La Cultura Y El Poder
betitasmx18 de Agosto de 2014
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La cultura y el poder: ¿una afinidad electiva?
Por José María Lassalle
La creación artística y la política han estado relacionadas desde la existencia de ambas cosas. En este ensayo, José María Lassalle hace un repaso a la historia de esta difícil interacción y reivindica el papel central de la cultura en la democracia.
Bastaría echar un vistazo a la historia para comprender que la cultura nunca ha sido ajena al poder, sea cual fuere la forma, o formas, en la que este se manifieste. Ya sea a través de su formulación más explícita, como es el monopolio legítimo de la violencia, ya sea a partir de sus formulaciones más sutiles y difusas, como son los oligopolios del conocimiento que encarnan las instituciones ligadas al saber y la ciencia, el poder siempre ha interactuado con la cultura. De hecho, esta ha sido y es un contenido que forma parte de la exhibición habitual y cotidiana de la autoridad que acompaña el ejercicio del poder cuando proyecta su capacidad de decisión a la sociedad.
Por ser más concreto, y por utilizar la siempre plástica terminología latina, tanto la auctoritas, como la potestas, como el imperium de una sociedad se revisten de atributos culturales para desempeñar sus funciones o se relacionan con la cultura para proyectarse como tales. Una parte sustancial –y no precisamente menor– de la visibilidad cultural se basa en relaciones de dependencia con el poder o, por decirlo de otra manera, los poderes. Estas relaciones configuran una subtrama dentro de las microfísicas del poder que organizan reticular y transversalmente las estrategias de “normalización” que sustentan y hacen viable la estabilidad de las sociedades.1
Si nos asomamos a nuestro patrimonio histórico y a los testimonios más antiguos de las artes, comprenderemos que la cultura ha sido una de las manifestaciones externas del poder. Vestimenta amable de la autoridad y, también, expresión de la vocación trascendente y carismática que acompaña al liderazgo, su presencia nos retrotrae a los primeros testimonios materiales de la historia. Bien podría afirmarse que, dentro del complejo poliedro a través del que se materializa el poder, la cultura ha sido uno de sus rostros más singulares y duraderos. Gracias a él ha conseguido socializar y dulcificar la violencia y las estructuras jerarquizadas que acompañan los relatos legitimadores que explican, o justifican, la necesidad del poder.2
Pero cuando hablo de cultura no me estoy refiriendo a la cultura en un sentido suntuario ni tampoco consuetudinario. Tampoco la reduzco a lo que podrían considerarse las bellas artes. La cultura que menciono ha de ser entendida en su sentido más amplio y general: como un conjunto de experiencias individuales y colectivas que aglutinan un imaginario simbólico acumulado generacionalmente y que sugiere un repertorio extenso y polisémico de respuestas al sentido, o sinsentido, de nuestra existencia individual y colectiva en el mundo.3 De ahí que, por encima de cualquier otra consideración, la cultura sea una experiencia que acompaña a la humanidad desde sus orígenes. Al menos desde que el ser humano tuvo que enfrentarse a la crisis que le planteó indagar sobre el sentido de sí mismo y logró codificarlo en algún imaginario simbólico que sobrevivió a su artífice.
Quizá por eso decía recientemente Umberto Eco que la cultura no está en crisis, sino que es crisis: una crisis continua que actúa como condición necesaria para su desarrollo.4 Resulta difícil no ver en ella esa experiencia que brota del inconsciente agónico y tentativo que nos arrastra a querer atender la urgencia de explicarnos explícita o implícitamente a nosotros mismos y a los demás, lo que somos y por qué somos lo que parecemos ser. Pensemos en la cueva de Altamira, pintada con la sensibilidad incipiente, pero definitiva a la vez, de quienes sintieron hace miles de años la necesidad de grabar con afán trascendente lo que sentían en pleno paleolítico al ritualizar la experiencia colectiva de la caza. ¿Puede alguien creer que en aquel escenario prehistórico que nos retrotrae treinta y cinco mil años el uso del óxido de hierro con el que se pintaban aquellas figuras animales no era en sí mismo una forma de poder? ¿De verdad alguien puede pensar que esas pinturas respondían a un impulso estrictamente neutro y genuinamente naíf? ¿Acaso aquella necesidad pictórica, y por tanto cultural, de testimoniar iconográficamente la experiencia de la caza vinculada a la supervivencia colectiva de la tribu no tenía también implicaciones ligadas a la instrumentación de la figuración cromática como parte del relato visual que hizo del arte prehistórico un vehículo conmemorativo que contribuía a normalizar y socializar a los miembros de la tribu que contemplaban aquellas pinturas? Fue Aby Warburg quien ya a finales del siglo XIX analizó esta cuestión a través del acercamiento mágico que subyacía en las danzas con serpientes vivas que practicaban los indios moki en Arizona. Un acercamiento ritual y conmemorativo a través del que se expresaba ese espíritu elemental que acompañó –y acompaña– a los seres humanos cuando se sumergen en la cultura.5 Una vivencia que permite encontrar en ella una especie de puerta de acceso a esa estructura mágica que nos susurra por igual en todos los tiempos, latitudes y civilizaciones, un código universal que trata de explicar tentativamente el misterio de la existencia a través de la experiencia que identifica la cultura, según Ernst Cassirer, como el universo simbólico creado por el hombre para poder desarrollar dentro de él su existencia.6 Un código que debemos descifrar y que llega, incluso, hasta nuestros días, pues, también dentro de nuestra cultura de masas, mercantilizada y desacralizada, que sufre la tentación de la banalización monetizada y consumista subyace, a pesar de lo que dijera Walter Benjamin, la posibilidad de lo que este denominó el aura y que no es otra cosa que esa experiencia irrepetible de autenticidad que nos proporciona la cultura cuando tiene vocación de intemporalidad.7 Por eso la cultura ha interesado al poder y el poder a la cultura: porque ambas cosas se relacionan a partir de un interés mutuo. Un interés que circula bidireccionalmente y que, como veremos a continuación, libera una interacción recíproca.
Y es que el poder necesita posicionarse con respecto a los efectos deseados e indeseados de la experiencia cultural. Y, a su vez, la cultura necesita al poder para subvenir la producción creativa y, de paso, oficializarla mediante su reconocimiento e institucionalización. El activador de este interés bidireccional reside en que la experiencia cultural es un fenómeno que libera una capacidad interpretativa del mundo y de nosotros mismos que se renueva generacionalmente y que puede llegar a ser relevante como factor, incluso, de cambio social si se generaliza exponencialmente dependiendo de las circunstancias. ¿Se puede olvidar al respecto aquello que decía Hannah Arendt al recordar que está “en la naturaleza de la condición humana que cada generación nace de un mundo viejo; así, preparar a una generación para un nuevo mundo solo puede significar que uno desea apostar por los recién llegados para que tengan su propia oportunidad por lo nuevo”?8
Un fenómeno este que la cultura impulsa extraordinariamente al nacer de la potencialidad subversiva que aloja en su seno la propia creación cultural y que, por resumir, reside en el hecho de que la cultura contribuye decisivamente a que cada individuo pueda ser un creador de sí mismo, un creador que reinvente de nuevo su propio mundo. Por tanto, si la cultura aloja en su seno una potencialidad extraordinaria de sugerencias que puede espolear peligrosamente el espíritu humano hacia el cambio, no es de extrañar que el poder, o los poderes, hayan querido desplegar sobre ella una estrategia de vigilancia más o menos difusa que, al mismo tiempo, les ha permitido, con la excusa de su fomento, condicionarla y utilizarla para sus propios fines.9
De ahí que, a lo largo de la historia, el poder no haya bajado la guardia a la hora de interactuar con los promotores de la experiencia cultural y con la cultura misma, y que estos, a su vez, no hayan dejado de sentir la tentación de querer influir en el curso de la historia o, más mundanamente, pasar a la posteridad mientras se disfruta del favor o el halago de los poderosos. ¿Acaso no sucedieron ambas cosas en la Atenas democrática cuando Sófocles escribió Antígona y ofreció al pueblo que lo aclamaba como artista –y de quien nacía la fama que lo mantenía–, una reflexión que, al servicio del partido democrático que lideraba su amigo Pericles, justificaba la superioridad moral de las leyes democráticas sobre las que emanaban de un tirano, al describir a estas últimas como leyes sin más límite moral que la sola y desnuda voluntad de un único hombre? Y qué decir de Virgilio, protegido por el poderoso Mecenas e introducido por este en el favor de Augusto, y al que el primero de los príncipes romanos no dudó en proteger para que escribiera la Eneida con el fin de dar a Roma una épica que entroncaba la urbe de Rómulo y Remo con la mítica Troya y, de paso, a la dinastía imperial con la familia de Eneas, el superviviente de la ciudad que fue aplastada por la fama de Homero y el relato de la Ilíada.
En uno y otro ejemplo se plasma con claridad esa interacción en la que se conjugan intereses recíprocos que terminan ahormando una estructura simbiótica entre el poder y la cultura que hace que ambos se necesiten y utilicen debido a la persistencia e intensidad de sus relaciones. Es más, en ocasiones, esa simbiosis ha desembocado también en una auténtica seducción mutua. Seducción que ha hecho que, incluso, se hayan llegado a confundir
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