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Proceso De Construcción Histórico Del Pensamiento Latinoamericano

Marycita0323 de Septiembre de 2013

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El pensamiento social, es decir, la reflexión de una sociedad sobre sí misma surge con las sociedades de clases, pero sólo se plantea allí donde un grupo o una clase experimenta la necesidad de promover o justificar su dominación sobre otros grupos y clases. Puede tratarse de una construcción ideal, como La República de Platón, donde se identifican los segmentos que forman la sociedad y se busca articularlos armónicamente en un sistema corporativo, o de una investigación comparada, como la Política de Aristóteles, donde se toman a las clases y su interacción como eje del análisis, en la perspectiva del equilibrio y la armonía social. En cualquier caso, la teorización va encaminada a asegurar o transformar un orden de cosas determinado, a partir de un punto de vista de clase.

Cuando se trata de sociedades que se basan en una organización económica relativamente simple y en que la diferenciación social es aún incipiente, el pensamiento social tiende a justificar el orden existente recurriendo a factores externos, que impondrían ese orden como algo necesario; esos factores pueden ser de naturaleza divina, sobrenatural, o se refieren a diferencias naturales o culturales evidentes, como las de carácter racial y religioso. Los regímenes teocráticos, correspondientes al llamado modo de producción asiático, la sociedad medieval europea y, en cualquier lugar y en cualquier tiempo, las sociedades basadas en la esclavitud son pródigos en ejemplos en este sentido. No por acaso la prerrogativa de la humanidad se planteó como un problema para la iglesia católica, respecto a los indios y negros esclavizados en América.

Capitalismo y sociología

A medida que el sistema económico se vuelve más complejo y que la sociedad favorece el despliegue y la contraposición de intereses de clase, el pensamiento social se vuelve contradictorio, propiciando el surgimiento de corrientes divergentes. Es así como el capitalismo, desde el momento en que engendra en su seno el desarrollo industrial y avanza hacia su madurez, impulsa a la clase que lo dirige a plantear con fuerza creciente sus propósitos y reivindicaciones en el plano teórico e ideológico. La burguesía lo hará, primero, en contra de la clase dominante: la aristocracia terrateniente. Para ello, comienza, con los fisiócratas, por denunciar el carácter parasitario de esa clase (sólo la tierra crea valor); sigue, con Adam Smith y Boisguillebert, afirmando que el trabajo es la fuente por excelencia de la riqueza; y llega, con Ricardo, a identificar al capital (incluido en él al trabajo y la tierra) como origen único del valor.

La burguesía deberá pagar el precio de la radicalidad de su crítica al orden feudal. En un proceso que empieza con los ideólogos cooperativistas y los teóricos neoricardianos, así como los socialistas franceses, como Sismondi y Saint-Simon, la economía política se vuelve contra el propio capitalismo, para plantearse, con Marx, como crítica de sí misma y expresión revolucionaria de los intereses de clase del proletariado. No le quedará al pensamiento burgués sino renunciar a la economía política.

Para ello, tratará de construir una ciencia que excluya a la economía como factor explicativo del orden social. Cabrá a Comte, al crear la sociología, negar a esa ciencia cualquier carácter científico y proclamar al orden social (burgués) como el orden en sí, un organismo perfectible pero inmutable, expresión definitiva de lo normal, contra el cual toda acción contraria es indicativa de una desviación, es decir, una manifestación de tipo patológico. Durkheim seguirá sus pasos, al tratar de fundamentar el estudio de la sociedad esencialmente en la observación empírica de los fenómenos sociales, tomados en tanto que cosas, cuya frecuencia determina su carácter normal o patológico. Ello descarta a la revolución, que pasa a la categoría de enfermedad social; bajo la influencia de Darwin, Spencer enfatizará en la nueva disciplina las nociones de evolución y selección natural, que consagran la tesis de la supervivencia de los más aptos, proporcionando a la expansión capitalista mundial la justificativa que ella requería.[2]

Más adelante, serán los mismos economistas quienes abjurarán de la economía política, que priorizaba los problemas de la producción y la distribución, para centrarse, con Marshall y la escuela neoclásica, en el estudio del mercado, en tanto que elemento rector de la actividad económica. El mercado, como señala Marx, es el paraíso de los derechos del hombre, desvinculado de su clase y tomado en tanto que individuo aislado. Allí, se oscurecen las relaciones de explotación y la desigualdad entre los que poseen los medios de producción y los que no poseen sino su fuerza de trabajo.

Vista desde la perspectiva del mercado, la sociedad representa un conjunto de individuos libres e iguales ante la ley, que actúan movidos por su interés personal, egoísta, subordinados tan sólo al movimiento objetivo de las cosas, el cual se expresa en leyes como las de oferta y demanda. La investigación de los procesos y regularidades que caracterizan un dado sistema económico, objeto de estudio de la economía política, se convierte así en la exaltación apologética de las leyes ciegas del mercado. El liberalismo, expresión doctrinaria de esa nueva postura, alcanza entonces su plenitud, en el momento mismo en que Inglaterra se afirma como potencia capitalista indiscutible en el plano mundial.

El mercado mundial y los Estados nacionales

Es en este contexto que se forman las naciones de América Latina y que comienza la indagación que estas hacen sobre su propia naturaleza. El orden colonial había sido, en última instancia, un episodio en el proceso de constitución del mercado mundial. Cuando, a raíz de la revolución industrial, este se consolida, favorece la ruptura del orden colonial. Pero no son muchas las alternativas que se abren a la región: ella deberá seguir exportando sus recursos naturales, con un mínimo de elaboración, en cambio de las manufacturas europeas proporcionadas por la importación. A su vez, la conformación de los nuevos países derivará en buena medida de la estructura sociopolítica heredada de la colonia y no se apartará fundamentalmente de la articulación en torno a los centros y subcentros comerciales y administrativos que ella dejara: México, Lima, Buenos Aires, Río de Janeiro, Santiago, Montevideo.

Casi todos son puertos. Cuando no lo son, los nuevos grupos dirigentes se anexan las salidas al mar que necesitan, como Veracruz, o contraen alianzas con los comerciantes que las dominan, como la que da origen al eje Santiago-Valparaíso. Pero su viabilidad nacional está indisolublemente ligada a su capacidad para vincularse de manera dinámica al mercado mundial, mediante exportaciones de bienes que se puede llamar de solventes, es decir, que el mercado requiere.

Se trata por lo general de productos nuevos. Siglos de explotación predatoria han agotado las mercancías tradicionales: los metales preciosos, que sólo aquí y allí conservan aún cierta importancia, o la caña de azúcar. Se necesitará cierto tiempo, dos a tres décadas como mínimo, para que las jóvenes naciones reúnan las condiciones para identificar y ser capaces de producir esos bienes solventes.

Para ello, influye el hecho de que, a vueltas con crisis económicas sucesivas, que van hasta la década de 1830, y absorbida prioritariamente en su expansión por el cercano mercado europeo, la nueva metrópoli: Inglaterra, no podrá conceder demasiada atención a América Latina. No hay que olvidar, tampoco, que sólo a partir de 1830 y en un período relativamente largo, comienza a imponerse la navegación a vapor. Situaciones geográficas particulares, como la de Buenos Aires y sobre todo Chile, permitirán a algunos países aprovechar las coyunturas comerciales que se presentan en Estados Unidos, a raíz de la guerra de secesión y, luego, de la conquista del oeste, utilizando la ruta del Pacífico.

No son éstas, sin embargo, razones absolutamente determinantes para determinar los tiempos y modos de inserción de América Latina en el mercado mundial. Esta depende, en lo fundamental, de la capacidad de los nuevos grupos dirigentes criollos para imponer su hegemonía sobre las oligarquías locales y asegurar su poder sobre un dado territorio, al tiempo que proceden a someter a los sectores no integrados, por lo general indígenas. De hecho, esto, que representa una segunda acumulación originaria, se diferencia de la que tuvo lugar en la colonia, la medida en que se orienta a sentar la base de Estados nacionales.

La creación del Estado, cuya ultima ratio es el monopolio de la fuerza, constituye, pues, condición sine qua non para el surgimiento de naciones aptas a integrarse al mercado mundial, integración que, a su vez, refuerza la tendencia a la centralización del poder político y militar. Los éxitos tempraneros obtenidos por Chile y Brasil en ese sentido comprueban esta asertiva.[4]

Es así como la alianza entre los terratenientes y la élite administrativa de Santiago con los comerciantes de Valparaíso hará de lo que había sido una zona relativamente marginal, bajo la colonia, y que presentaba, por consiguiente, un débil desarrollo de las oligarquías locales, un Estado que, desde 1833, con la constitución portaliana, afirma su presencia, al tiempo que emprende

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