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Diferencia: Aproximación Crítica Al Concepto


Enviado por   •  29 de Noviembre de 2013  •  2.383 Palabras (10 Páginas)  •  299 Visitas

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Diferencia: aproximación crítica al concepto

Por Néstor Iván Cortez Ochoa

Según la literatura pedagógica contemporánea la Escuela de hoy se piensa y se repiensa a sí misma. Fenómenos como la globalización, las migraciones y el multiculturalismo han servido de caldo de cultivo para la emergencia de discursos que giran alrededor de la diversidad cultural.

Pero, cómo hablar de diversidad cultural sin abordar el concepto de “diferencia”, el cual adquiere un papel protagónico en cuanto a la reflexión surgida en torno a la interculturalidad y, por lo tanto, se vuelve pertinente comprenderlo, desglosarlo, interpretarlo y asimilarlo en toda su dimensión.

Aparentemente la primera evidencia en cuanto al concepto diferencia, se refiere a una construcción con características de flexibilidad y altamente adaptable; pero que en últimas, termina por ser un elemento posibilitador.

… justificar la desigualdad en un mundo cuya condición es la diversidad, gracias a la cual prosigue con éxito la evolución (…) La construcción de la diferencia no es más que una nueva forma de presentar las distancias culturales, sociales y políticas que son legitimadas bajo la apariencia de ausencia de jerarquías sociales pero que ocultan un refinado mecanismo de exclusión. (García Castellano & Granados Martínez, 1999, pág. 17).

Con la cita anterior se pretende generar sospechas y preguntas en torno al origen del concepto mismo, no me refiero al origen en cuanto etimología, sino en un sentido pragmático, es decir, a la diferencia como una construcción intencional seguramente desde Occidente, dejando bien claro desde su particular etnocentrismo, que la diferencia es para identificar al “otro” pero en cuanto inferior; es evidenciar una suerte de desigualdad jerárquica, pero para exaltar a quien la propone como el que está en la cima y cuyo estado es inalcanzable por el otro.

La desigualdad trae consigo una compleja carga política; es necesaria la existencia del otro para “yo” diferenciarme de “él”, quien al no ser igual, no está inscrito en una posición plena de derecho. Ello implica, entrar en el terreno de las clasificaciones y en consecuencia es necesario acudir a estrategias que posibiliten aglutinar, agrupar, seleccionar, asimilar, separar, diferenciar y descartar con criterios, que, por supuesto, son propuestos por quien necesita establecer la diferencia, y en este sentido asumir distancia jerarquizada frente otro.

¿A qué acudir para establecer la diferencia?

Fundar criterios desde la taxonomía, va más allá de la identificación cromática de los individuos. Una clasificación que contemple exclusivamente estos criterios, sería pobre porque no justifica en sí misma su intención, es decir una sociedad que al autoreconocerse como dominante, se otorgue el derecho del control sobre las demás. En otras palabras, es necesario identificar lo que está más allá del color de la piel.

No obstante, reconocerse diferente exclusivamente desde las condiciones culturales y sociales, también es una apreciación reduccionista. En las últimas décadas, ha habido grandes avances en el campo de la genética; la relación entre ésta y la sociobiología, ha generado una gran controversia, cuando intenta identificar en las bases biológicas algunas conductas sociales. Búsqueda por demás altamente sospechosa y con una marcada tendencia al reduccionismo. Suponer que en los genes está inscrita la dinámica social, es un asunto interesante, pero genera desconfianza, máxime cuando las sociedades supuestamente “inferiores” –según Occidente- deben aceptar su condición de desventaja, gracias al origen genético.

No obstante, por otro lado, la historia está cargada de ejemplos, en los que el racismo se justifica. La teoría racista imperial, por ejemplo, coincide en exponer que las razas no constituyen unidades biológicas aislables y que no se podría dividir la naturaleza en razas humanas diferentes. Asimismo, “acepta que el comportamiento de los individuos y sus capacidades o sus aptitudes no son el producto de su sangre ni de sus genes, sino que se deben al hecho de pertenecer a diferentes culturas históricamente determinadas” (Wallerstein, 1988, pág. 39).

Lo que hoy conocemos como Europa se compone de una pluralidad de culturas cuyos orígenes han sido sistemáticamente reinventados frente al bárbaro, al infiel, al salvaje, al pobre, al inculto, etc., en una construcción lineal de la historia, desde Grecia hasta el modo de vida típicamente occidental de finales del siglo XX, en la que la mejor parte se la llevan aquellas culturas –grupos socialmente dominantes- que han tenido poder y privilegio para definirse y distanciarse de los diferentes (García Castellano & Granados Martínez, 1999, pág. 26).

En cualquiera de los casos, está inmersa la idea contemporánea de progreso. Idea resultante del esfuerzo por la construcción de una sociedad civilizada, entendida como aquella que toma distancia de un estado inferior, del salvajismo. Es el progreso un “caballito de batalla”, en la medida que sobre él se desarrolla gran parte del proyecto que Occidente ha llamado modernidad, “…en el siglo XIX, la modernidad es asumida como una oposición absoluta entre lo tradicional y lo moderno, y el término progreso está más vinculado a la técnica y la producción de bienes” (Cortez, 2006, pág. 2)

Ahora bien, argüir diferencias desde posturas biológicas o socioculturales, no parece un asunto convincente. Cualquiera que sea el argumento, deja la sensación de vacío. Sin embargo, al establecer una relación dialéctica entre naturaleza y cultura, el asunto puede ser distinto.

Los genes no son garantía, vistos como unidades independientes; la cultura tampoco, asumiéndola como componente separado. No obstante, al intentar analizar la compleja relación entre ese aquello natural que hace parte de las sociedades humanas, entendiendo la “naturaleza” como aquello donde el hombre no ha impuesto un orden cultural, o en palabras de Zygmunt Bauman, donde no hay más que “silencio del ser humano” (Bauman, 2005, pág. 25) y, por otro lado, la cultura como ese complejo e interrelacionado conjunto de hábitos que son compartidos, aprendidos y simbólicos, es posible establecer algunas particularidades dándole carácter de identidad a un grupo, posibilitando diferenciarse de otro.

La relación naturaleza – cultura, en palabras de Arturo Escobar, no debe ser asumida como entes dados y presociales, sino como constructos culturales, si es que deseamos determinar su funcionamiento

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