que una noche anunció, con voz temblorosa y emocionada -hasta él se lo estaba creyendo-, que el perro Jonás había sido cedido a la Sociedad Protectora de Animales donde estaría perfectamente atendido y donde encontraría otros compañeros de raza con los que poder alternar y solazarse. Ante la cantidad de personas que habían pedido la adopción de Jonás, y a fin de no mostrar especial predilección por éste ni por el otro ni herir susceptibilidades atendiendo a uno y desatendiendo a los demás, el perro había ido a parar a la citada y prestigiosa institución donde mejor tratado no podría estar... Rodolfo Iglesias se secó una lágrima -¡qué tonto soy!, se dijo-, y su mujer, más tarde, abrazándolo enternecida, exclamó: ¡cómo me has hecho llorar! Pero Rodolfo Iglesias ya estaba pensando en inventarse otro personaje. Para evitarse líos no lo situaría en la emisora, sino fuera de ella, en el mismo lugar que esos oyentes suyos, esos oyentes que nunca imaginó pudieran tener semejante fuerza. Porque, efectivamente, pronto se dio cuenta de que sin Jonás el programa quedaba pobre. Volver a lo del torrero y el capitán de barco ya no le parecía válido. Así fue que una noche, a las pocas noches, habló de un viejo de su calle -viejo que no existía, claro-; de un viejo que fue de los que más se habían interesado por el perro Jonás, añadió. Dicho viejo tenía un único hijo que se había ido a trabajar a Alemania. Ahora el viejo estaba solo. Vivía de lo poco que le mandaba el hijo y pasaba estrecheces y apuros. Éstos y más detalles no los explicó de una vez. Entre cuña publicitaria de Gomas y Cauchos Sinfín y cuña publicitaria de lo mismo, entre música y música contaba anécdotas del viejo, un viejo que aun fumaba picadura y usaba chisquero para encender. Y también, al poco tiempo, empezó a suscitarse el interés de los oyentes por el pobre anciano. Primero fueron unas cajetillas de tabaco que le enviaron. Luego unos durillos. Después una bufanda y unos calcetines. Todo esto lo guardaba. No sabía qué hacer con ello. No le hacía gracia quedárselo ni encontraba viejo en parecidas circunstancias para dárselo. Empezó a asustarse. Varias cartas interesándose por el viejo, ofreciéndole una ayuda monetaria, una pensión, un asilo, le fueron preocupando y decidió matarlo, decidió matar al viejo del mismo modo que había matado al perro: matarlos sin matarlos; retornarlos a las tinieblas de donde salieron. Y una noche anunció solemnemente que al viejo le había retornado el hijo de Alemania lleno de dinero y se lo había llevado con él, explicando lo feliz que viviría el buen anciano de allí en adelante, y mientras explicaba esto se sentía como malo, como ruin y como malvado por haberse cargado un perro y a un anciano (nunca le remordía la conciencia por su fraude o engaño a los oyentes); pero al mismo tiempo se sentía contento, muy contento por cómo había reaccionado la gente, la gente ingenua y sencilla, la gente sin dobleces, la gente que todo se lo cree, la gente que todo se lo traga porque tanto lo impreso como lo que viene por los aire es como si viniera de Dios. Sí, aquellas gentes eran los únicos seres sanos con los que de veras, en su día y en su tiempo, personas capacitadas, personas honradas, personas entregadas, harían algo bello con ellos. Aquella noche no se sentía torrero ni capitán de barco. Aquella noche se sentía líder, conductor de masas, desvelador de misterios, mártir de causas aparentemente perdidas. Se mordió la lengua. No se sentía torrero, no, pero agarrado al micrófono siguió: señoras y señores radioyentes, desde el potente faro de esta emisora, bla, bla, bla... Diríase que lloraba.

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