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No logré ocultar mi sorpresa


Enviado por   •  14 de Febrero de 2018  •  Documentos de Investigación  •  2.653 Palabras (11 Páginas)  •  178 Visitas

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No logré ocultar mi sorpresa. Supuse que ella querría supervisar todos los aspectos del tratamiento. —Antes venía —dijo Will—. Ahora hemos llegado a un acuerdo. —¿Va a acompañarnos Nathan? Estaba arrodillada frente a él. Me sentía tan nerviosa que se me había caído un poco de comida en el regazo de Will y ahora intentaba en vano limpiarlo, de modo que un buen trozo de sus pantalones estaba empapado. Will no reaccionaba, salvo para decir que por favor dejara de disculparme, pero no me ayudó a apaciguar los nervios. —¿Por qué? —Porque sí. —Yo no quería que supiera cuánto miedo tenía. Había pasado gran parte de esa mañana (tiempo que por lo general dedico a limpiar) leyendo y releyendo el manual de instrucciones de la plataforma elevadora para subir la silla al coche, pero no por ello había dejado de temer el momento en que fuera la única responsable de izar a Will a más de cincuenta centímetros del suelo. —Vamos, Clark. ¿Cuál es el problema? —Vale. Es solo que... Me parece que sería más sencillo si la primera vez hubiera alguien más que supiera cómo se hacen las cosas. —Alguien que no sea yo —dijo. —No es eso lo que quería decir. —¿Porque es impensable que yo sepa algo acerca de mis necesidades? —¿Manejas tú la plataforma? —pregunté, sin rodeos—. Tú me puedes decir exactamente qué hacer, ¿a que sí? Me observó con una mirada desapasionada. Si antes tenía ganas de enzarzarse en una discusión, ahora cambió de idea. —Tienes razón. Sí, Nathan va a venir. Nos va a echar una mano. Además, pensé que no te alterarías tanto con él al lado. —No me he alterado —protesté. —Es evidente. —Se miró el regazo, que yo aún limpiaba con un trapo. Ya había quitado la salsa, pero aún estaba mojado—. Entonces, ¿voy disfrazado de incontinente urinario? —Aún no he terminado. —Enchufé el secador y apunté a la entrepierna. Cuando la ráfaga de aire caliente se topó con los pantalones, Will alzó las cejas. —Sí, bueno —dije—. No es exactamente lo que quería hacer un viernes por la tarde yo tampoco. —Estás muy tensa, ¿no? —Sentí cómo me estudiaba—. Oh, anímate, Clark. Soy yo quien está recibiendo un chorro de aire ardiente en los genitales. —No respondí. Su voz me llegaba amortiguada por el rugido del secador—. Vamos, ¿qué es lo peor que puede pasar? ¿Que yo acabe en una silla de ruedas? Tal vez fuera una tontería, pero no pude contener la risa. Era lo más parecido que había hecho Will a intentar hacerme sentir mejor. Por fuera el coche semejaba un vehículo para personas normales, pero, al abrir la puerta trasera, una rampa descendía de un lateral hasta llegar al suelo. Bajo la mirada atenta de Nathan, situé la silla de calle de Will (tenía una silla especial para cuando salía) directamente en la rampa, comprobé el freno eléctrico de bloqueo y lo programé para alzarle poco a poco hasta el coche. Nathan entró por la otra puerta de pasajeros, le abrochó el cinturón de seguridad y bloqueó las ruedas. Mientras intentaba que me dejaran de temblar las manos, solté el freno de mano y conduje despacio hacia el hospital. Lejos de casa, Will parecía encogerse un poco. Hacía frío y Nathan y yo lo habíamos recubierto con una bufanda y un grueso abrigo, pero aun así permaneció callado, la mandíbula apretada, empequeñecido por el gran espacio que lo rodeaba. Cada vez que echaba un vistazo por el retrovisor (y lo hacía a menudo: incluso con Nathan ahí, me aterrorizaba que la silla se desprendiera de las amarras), Will miraba por la ventana, con una expresión indescifrable. Aun cuando paraba el coche en seco o daba un frenazo, lo que ocurrió unas cuantas veces, Will solo hacía una pequeña mueca de dolor y esperaba mientras yo procuraba salir del apuro. Para cuando llegamos al hospital, yo ya estaba sudando. Di tres vueltas alrededor del aparcamiento del hospital, demasiado temerosa para aparcar salvo en los espacios más amplios, hasta que percibí que ambos hombres comenzaban a perder la paciencia. Entonces, por fin, bajé la rampa y Nathan ayudó a dejar la silla de Will sobre el asfalto. —Bien hecho —dijo Nathan, que me dio un golpecito en la espalda al salir. Pero me resultó difícil creerle. Hay cosas a las que uno nunca presta atención hasta que le toca acompañar a alguien en una silla de ruedas. Por ejemplo, las aceras, que son una porquería, llenas de agujeros mal arreglados o simplemente desniveladas. Al caminar despacio junto a Will notaba cómo hasta una pequeña losa mal colocada le causaba dolor o la frecuencia con que tenía que desviarse para evitar un obstáculo. Nathan fingía que no se fijaba, pero vi cómo también él prestaba atención. Will tenía un gesto adusto y decidido. Además, qué maleducados son casi todos los conductores. Aparcan junto a las señales de las aceras o tan cerca unos de otros que es imposible cruzar la calle con una silla de ruedas. Estaba impresionada; un par de veces incluso sentí la tentación de dejar alguna nota grosera en un limpiaparabrisas, pero Nathan y Will parecían acostumbrados. Nathan señaló un buen lugar y, cada uno a un lado de Will, finalmente cruzamos la calle. Will no había dicho una sola palabra desde que salimos de casa. El hospital era un edificio reluciente de poca altura, cuya inmaculada recepción recordaba la de un hotel modernista, tal vez un legado de la medicina privada. Me quedé atrás mientras Will le decía el nombre a la recepcionista, y a continuación seguí a Will y a Nathan por un largo pasillo. Nathan llevaba una enorme mochila que contenía todo lo que Will podría necesitar durante esta breve visita, desde tazas hasta ropa limpia. La había preparado esa mañana frente a mí, explicando con gran lujo de detalles todo lo que podía salir mal. «Menos mal que no tenemos que hacer esto a menudo», concluyó al ver mi expresión desolada. No acompañé a Will a la consulta. Nathan y yo nos sentamos en unas sillas cómodas. No olía a hospital y había flores frescas en un jarrón en la repisa. Y no eran unas flores cualesquiera. Enormes y exóticas, estaban dispuestas en grupos minimalistas y yo no sabía cómo se llamaban. —¿Qué hacen ahí dentro? —pregunté cuando ya había pasado media hora. Nathan alzó la vista del libro. —Es solo la revisión semestral. —¿Para ver si está mejorando? Nathan bajó el libro. —No va a mejorar. Es una lesión en la médula espinal. —Pero haces fisio y otras cosas con él. —Eso es para intentar que mantenga la condición física..., para evitar que se atrofie y que los huesos se desmineralicen, para conservar la circulación de las piernas, ese tipo de cosas. Cuando habló de nuevo, su voz era amable, como si pensara que me iba a decepcionar. —No va a volver a caminar, Louisa. Eso solo ocurre en las películas de Hollywood. Lo único que hacemos es evitarle el dolor y conservar el poco movimiento que tiene. —¿Contigo lo hace? ¿La fisioterapia? Nunca quiere hacer nada de lo que yo sugiero. Nathan arrugó la nariz. —Lo hace, pero sin ganas. Al principio, cuando comencé, estaba muy decidido. Había avanzado mucho en la rehabilitación, pero, tras un año sin mejoras, creo que le resultó muy difícil seguir creyendo que merecía la pena. —¿Piensas que debería seguir esforzándose? Nathan miró al suelo. —¿Sinceramente? Es un tetrapléjico C5/C6. Eso quiere decir que por debajo de aquí nada funciona... —Se situó la mano en la parte superior del pecho—. No han descubierto todavía cómo curar la médula espinal. Me quedé mirando la puerta, pensando en la cara de Will mientras conducíamos bajo el sol de invierno, y en la cara radiante del hombre durante sus vacaciones en la nieve. —Pero hay avances médicos de todo tipo, ¿verdad? Es decir..., en algún lugar como este... estarán trabajando en ello todo el tiempo. —Es un hospital muy bueno —dijo en un tono impasible. —¿Acaso la esperanza no es lo último que se pierde? Nathan me miró y luego bajó la vista, al libro. —Claro —dijo. Fui en busca de un café a las tres menos cuarto, con el visto bueno de Nathan. Dijo que estas citas a veces tardaban mucho y que él se haría cargo hasta que yo volviera. Me entretuve un poco en la recepción, donde hojeé las revistas de la tienda y me demoré ante Y una voz de mujer: —¿Le cojo esa carpeta? Comprendí que estarían a punto de salir. Llamé a la puerta y alguien me dijo que entrara. Dos pares de ojos se volvieron hacia mí. —Lo siento —se disculpó el médico, que se levantó de la silla—. Pensé que era el fisioterapeuta. —Soy la... asistente de Will —dije, agarrándome a la puerta. Will estaba apoyado en la silla mientras Nathan le bajaba la camisa—. Lo siento... Pensé que habían terminado. —Danos un minuto, ¿vale, Louisa? —La voz de Will llenó la sala. Farfullando disculpas, me retiré, con la cara roja. No fue ver el cuerpo de Will al descubierto lo que me conmocionó, a pesar de estar tan delgado y cubierto de cicatrices. No fue la mirada vagamente irritada del médico, esa clase de mirada que la señora Traynor me lanzaba un día tras otro..., una mirada que me hacía comprender que yo seguía siendo la misma tonta de capirote, por mucho que ahora ganase un salario mejor. No, fueron las líneas rojas y amoratadas que recorrían las muñecas de Will, las cicatrices largas e irregulares que no había forma de disimular, por muy rápido que Nathan le bajara las mangas de la camisa. 6 La nieve llegó tan de repente que salí de casa bajo un cielo azul y diáfano y antes de media hora caminaba ante un castillo que parecía la decoración de una tarta, rodeado de una gruesa capa de nata. Avancé a duras penas por la calzada, con pasos amortiguados y los dedos de los pies entumecidos, tiritando bajo mi abrigo de seda demasiado fino. Un remolino de copos blancos surgió de una infinidad grisácea y casi oscureció Granta House, amortiguando el sonido y ralentizando el mundo hasta una pesadez antinatural. Más allá de los setos pulcramente podados, los coches avanzaban con una cautela recién descubierta y los transeúntes se resbalaban y chillaban por las aceras. Me cubrí la nariz con la bufanda y deseé haberme puesto algo más apropiado que unas zapatillas de ballet y un minivestido de terciopelo. Para mi sorpresa no fue Nathan quien abrió la puerta, sino el padre de Will. —Está en la cama —dijo, echando un vistazo bajo el porche—. No está demasiado bien. Me estaba preguntando si llamar al médico. —¿Dónde está Nathan? —Tiene la mañana libre. Por supuesto, tenía que ser hoy. La maldita enfermera de la agencia vino y se fue en menos de seis segundos. Si sigue nevando así no sé qué haremos más tarde. —Se encogió de hombros, como si todo ello fuera inevitable, y desapareció por el pasillo, aliviado, al parecer, por no tener que permanecer al cargo—. Ya sabes lo que necesita, ¿verdad? —dijo por encima del hombro. Me quité el abrigo y los zapatos y, como sabía que la señora Traynor estaba en el tribunal (marcaba las fechas en un diario en la cocina de Will), puse a secar los calcetines mojados sobre un radiador. Había un par de Will en la cesta de la ropa limpia, así que me los puse. Me quedaban cómicamente grandes, pero era una bendición tener los pies cálidos y secos. Will no respondió cuando lo llamé, así que al cabo de un rato le preparé una bebida, llamé a la puerta sin hacer ruido y asomé la cabeza. En la penumbra tan solo distinguí una forma bajo el edredón. Estaba profundamente dormido. Di un paso atrás, cerré la puerta detrás de mí y comencé con las tareas de la mañana. Mi madre alcanzaba una satisfacción casi física ante una casa bien ordenada. Yo había estado pasando la aspiradora y limpiando a diario durante un mes, y aún no veía aliciente alguno. Sospeché que jamás dejaría de preferir que otra persona se encargara de ello. Sin embargo, en un día como este, con Will recluido en la cama, en medio de un mundo paralizado, vi que existía una especie de placer ensimismado en trabajar de un lado al otro del pabellón. Mientras quitaba polvo y sacaba brillo, llevaba la radio conmigo de una habitación a otra, siempre con el volumen bajo para no molestar a Will. De vez en cuando asomaba la cabeza por la puerta, solo para comprobar que aún respiraba, y solo cuando dio la una y aún no se había despertado comencé a inquietarme. Llené el cesto de la leña y noté que la nieve ya tenía un grosor de varios centímetros. Preparé una bebida fresca para Will y llamé a la puerta. Cuando golpeé de nuevo, lo hice con fuerza. —¿Sí? —Tenía la voz ronca, como si lo hubiera despertado. —Soy yo. —Como no respondió, añadí—: Louisa. ¿Puedo entrar? —¿Ahora que iba a hacer el baile de los siete velos? La habitación estaba sumida en sombras, las cortinas aún echadas. Entré, dejando que mis ojos se acostumbraran a la penumbra. Will se hallaba tumbado sobre un costado, con un brazo doblado frente a él, como si fuera a levantarse, tal y como estaba cuando miré antes. A veces era fácil olvidar que no podía darse la vuelta por sí mismo. El pelo sobresalía por un lado y el edredón envolvía su cuerpo pulcramente. El olor a hombre, cálido y sin lavar, llenaba la habitación: no era desagradable, pero sí un poco sorprendente que formara parte de una jornada laboral. —¿Qué puedo hacer? ¿Quieres tomar la bebida? —Tengo que cambiar de postura. Dejé la bebida sobre una cómoda y me acerqué a la cama. —¿Qué...? ¿Qué quieres que haga? Will tragó saliva con cuidado, como si fuera doloroso. —Levántame y dame la vuelta, luego alza la parte superior de la cama. Aquí... —Con un gesto de la cabeza me indicó que me acercase—. Pasa los brazos bajo los míos, agárrate las manos detrás de mi espalda y tira hacia ti. Mantén el trasero en la cama y así no te harás daño en la espalda. No podía fingir que esto no era raro. Pasé los brazos alrededor de Will, cuyo olor me envolvió, su piel cálida contra la mía. No era posible estar más cerca de él a menos que comenzara a mordisquearle la oreja. Al pensarlo me dio la risa, y me costó mantener la compostura. —¿Qué? —Nada. —Respiré hondo, estreché las manos y ajusté mi postura hasta que sentí que lo tenía agarrado de un modo seguro. Era más corpulento de lo que me había esperado, un poco más pesado. Y entonces, tras contar hasta tres, tiré hacia mí. —Cielo santo —exclamó Will contra mi hombro. —¿Qué? —Casi le dejé caer. —Tienes las manos heladas. —Sí. Bueno, si te hubieras molestado en salir de la cama, sabrías que está nevando. Hablaba medio en broma, pero noté que tenía la piel caliente bajo la camiseta: un calor intenso que parecía emanar del centro de su ser. Gruñó un poco cuando lo apoyé contra la almohada, e intenté que mis movimientos fueran tan lentos y delicados como me fue posible. Will señaló el mando que levantaría la parte de la cama donde apoyaba la cabeza y los hombros. —Pero no mucho —murmuró—. Estoy un poco mareado. Encendí la luz de la mesilla, sin hacer caso de su débil protesta, para poder verle la cara. —Will..., ¿estás bien? —Tuve que decirlo dos veces antes de que me respondiera. —He tenido días mejores. —¿Necesitas calmantes? —Sí..., de los fuertes. —¿Paracetamol, tal vez? Se tumbó contra la almohada fría con un suspiro. Le di la taza y observé cómo tragaba.

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