Cultura Politica Y Poder
012AKD10 de Junio de 2015
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CULTURA, POLÍTICA Y PODER
Cultura, política y poder La cultura no depende de la política, no debería en todo caso, aunque ello es inevitable en las dictaduras, sobre todo las ideológicas o religiosas, en las que el régimen se siente autorizado a dictar normas y establecer cánones dentro de los cuales debe desenvolverse la vida cultural, bajo una vigilancia del Estado empeñado en que ella no se aparte de la ortodoxia que sirve de sostén a quienes gobiernan. El resultado de este control, lo sabemos, es la progresiva conversión de la cultura en propaganda, es decir, en su delicuescencia por falta de originalidad, espontaneidad, espíritu crítico y voluntad de renovación y experimentación formal. En una sociedad abierta, aunque mantenga su independencia de la vida oficial, es inevitable y necesario que la cultura y la política tengan relación e intercambios. No sólo porque el Estado, sin recortar la libertad de creación y de crítica, debe apoyar y propiciar actividades culturales —en la preservación y promoción del patrimonio cultural, ante todo—, sino también porque la cultura debe ejercitar una influencia sobre la vida política, sometiéndola a una continua evaluación crítica e inculcándole valores y formas que le impidan degradarse. En la civilización del espectáculo, por desgracia, la influencia que ejerce la cultura sobre la política, en vez de exigirle mantener ciertos estándares de excelencia e integridad, contribuye a deteriorarla moral y cívicamente, estimulando lo que pueda haber en ella de peor, por ejemplo, la mera mojiganga. Ya hemos visto cómo, al compás de la cultura imperante, la política ha ido reemplazando cada vez más las ideas y los ideales, el debate intelectual y los programas, por la mera publicidad y las apariencias. Consecuentemente, la popularidad y el éxito se conquistan no tanto por la inteligencia y la probidad como por la demagogia y el talento histriónico. Así, se da la curiosa paradoja de que, en tanto que en las sociedades autoritarias es la política la que corrompe y degrada a la cultura, en las democracias modernas es la cultura —o eso que usurpa su nombre— la que corrompe y degrada a la política y a los políticos. Para ilustrar mejor lo que quiero decir, haré un pequeño salto al pasado, en relación con la vida pública que mejor conozco: la peruana. Cuando entré a la Universidad de San Marcos, en Lima, el año 1953, «política» era una mala palabra en el Perú. La dictadura del general ManuelApolinario Odría (1948-1956) había conseguido que para gran número de peruanos «hacer política» significara dedicarse a una actividad delictuosa, asociada a la violencia social y a tráficos ilícitos. La dictadura había impuesto una Ley de Seguridad Interior de la República que ponía fuera de la ley a todos los partidos y una rigurosa censura impedía que en diarios, revistas y radios (la televisión aún no llegaba) apareciera la menor crítica al gobierno. En cambio, las publicaciones e informativos estaban plagados de alabanzas al dictador y sus cómplices. El buen ciudadano debía entregarse a su trabajo y ocupaciones domésticas sin inmiscuirse en la vida pública, monopolio de quienes ejercían el poder protegidos por las Fuerzas Armadas. La represión mantenía en las cárceles a los dirigentes apristas, comunistas y sindicalistas. Tuvieron que exiliarse centenares de militantes de esos partidos y personas vinculadas al gobierno democrático del doctor José Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), al que el golpe militar de Odría derrocó. Existía una actividad política clandestina, pero mínima, debido a la dureza de las persecuciones. La Universidad de San Marcos era uno de los focos más intensos de aquella acción de catacumbas que se repartían prácticamente apristas y comunistas, rivales enconados entre sí. Pero eran minoritarios dentro de la masa de universitarios en la que, por temor o apatía, había cundido también ese apoliticismo que, como todas las dictaduras, la de Odría quiso imponer al país. A partir de mediados de los años cincuenta el régimen se hizo cada vez más impopular. Y, en consecuencia, un número creciente de peruanos se fue atreviendo a hacer política, es decir, a enfrentarse al gobierno y a sus matones y policías, en mítines, huelgas, paros, publicaciones, hasta obligarlo a convocar unas elecciones, que, en 1956, pusieron fin al «ochenio». Al restablecerse el Estado de derecho, abolirse la Ley de Seguridad Interior, resucitar la libertad de prensa y el derecho de crítica, legalizarse a los partidos fuera de la ley y autorizarse la creación de otros —el partido Acción Popular, la Democracia Cristiana y el Movimiento Social Progresista—, la política volvió al centro de la actualidad, rejuvenecida y prestigiada. Como suele ocurrir cuando a una dictadura sucede un régimen de libertades, la vida cívica atrajo a muchos peruanos y peruanas que veían ahora la política con optimismo, como un instrumento para buscar remedio a los males del país. No exagero si digo que en aquellos años los más eminentes profesionales, empresarios, académicos y científicos se sintieron llamados a intervenir en la vida pública, incitados por una voluntad desinteresada de servir al Perú. Ello se reflejó en el Parlamento elegido en 1956. Desde entonces el país no ha vuelto a tener una Cámara de Senadores y una Cámara de Diputados de la calidad intelectual y moral de las de entonces. Y algo parecido se puede decir de quienes ocuparon ministerios y cargos públicos en aquellos años, o, desde la oposición, hicieron política criticando al gobierno y proponiendo alternativas a la gestión gubernamental. No digo con esto que los gobiernos de Manuel Prado (1956-1962) y de Fernando Belaúnde Terry (1963-1968), con el intervalo de una Junta Militar (1962-1963) para no perder la costumbre, fueran exitosos. De hecho no lo fueron, pues, en 1968, ese breve paréntesis democrático de poco más de un decenio se desplomó una vez más por obra de otra dictadura militar —la de los generales Juan Velasco Alvarado y Francisco Morales Bermúdez— que duraría doce años (1968-1980). Lo que quiero destacar es que, a partir de 1956 y por un breve lapso, la política en el Perú dejó de ser percibida por la sociedad como un quehacer desdeñable y concitó la ilusión del mayor número, que vio en ella una actividad que podía canalizar las energías y talentos capaces de convertir a esa sociedad atrasada y empobrecida en un país libre y próspero. La política se adecentó por algunos años porque la gente decente se animó a hacer política en vez de evadirla. Hoy en día, en todas las encuestas que se hacen sobre la política una mayoría significativa de ciudadanos opina que se trata de una actividad mediocre y sucia, que repele a los más honestos y capaces, y recluta sobre todo a nulidades y pícaros que ven en ella una manera rápida de enriquecerse. No ocurre sólo en el Tercer Mundo. El desprestigio de la política en nuestros días no conoce fronteras y ello obedece a una realidad incontestable: con variantes y matices propios de cada país, en casi todo el mundo, el avanzado como el subdesarrollado, el nivel intelectual, profesional y sin duda también moral de la clase política ha decaído. Esto no es privativo de las dictaduras. Las democracias padecen ese mismo desgaste y la secuela de ello es el desinterés por la política que delata el ausentismo en los procesos electorales tan frecuente en casi todos los países. Las excepciones son raras. Probablemente ya no queden sociedades en las que el quehacer cívico atraiga a los mejores. ¿A qué se debe que el mundo entero haya llegado a pensar aquello que todos los dictadores han querido inculcar siempre a los pueblos que sojuzgan, que la política es una actividad vil? Es verdad que, en muchos lugares, la política es o se ha vuelto, en efecto, sucia y vil. «Lo fue siempre», dicen los pesimistas y los cínicos. No, no es cierto que lo fuera siempre ni que lo sea ahora en todas partes y de la misma manera. En muchos países y en muchas épocas, la actividad cívica alcanzó un prestigio merecido porque atraía gente valiosa y porque sus aspectos negativos no parecían prevalecer en ella sobre el idealismo, honradez y responsabilidad de la mayoría de la clase política. En nuestra época, aquellos aspectos negativos de la vida política han sido magnificados a menudo de una manera exagerada e irresponsable por un periodismo amarillo con el resultado de que la opinión pública ha llegado al convencimiento de que la política es un quehacer de personas amorales, ineficientes y propensas a la corrupción. El avance de la tecnología audiovisual y los medios de comunicación, que sirve para contrarrestar los sistemas de censura y control en las sociedades autoritarias, debería haber perfeccionado la democracia e incentivado la participación en la vida pública. Pero ha tenido más bien el efecto contrario, porque la función crítica del periodismo se ha visto en muchos casos distorsionada por la frivolidad y el hambre de diversión de la cultura imperante. Al exponer a la luz pública, como ha hecho el Wikileaks de JulianAssange, en sus pequeñeces y miserias, las interioridades de la vida política y diplomática, el periodismo ha contribuido a despojar de respetabilidad y seriedad un quehacer que, en el pasado, conservaba cierta aura mítica, de espacio fecundo para el heroísmo civil y las empresas audaces en favor de los derechos humanos, la justicia social, el progreso y la libertad. La frenética busca del escándalo y la chismografía barata que se encarniza con los políticos ha tenido como secuela en muchas democracias que lo que mejor conozca de ellos el gran público sea sólo lo peor que pueden exhibir. Y aquello que exhiben es, por lo general, el mismo penoso quehacer en que nuestra civilización ha convertido todo
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