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TRAMAS DE LA INTERLOCUCIÓN ESCRIBIR PARA SER LEÍDOS

marianues2913 de Octubre de 2014

6.799 Palabras (28 Páginas)186 Visitas

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E n ocasiones, en talleres de Comunicación destinados a educadores,

comienzo el diálogo escribiendo en la pizarra los dos términos nucleares

—EDUCACIÓN Y COMUNICACIÓN— e invitando a los participantes a que

expresen la relación entre ambos tal como ellos la perciben y la viven.

Generalmente, afloran dos líneas de respuestas. Una, la que cabría

denominar «tecnológica» o «modernizante»: la de aquellos a quienes el

entretejer comunicación con educación les sugiere instantáneamente aparatos,

equipos, medios.

— Estamos en la era de la electrónica. La educación necesita actualizarse,

adoptar las nuevas tecnologías, valerse de los modernos

medios de comunicación: la radio, la televisión, el vídeo, incluso

tal vez los ordenadores...

— Introducir el vídeo en el aula...

— Plantearnos los recursos de una educación a distancia...

No discrepo de plano con estos enfoques; tienen no poco de válido y

atendible. Pero, ¿no concuerda el lector en que, al identificar comunicación

sólo con medios e instrumentos, son empobrecedoramente reductores?

Por otra parte, ¿qué aporte sustancial se está introduciendo allí en lo

propiamente educativo, en lo pedagógico? Más bien pareciera tratarse de

reproducir el viejo cuño del maestro omnisapiente instruyendo al alumno

ignorante, sólo que mediatizado y revestido de recursos modernos y atrayentes.

La verdad es que, como lo ilustran estas respuestas, el diálogo entre

Educación y Comunicación está lejos de haber sido hasta ahora fluido y

fructífero. Lo más frecuente ha sido que la primera entendiera a la segunda

en términos subsidiarios y meramente instrumentales, concibiéndola

tan sólo como vehículo multiplicador y distribuidor de los contenidos que

ella predetermina. Así, cuando en una planificación educativa se conside-

ra necesario valerse de medios de comunicación o producir materiales educativos,

se recurre al técnico en comunicación (y hay que admitir que,

lamentablemente, los propios profesionales de la comunicación alimentaron

el equívoco y aceptaron ser vistos como meros suministradores de

recursos técnicos y envasadores de mensajes). Se fue petrificando de ese

modo el doble y pertinaz malentendido: la comunicación equiparada al

empleo de medios tecnológicos de transmisión y difusión y, a la vez, visualizada

como mero instrumento subsidiario, percepción que la mutila y la

despoja de lo mucho que ella tiene para aportar a los procesos de enseñanza/

aprendizaje.

En reacción a este reduccionismo, surge la otra línea de respuestas, que

yo llamaría homonímica:

— Educación y comunicación son una misma cosa.

— Educar es siempre comunicar.

— Toda educación es un proceso de comunicación.

Bienvenidos estos asertos totalizantes, en cuanto contribuyen a

ampliar la mira. Encierran una verdad raigal, que toda auténtica comunicación

educativa ha de asumir. Pero, a la vez, una trampa. Cuando un

concepto se infla hasta erigirse como un todo («toda educación es comunicación

»..., «todo es comunicación»..., «todo es cultura») corre serio peligro

de convertirse en nada; en algo tan abarcador y evanescente que acabe

por vaciarse de contenido; y, en definitiva, otra vez —extremos que se

tocan—, no aportar nada y dejar a los dos vectores tan disociados como

al principio. Porque, si ambos son uno solo, si se confunden en uno,

¿cómo discernir la identidad de una propuesta que, desde lo específico de

la comunicación, quisiera contribuir a la búsqueda de un nuevo modelo

educativo?

Sin desconocer, pues, lo que de verdad ella contiene, esa homologación

no aparece operativa; no se ve fácil, a partir de ella, construir el tan

necesario puente entre ambas dimensiones y descubrir qué puede aportarle

de propio y de específico la comunicación a los procesos educativos;

comprender por qué éstos necesitan de aquélla y qué enriquecimiento

podría venirles de ella.

(Y aun menos operativo se torna este estilo de respuesta cuando se lo

personaliza: «Todo educador es un comunicador». La objeción no va

tanto por la idealización de un deber ser que presume que todo docente

real, de carne y hueso, posee competencia comunicativa sino, sobre todo,

porque lo entroniza como el único investido de esa facultad. Si el educador

es el comunicador, los educandos, ¿qué son? ¿Meros comunicandos,

puros receptores? ¿No son ellos también comunicadores?)

Pero en definitiva, entonces, ¿qué entender por comunicación educativa?

¿Dónde marcar el punto de convergencia entre las dos dimensiones?

¿Cómo pueden ambas articularse e interactuar? En esta indagación nos

proponemos internarnos. Pero a partir de una práctica: centrándonos en

una experiencia concreta, singularmente reveladora.

Como acaso le acontezca al lector, el autor de este libro había conocido

y admirado desde hace muchos años las ideas pedagógicas de Freinet; pero

cuando recientemente hizo su relectura desde la perspectiva de la

Comunicación, puede decirse que volvió a descubrir al maestro de la

Provenza y su figura se le reveló como la del visionario precursor o fundador

de esa nueva dimensión que hoy estamos llamando Comunicación

Educativa (¿o no sería aun mejor Educación Comunicativa?). Remontarnos

siete décadas en el tiempo para reconstruir las búsquedas y los hallazgos premonitorios

de aquel educador que quiso ser recordado sobre todo como el

introductor de ia imprenta en el aula será como ir a la génesis y asistir al nacimiento

de la Comunicación Educativa.

ESCRIBIR PARA | 2 03

SER LElDOS

Un educador-comunicador de los años veinte

Año 1924. Sur de Francia. En un pueblecito de los Alpes Marítimos

llamado Bar-sur-Loup, un joven maestro de escuela, Célestin Freinet, se

enfrenta a un problema que para él presenta tres aristas de las que no se

sabría decir cuál es la más filosa.

Ante todo, está profundamente convencido de que es preciso cambiar

de raíz el sistema educativo al que sus alumnos —y él mismo— se hallan

sometidos. Esa enseñanza memorística, mecánica, represiva, divorciada de

la vida, que «deja a los niños en una actitud pasiva y amorfa», sólo engendra

fracasos.

Su situación se hace más ardua porque en esa relegada escuela de pueblo

pobre hay sólo dos salones y dos únicos maestros para todos los cursos

escolares: así, él tiene que enseñar simultáneamente a alumnos —más

de cuarenta— de varios niveles. ¿Cómo multiplicarse y atender a todos a

la vez?

Y aún viene a sumarse una tercera adversidad: su quebrantada salud.

Soldado en la Primera Guerra Mundial, ha sufrido una herida de pulmón.-

Sus dificultades respiratorias y de voz no le permiten dar la lección como

los maestros tradicionales. Al cabo de una media hora de esforzarse dictando

clase, tiene que salir corriendo del aula porque se ahoga, le falta el

aire, los accesos de tos se hacen indominables. Y, como él mismo se pregunta

angustiado, «¿qué se puede hacer en una clase cuando no es posible

explicar lecciones? No se puede hacer ejercicios de lectura todo el tiempo

o poner a todos a copiar oraciones o a escribir números en un cuaderno»:

eso sólo sirve para aburrirlos mortalmente y hacerles odiar la escuela,

nunca para educarlos.

Así, Freinet sentía «la necesidad imperiosa de hallar nuevas soluciones,

válidas para sus limitaciones físicas y válidas para los niños»: era preciso

encontrarles algo qué hacer pero que fuera un QUEHACER educativamente

productivo; descubrir una manera inédita de trabajar con ellos para que

no dependieran sólo de sus vedadas lecciones ni necesitaran tanto de la

asistencia permanente de un maestro que se encontraba tan condicionado

para proporcionársela.

Descubre a los ideólogos de la «escuela activa» y su hallazgo le infunde

esperanza. Lee con entusiasmo a los pedagogos de esta nueva corriente

y vibra con sus planteamientos renovadores: allí debe estar el embrión

de la respuesta que tanto le urge. Se entera de que habrá un encuentro de

ellos en Ginebra y empeña hasta el último céntimo de su escuálido sueldo

para asistir. Regresa decepcionado: les ha visto desplegar un conjunto

de recursos muy brillantes —como pudieran ser hoy el empleo de los

equipos de vídeo o de los ordenadores— pero sofisticados y prohibitivamente

caros. A esos grandes maestros pareciera tenerles sin cuidado el

contexto social y económico que sus métodos innovadores implican; no

parecen percibir siquiera que esa «escuela activa» que predican es sólo para

ricos, para unos pocos privilegiados, e imposible de transferir a la enseñanza

pública. Tendrá que proseguir su búsqueda solo, por otros rumbos.

Las soluciones que necesita tienen que ser acordes con la realidad de la que

él llama escuela proletaria (hoy diríamos «educación popular»).

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