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LA MASACRE DEL SALADO


Enviado por   •  27 de Abril de 2013  •  5.107 Palabras (21 Páginas)  •  624 Visitas

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Fiesta de sangre

Las huellas de la sangre en las orejas y el vientre remendado demuestran la crueldad con la que fue asesinado

Con una pistola en la mano, y un puñal en la otra, el ‘Gallo’ buscaba casa por casa a la mujer que él creía era la novia de ‘Martín Caballero’, el jefe del Frente 37 de las Farc. El paramilitar costeño, gritón y vulgar, recorrió las calles de El Salado, un pueblo remoto incrustado en los Montes de María, dando patadas a las puertas y amenazando con sus armas a todas las muchachas que se encontraba a su paso. Hasta que encontró a Nayibis Contreras. Ella apenas sobrepasaba los 16 años. Tenía el pelo negro y largo, y aterrada intentaba esconderse en su casa. En el pueblo se rumoraba que sostenía amores con Camacho, uno de los jefes guerrilleros de la zona que habían hecho de El Salado un lugar de aprovisionamiento y descanso, pero también una retaguardia para el robo de ganado, el secuestro y las emboscadas a los militares.

Cuando la tuvo al frente, el ‘Gallo’ enredó su larga cabellera en su brazo y la arrastró sin piedad por las polvorientas calles del pueblo. Dando tumbos entre las piedras, la llevó hasta la cancha de fútbol donde se agolpaba una multitud de campesinos, convertidos a la fuerza en público de la carnicería humana que se avecinaba.

Finalizaba la mañana del 18 de febrero de 2000, y un sol inclemente caía perpendicular sobre la plaza. En el piso yacía el cuerpo aún tibio de Luis Pablo Redondo, un maestro al que habían torturado y asesinado cruelmente. Lo hicieron frente a un centenar de pobladores que miraban estupefactos el espectáculo. Para empezar le quitaron las orejas con un cuchillo. Luego, lo apuñalaron decenas de veces entre las costillas y el vientre. Aún vivo, le pusieron una bolsa negra en la cabeza. Los gritos del atormentado se confundían con pequeños quejidos del público horrorizado. La voz del hombre se fue apagando y luego un tiro de fusil lo dejó todo en silencio. Ni siquiera los perros ladraron. El eco del disparo se sintió en todo el pueblo. La matanza había empezado. Y ahora Nayibis, apaleada en todo el cuerpo, estaba en el cadalso, atada al único árbol que le da sombra a la plaza, mirando de frente, con ojos despavoridos, la iglesia de la que hasta Dios había huido.

Algo va a pasar en este pueblo

Los saladeños presentían que algo terrible iba a ocurrir. En los últimos meses había señales de muerte por todos lados. Pero una década atrás, nadie habría imaginado este terrible desenlace. El Salado era un corregimiento de Carmen de Bolívar, ubicado a 18 kilómetros de la cabecera municipal, por una trocha que con frecuencia se convertía en lodazal. Aun así, era una tierra promisoria, con 5.000 habitantes urbanos y otro tanto en las veredas, que soñaba crecer un poco más para alcanzar la anhelada categoría de municipio, lo que significaría más inversión pública. El Salado, además, se había convertido en una especie de oasis agrario, rodeado de arroyos y cerros verdes, en medio de una geografía adusta y desértica y de la inmensa pobreza de los Montes de María, que atraviesan Bolívar y Sucre. Tenía un centro médico envidiable, con enfermera, odontólogo y hasta ambulancia; varias escuelas y un colegio donde los muchachos estudiaban hasta noveno grado; dos concejales y hasta estación de Policía. Todos tenían su pedazo de tierra, en promedio de 40 hectáreas, donde se cultivaba tabaco en grandes cantidades, maíz, ñame y yuca.

Los hombres sembraban, recogían y secaban el tabaco, mientras las mujeres, contratadas por dos grandes empresas –Espinoza y Tayrona–, lo seleccionaban, prensaban y empacaban; lo que le dio una incipiente cultura fabril al pueblo.

Edita Garrido, una delgada mujer que pasa los 40 años, de ojos negros vivaces y una sonrisa a la que le asoman unos cuantos dientes, recuerda estas épocas como las mejores de su vida: “Todos los días estábamos allá hasta las 4 de la tarde. Éramos 80, tal vez 100. En medio del trabajo nos reíamos con los cuentos de Julia Gómez, una compañera que nos entretenía tanto, que varias veces la echaron, pero tenían que volver a llamarla, porque el trabajo no era lo mismo sin ella”. Edita dice que no se conocía el hambre y que la abundancia era tal, que el rico del pueblo, Don Eloy Cohen, mataba una vaca día de por medio y vendía hasta el cuero. La gente tenía dinero para comprar lo básico, y aun más.

La prosperidad había hecho que la guerrilla pusiera sus ojos en El Salado. Los frentes 35 y 37 de las Farc hostigaban con frecuencia a la decena de policías que mal armados intentaban defenderse, hasta que un día vino un helicóptero y se llevó para siempre a los agentes. Así, El Salado quedó expuesto a su suerte y a las Farc. Los saladeños probaron el amargo sabor de la violencia guerrillera, que ya se había extendido por todo el país y que incluso tenía acorralados a muchos pueblos.

Empezaron las extorsiones a los campesinos más pudientes. Santander Cohen –hijo del patriarca Eloy Cohen– se negó a pagarles y de inmediato se convirtió en objetivo militar. Cohen tenía una estrecha amistad con el teniente coronel Alfredo Persán Barnes, comandante de un Batallón de la Infantería de Marina, y recurrió a él en 1995, cuando sintió que estaba acorralado en el pueblo y que la guerrilla definitivamente lo mataría. El coronel Persand entró a El Salado a rescatarlo, pero cuando salía, a sólo unos minutos del pueblo, fue emboscado por los insurgentes. Murieron Cohen y Persand, el teniente Tony Pastrana y 27 infantes de Marina. Uno de los mayores reveses de los que tenga memoria la Armada. Esa acción dejó una marca indeleble en El Salado. En adelante, este sería considerado un pueblo guerrillero, incriminado por no haber advertido a los militares la cruenta trampa que había tendido el jefe guerrillero ‘Martín Caballero’. El ataque también fracturó la vida comunitaria. Mientras algunas personas mantenían trato cotidiano con los milicianos de las Farc que permanecían en el pueblo, otras empezaban a sentirse agobiadas por los secuestros, las vacunas y las injusticias que cometían los guerrilleros.

Pasó poco tiempo antes de que ocurriera la primera masacre. En 1997 un grupo armado, enviado al parecer por ganaderos de la zona, con lista en mano, asesinó a cinco personas, entre ellas a la maestra del pueblo. En cuestión de horas El Salado se había convertido en un pueblo fantasma. Absolutamente todas las familias salieron desplazadas, con sus trastos y sus animales, a la espera de garantías para regresar. A los tres meses, la Armada se instaló por unas semanas en el pueblo y poco a

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