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Mario Bunge


Enviado por   •  11 de Febrero de 2014  •  7.139 Palabras (29 Páginas)  •  295 Visitas

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Mario Augusto Bunge (Buenos Aires, Argentina, 21 de septiembre de 1919) es un físico, filósofo y humanista argentino; defensor del realismo científico y de la filosofía exacta. Es conocido por expresar públicamente su postura contraria a las pseudociencias, entre las que incluye al psicoanálisis, la praxeología, la homeopatía, la microeconomía neoclásica (u ortodoxa) entre otras, además de sus críticas contra corrientes filosóficas como el existencialismo[1] (y, especialmente, la obra de Martin Heidegger[2] ), la fenomenología, el posmodernismo,[3] la hermenéutica,[4] y el feminismo filosófico.

Pseudociencia o seudociencia (también conocida como paraciencia) se refiere a una afirmación, creencia o práctica que, a pesar de presentarse como científica, no se basa en un método científico válido, le falta plausibilidad o el apoyo de evidencias científicas o no puede ser verificada de forma fiable

Mario Augusto Bunge (Buenos Aires, Argentina, 21 de septiembre de 1919) es un físico, filósofo y humanista argentino; defensor del realismo científico y de la filosofía exacta. Sus investigaciones se centran en la filosofía de la ciencia. Bunge revisa el concepto tradicional del método científico, empleando las herramientas de la lógica formal, y destaca el valor de la relación entre teoría y experiencia. Tras realizar estudios de fundamentación de la física y de la semántica, propone una llamada "metafísica exacta", que es una forma sistemática de análisis de la física, la biología, la ética y la sociedad.

Mario Bunge es, como ya hemos sugerido, todo un clásico. Para él, la investigación científica es, en suma, “la búsqueda honrada del saberauténtico sobre el mundo real, concretamente sobre sus leyes, con la ayuda de medios tanto teóricos como empíricos —en concreto, el método científico—. Y a todo cuerpo del saber científico se le supone unacoherencia lógica, y debe ser objeto de debate racional en el seno de una comunidad de investigadores” (46-47). No resulta complicado, por otra parte, resumir esquemáticamente los ejes argumentales y las tesis del libro. El ámbito problemático está bien definido: poner en tela de juicio las creencias que no están avaladas por pruebas, como es el caso de los fantasmas, la reencarnación, la telepatía, la clarividencia, la telequinesia, la rabdomancia, la astrología, la magia, la brujería, las “abducciones” por ovnis, la cirugía psíquica, la homeopatía, el psicoanálisis.

En el plano positivo, el punto de arranque se resume en que “para producir conocimiento, el método científico tiene que estar acompañado de una cosmovisión científica: materialista, realista, racionalista, empirista y sistémica. Éste es el núcleo del credo del escéptico” (127). En breve, el credo científico incluye el principio de que “en la ciencia hay problemas no resueltos, no misterios” (173). Y no hay que llamar “milagros” a los tratamientos o experiencias exitosas, cuando lo que hay en realidad es la combinación de buenas prácticas, condiciones favorables, un entorno adecuado y más o menos chamba, cada uno de estos componentes en diferentes dosis, específicas para cada caso.

Desde luego, una de las ideas omnipresentes en todo el libro consiste en argumentar que una línea de demarcación entre ciencia y no ciencia no es asunto extravagante. En verdad, hay que considerar obvio que no se puede enjuiciar algo cuya naturaleza se desconoce por completo, ni se puede evaluar ese algo si el examinador no es capaz de distinguir entre el objeto auténtico y los remedos sin valor o las copias fraudulentas de la cosa en cuestión. De todos modos, no se trata de temas que haya que descalificar sin más. Creer en la existencia real de ángeles y demonios es, seguramente, un error, pero es también, como hecho sociocultural, un fenómeno colectivo que merece ser conocido y estudiado. Bunge no rehúye el desafío, sino que plantea la siguiente tesis: “El surgimiento y la difusión de la superstición, la pseudociencia y la anticiencia son fenómenos psicosociales importantes, dignos de ser investigados de forma científica y, tal vez, hasta de ser utilizados como indicadores del estado de salud de una cultura” (83).

Por último, hay que advertir que Bunge soporta mal la arrogancia de los colegas que considera incompetentes, sobre todo cuando van arropados de charlatanería, superficialidad o tendencias al pasteleo con el idealismo, el anticientificismo o la subordinación a oligarquías opresoras (económicas, políticas, ideológicas, clericales). También afirma, sin reparos, que “los profesores universitarios tienen el deber de estar a la altura de criterios de rigor intelectual cada vez más exigentes, así como de abstenerse de enseñar pseudociencia y anticiencia. La libertad académica sólo se refiere a la búsqueda y enseñanza de la verdad. No es una licencia para decir sandeces” (189). Y exige diferenciar bien los planos y las responsabilidades: “La ciencia básica es moralmente neutral: lo que hace es explorar el mundo. Los tecnólogos sí que averiguan cómo cambiarlo y lo hacen con ayuda de los descubrimientos científicos. Pero estos tecnólogos sólo proporcionan los planos para hacer los cambios, los cuales se quedan en forma de diseños o programas, a menos que los industriales, los políticos o los mandamases los hagan poner en práctica” (174).

En cuanto al método científico, otro tema central en gran parte de las obras de este autor, se trata de una estrategia general de adquisición de conocimiento sobre la realidad que involucra tanto la experiencia, como la razón y la imaginación. Los ejes principales de su práctica son, sin duda, las teorías fácticas, es decir, los sistemas hipotéticos deductivos de proposiciones con los cuales los científicos intentan describir, explicar y predecir el comportamiento de los sistemas en los que están interesados. Un aspecto importante del método es que esas teorías no surgen únicamente de la experiencia por medio de procedimientos inductivos. En el desarrollo de las ideas científicas interviene de manera esencial la creatividad del científico, pues sus conjeturas acerca de aspectos no observables de la realidad ocupan un lugar central en la construcción del conocimiento científico y, esas conjeturas, son producto en buena parte de la imaginación, aunque, desde luego, no de la imaginación descontrolada, sino guiada y constreñida por el conocimiento antecedente y diversas consideraciones metodológicas. Las proposiciones conjeturadas y controladas desde su nacimiento por la coherencia externa (sistemicidad o compatibilidad con el conocimiento científico disponible) luego tienen que ser puestas a prueba contrastándolas con los datos empíricos provenientes de observaciones o experimentos. Esta

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