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SalvadorMora4 de Noviembre de 2014

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La situación actual de nuestro país, de México, es lacerante; pero también es encabronante. La economía, que antes funcionaba a la alza (en 2012 creció al 4%), dejó de hacerlo (difícil que cierre el 2014 al 2.5%), sin crisis mundial de por medio; pero lo que hoy en día lastima a todo el pueblo, por encima de la falta de oportunidades, del freno en el crecimiento económico, de que el dinero no alcance, de la rampante corrupción, es la ingobernabilidad atroz en que vivimos. La inseguridad y la violencia se sienten como nunca antes y los ciudadanos padecen una amarga indefensión. No creen en las autoridades, se está perdiendo todo resquicio de fe en la justicia. El gobierno priista regresó con una versión que ni las voces más pesimistas imaginaban: cínico, decidido a reclamar por las buenas, las malas, o las que sean necesarias (la imagen de pluralidad y búsqueda de acuerdos artificiosos, por ejemplo) lo que les habían quitado y creen les pertenece: el poder absoluto para hacer, cuanto antes, lo que se les pegue la gana con México. El país cambió, pero ellos no. Y están dispuestos a lo que sea –retrocesos necesarios incluidos- para devolverle al país la fisonomía y estructura política que se ajuste a sus ambiciones y perversiones. Los partidos de oposición, sumidos en una generalizada crisis de identidad y de valores, han sido comparsas, en el mejor de los escenarios.

Para recuperar el poder, el PRI contó con la invaluable, inigualable ayuda de las dos opulentas cadenas televisivas mexicanas, principalmente de Televisa. El infausto, pérfido e inmoral matrimonio (entre tres) contribuyó decididamente para colocar en Los Pinos a un político que Televisa fue educando, preparando, apoyando, cuidando desde su administración en el gobierno del Estado de México. Un largo sexenio tuvieron para dejarlo listo (valga la expresión), para casarlo con una de sus actrices y convertirlos en la pareja ideal para la masa, para hacerlo omnipresente en las casas de todos los mexicanos (en sus restaurantes, bares, tiendas, por doquier), para empacarlo como un producto a la altura de los contenidos que ofrecen (es decir, de muy baja calidad), pero amoldado al gusto de los millones de personas que tienen hipnotizados todos los días frente a su televisor. A cambio, el gobierno del Estado de México erogó millones y millones de pesos del erario bajo rubros como asesorías, campañas publicitarias y de marketing (algunas en formas de espacios editoriales dentro de sus noticieros, de promoción disfrazada de entrevistas), gestorías de imagen y todo lo que se les fuera ocurriendo. Los dos de la mano, felices, como en final de telenovela, consiguieron regresarle la presidencia al PRI, bajo el compromiso de cogobernar este país. En cuanto llegaron, la cobertura mediática del país cambió de forma dramática. Los noticieros televisivos (principalmente el nocturno de Televisa) parecen voceros de la presidencia priista, como en los tiempos de Zabludovsky, o peor; se silenció de inmediato la campaña informativa existente en el sexenio previo en el que se hablaba todos los días sobre los muertos que el narcotráfico produce; se empeñan diariamente en crear la idea de que el país camina y prospera bajo un clima de paz, y lo hacen aguantándose la risa. Cada día les cuesta más trabajo empatar la realidad con la ficción que ellos siguen intentando establecer. Parece que los guiones (hablar de ideas o conceptos sería un despropósito), incluso mal escritos, se les están agotando. Y en ésas estamos; en la manipulación informativa descarada.

La apuesta de Luis Estrada con La dictadura perfecta, nadie puede regateárselo, es audaz y valiente. Ya con La ley de Herodes (1999), en un contexto muy diferente (cuando el PRI seguía invicto en la presidencia, existía menos apertura y pluralidad en los medios, el internet estaba en pañales), pese a que el proceso de cambio democrático había ya iniciado –en buena medida con la imposibilidad del PRI de ganar la mayoría absoluta del Congreso en el 97- demostró tener las agallas para plantear, desarrollar y ejecutar un proyecto tremendamente crítico con el sistema político entonces reinante. Aprovechó con habilidad la coyuntura, el descontrol, los incipientes aires de libertad y cambio que se respiraban y habló, a través de una película filmada con calidad, muy bien escrita (por el propio Estrada, el experimentado en política y letras, Vicente Leñero, Jaime Sampietro y Fernando León) y dirigida con esmero en los detalles, de todos los vicios, corruptelas, salvajadas y depravaciones de la política mexicana, principalmente con genes priistas; radiografió el sistema que parecía estaba por morir aunque en sus estertores coleteaba para preservar el poder. Empero, además de presentarlo en tono de sátira y ubicarlo en la provincia mexicana, decidió situarlo en el México de finales de los cuarenta, quizá como una forma de amortiguar –aunque fuera de modo ligero, y más por razones de viabilidad del proyecto, y acaso de seguridad personal- el golpazo que asestaba a un régimen entonces nada habituado a ese tipo de críticas, tan directas y punzantes, mucho menos provenientes del cine. El filme generó mucha polémica, hizo rodar algunas cabezas burocráticas, sufrió amenazas de censura, pero finalmente (algo, mucho, había cambiado) fue ya inevitable que muchísimos mexicanos terminaran viéndola (en el cine o donde fuera), pocos meses antes de las históricas elecciones del 2000 (en las que eventualmente el PRI perdería por primera vez la presidencia). Su granito de arena debe reconocérsele por contribuir a que la gente asimilara el sentimiento de hartazgo que desembocó en el ‘momentum’ con el que se llegó a aquel julio histórico.

Casi 15 años después, México es muy diferente. Pero ominosas sombras se posan en nuestro panorama. Y esta vez, Estrada ha decidido hablar, sin tapujos, de forma aún más frontal, sin el parapeto que el hacer una cinta de época supone, de la funesta situación actual que padece este país. Eligió hacerlo, de nuevo, a través de la sátira, apoyándose en estética y lenguaje televisivo que quiso empalmar con el desarrollo de la trama, pero el resultado no ha corrido con la misma fortuna, en términos de calidad, que su proyecto anterior.

El filme arranca con una gran secuencia en la que el recién ungido Presidente de los Estados Unidos Mexicanos (Sergio Mayer), recibe las cartas credenciales del Embajador norteamericano. En la breve charla protocolaria, el mandatario mexicano desnuda su ineptitud y torpeza frente el enviado de Washington, quien se muestra atónito ante lo que parece una broma absurda. Pero se trata del nuevo estilo de gobierno. Uno que hasta al alto dirigente (Tony Dalton) de la cadena televisiva que fue pieza fundamental para convertirlo en Jefe del Ejecutivo, avergüenza. Al enterarse de sus dislates, con sorna reconoce que se excedieron en su apuesta; se pasaron de listos. Pero, también queda rápidamente claro, tienen todo el control sobre sus actos y decisiones y, en última instancia, es lo que les interesa para poder moverse, hacer y deshacer a su antojo.

Paralelamente, les llega a las instalaciones de la televisora (que se convertirá en el epicentro de la trama, en la primera parte de la cinta) un video que incrimina al Gobernador de Durango, Carmelo Vargas (Demián Alcázar) en plena negociación con el narco. El alimento que nutre el rating de su noticiero nocturno: el escándalo. El alto directivo, uno de sus hombres de confianza, productor y consejero, (Alfonso Herrera), y el conductor del noticiero (Saúl Lizaso), afinan los detalles para que la noticia sea lo más explosiva posible y ponen en acción el plan “cajitas chinas” (difundir una noticia escandalosa para opacar otra, en este caso el impacto de los tropiezos del señor presidente con el embajador que se han viralizado a través de las redes sociales, de paso aumentando el rating) y, ya por la noche, enteran a todo el país sobre las corruptelas de Vargas liquidando, en una jugada, su carrera política… aparentemente. El gober Vargas, un cacique desvergonzado, sin escrúpulos, vulgar, un auténtico pillo, de inmediato echa a andar un plan de control de daños con ayuda de sus cercanos, entre ellos su ahijado (Arath de la Torre). Envalentonado en su arrogancia psicópata, en su convicción de intocable, indestructible y, casi, inmortal, Vargas se niega a seguir los consejos de sus colaboradores. Pero el sueño de ir “por la grande”, a costa de lo que sea, inclusive su propia dignidad, le hace recular y seguir las recomendaciones de su equipo: pactar una tregua con la televisora, al costo que cueste (económico y del tipo que sea), valga la expresión, con tal de borrar su escándalo de la mente de la gente y reencauzar sus afanes presidenciales.

Spoiler Alert

No sin inicial rispidez, lucha de dos egos, dos poderes confrontándose, termina cerrándose uno de esos tratos (win-win) entre Vargas y el alto directivo de la televisora. El gobernador donará la sustancial cantidad de dinero que convenientemente lleva a la junta en su portafolios a una causa noble que elegirá el mandamás de la televisora (¿cuál mejor que la propia cuenta bancaria de la empresa?), además, claro, de pagarles un generoso porcentaje del dinero que el estado recibe de la federación, proveniente de la aportación de los contribuyentes. A cambio de la cooperación, el directivo canalizará a sus dos hombres estrella, productor y reportero (Osvaldo Benavides), para que en un tándem asesoría-reportajes televisivos lacrimógenos, apuntalado por el servicio plus de las "cajitas chinas", dejen la imagen de Vargas y la política de su estado rechinando de limpia. Manos a la obra, pues. Los dos empleados

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