La Vida Y La Muerte
kakalo6111 de Febrero de 2014
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RESUMEN:
La noción de “bien común”, como expresión de un bien universal que tiene que ser objetivo y su evolución, desde sus orígenes griegos y romanos, es examinada en este trabajo en relación a la equidad de género, en los dos sentidos de la palabra equidad: el de igualdad y el de proporcionalidad, tomando a un tiempo la matriz latina y griega del término (equitas y epieikeia). Sin pretender, agotar la cuestión se aborda la crítica liberal y “comunitarista” al concepto de “bien común” y sus implicaciones en los consensos normativos de las democracias constitucionales respecto de las condiciones de autonomía y libertad de las mujeres.
Palabras claves: justicia, “bien común”, equidad, universalidad y particularidad.
1.-Cuestiones previas:
Últimamente, al abordar la cuestión de la equidad de género en las democracias constitucionales, suele ser inevitable referirse a las diferencias existentes entre hombres y mujeres en términos de representación política. Los fenómenos relativos a la infrarrepresentación de las mujeres han sido muy debatidos y suelen ser tratados, partiendo de un fuerte cuestionamiento de una realidad pertinaz, a saber, la diferencia sexual cobra universalmente dimensiones de desigualdad, a todos los niveles representativos. Durante la mayor parte de la existencia del estado moderno, la ciudadanía que se ha otorgado a las mujeres ha resultado incompleta y su capacidad para ejercitar sus derechos como ciudadanas se ha visto moldeada por las limitaciones de sus condiciones para obtener su autonomía. Esas condiciones son expresiones de determinados procesos de transigencia en el seno de la sociedad civil, pero particularmente de la transigencia de los poderes del Estado, que, como han señalado Lagan y Ostner (1991:142), que abrigan dudas sobre el alcance de ésta, la emancipación que otorga el Estado a las mujeres reside en el frágil y eventual consentimiento de aquéllos que hasta ahora han ostentado el poder del estado: los hombres. De manera que la igualdad de hombres y mujeres está en un equilibrio inestable, según se aprecia, en el hecho de que la ciudadanía, como estatus, tiene distintas implicaciones para hombres y mujeres. A partir, del reconocimiento de esta realidad, se abre paso la necesidad de incorporar la variable de género, como categoría analítica, a las investigaciones sociales y políticas, ya que introducir esta categoría puede posibilitar la transformación del concepto de sujeto histórico entendido tradicionalmente como sujeto masculino, y, engendrar, de paso, una nueva conceptualización de lo social y lo político. Por no decir del valor y el principio normativo de la igualdad.
El hecho, de que últimamente haya habido tantas reflexiones –y desde tan variados puntos de vista- que han abordado la cuestión de la infrarrepresentación política e institucional de las mujeres ha llevado a algunos a hablar, insistentemente, de la feminización de la cultura y de la próxima feminización del poder, como si esto último fuera un peligro que hay que conjurar. Es una feminización ficticia, pero el mito es provechoso y ha servido y sirve para generar resistencias a la igualdad que se propugna como vía para acceder a la equidad de género. La particular focalización del tema de la infrarrepresentación ha provocado el olvido de otras cuestiones interdependientes con la desigualdad suscitadas por la diferencia sexual e, incluso, a dar la impresión, en algunos casos extremos, que la falta de equidad de género es sólo un problema de representación que se resuelve, particularmente, con una ampliación cuantitativa del acceso a la representación política e institucional de las mujeres, mediante la cual se reforzaría la legitimidad de las decisiones institucionales que se tomarían en nombre de toda la sociedad y se alcanzaría una suerte de justicia, entendida ésta en un sentido general, que sólo se podría explicar como una derivación de la participación igualitaria de todos. Así, acabar con la injusticia implicaría el desmantelamiento de los obstáculos institucionalizados que impiden que algunos, en este caso las mujeres, participen en pie de igualdad con el resto, como miembros plenos de la interacción social.
Y, aunque, sea imposible hablar de la equidad de género sin pensar en un sistema de acceso igualitario a la representación política, evidentemente, no basta con eso, salvo que estemos hablando de una democracia radical. Hay razones para la insatisfacción, entre ellas cabe citar el hecho de que el mismo Estado es una institución patriarcal y lo sigue siendo en las democracias constitucionales. Es una forma de organización masculina hasta el punto de que hay quien lo caracteriza, como el “patriarca generalizado”. No vamos a examinar esa caracterización, que ha hecho fortuna, pero, si el hecho de que la jerarquización practicada desde las instancias del poder en las democracias constitucionales en relación a lo que se considera posible y deseable para el conjunto de la sociedad, es una jerarquización masculina y, por consiguiente, discriminatoria. Es imposible hacer políticas discriminatorias sin que esa cualidad se refleje en la idea de “bien común” del propio estado democrático constitucional.
El descubrimiento de la práctica de discriminaciones por las instituciones no es una novedad. Es un hecho más que debatido por el pensamiento feminista, dado el dominio masculino de las estructuras de poder en las democracias constitucionales. Precisamente, la desigualdad de género es una expresión del diferencial de poder de los hombres respecto de las mujeres. Pero no está demás recordar que todas las formas institucionalizadas de representación justifican las correspondientes instituciones de poder, en un campo de juego, en el cual los mecanismos institucionales existentes sirven a la apropiación masculina de definición de los fines y los medios que a través de estos mecanismos se establecen. Y, por supuesto, también, de la elección de las prioridades que se deben de cumplir mediante acciones políticas. La acción del Estado crea situaciones de dependencia e independencia entre hombres y mujeres, puesto que se ha definido de forma diferente al hombre y a la mujer en la sociedad política en lo que se refiere a sus derechos económicos, políticos y personales[1]. Así, que los cambios en la naturaleza del estado son importantes para las mujeres tanto, en términos personales como políticos; pero, también, lo son la definición de qué acciones son necesarias para los intereses generales de la sociedad y demostrar la falsa universalidad de los intereses perseguidos, como fines deseables.
Desde luego, tiene mucho interés para el tema que se aborda aquí la representación paritaria y las soluciones, incluso, en algunos casos constitucionales, que se han propuesto, sin llegar a concretarse, por otra parte, en enmiendas constitucionales aprobadas, hecho que por sí mismo da cuenta de las resistencias opuestas a acortar el diferencial de poder existente entre hombres y mujeres, pero cómo el problema de la equidad de género tiene tantas caras he pensado que podría tener interés reflexionar sobre el papel de las mujeres en relación al concepto de “bien común”. Es decir, sobre la falsa universalidad del bien político, representado en la noción de “bien común”, aunque éste sea un concepto desprestigiado, después de haber sido esgrimido, reiteradamente, en los grandes relatos emancipadores de la Modernidad. Pero, también, es una noción que forma parte de la historia del estado moderno y de sus justificaciones y tiene utilidad entender las razones históricas y políticas por las que todavía reaparece bajo otras máscaras.
2.- El bien común y la “particularización” de los intereses:
Últimamente, cuando surge la necesidad de alcanzar una situación de equidad de género en las democracias constitucionales suele recurrirse a aplicar criterios políticos que se han usado en relación a la satisfacción de las demandas de las minorías, como grupos de “interés”, aunque la crítica feminista no es idéntica, y ni siquiera en ocasiones paralela, a la perspectiva que ofrece la polémica sobre las razas y las etnias, las culturas o las nacionalidades minoritarias en estados plurinacionales. Aún así, se han establecido paralelismos y se han tratado los intereses de las mujeres, como si fuesen “intereses particulares”. Ciertamente, la particularización de los intereses tiene su fundamento en las diferencias y en la necesidad de tener en cuenta éstas para poner fin a las desigualdades nacidas de la negación de las diferencias identitarias.
Pero, también, la “particularización” tiene su razón de ser en la influencia del pensamiento político liberal que defiende el pluralismo y los derechos individuales, como “particulares”, en contra de cualquier idea posible de “bien común”. En el marco del pensamiento liberal clásico el individuo emerge autónomo y separado, es una figura universal cuya esencia se define en términos de “su” relación con la norma legal, y cuya igualdad resulta de la eliminación en esta relación de cualquier indicación de estatus social, posición socioeconómica, raza, o género. Así es como lo toma Rawls (1991:102), uno de los defensores de la prioridad de los derechos individuales, al considerar que la insistencia en una concepción sustantiva del “bien común”, de una comunidad participativa y unida, propicia el rechazo del pluralismo y de la prioridad de la justicia y supone un alejamiento de los
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