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Stanislavsky


Enviado por   •  6 de Julio de 2014  •  3.594 Palabras (15 Páginas)  •  178 Visitas

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Iniciamos con Stanislavski un recorrido por propuestas teóricas, estéticas y técnicas que influenciaron el trabajo del actor en los últimos años. La idea es conocer, pensar y repensar categorías que, como espectadores o teatristas, escuchamos o manejamos frecuentemente.

El ascenso de la burguesía fue un camino tortuoso que determinó cambios sin antecedentes en todos los campos de la vida en Occidente. Esta clase, que venía forjando su destino muy lentamente desde la Edad Media y había ganado cada vez más protagonismo a caballo del éxito económico, abrazó el programa filosófico de la Modernidad y reclamó su centralidad en un mundo regido por poderes y prerrogativas originadas en el pasado. El siglo XVIII la encontró en pleno apogeo; el cambio de centuria en plena lucha y el siglo XIX la colocó definitivamente en la cima del orden social.

Por supuesto, el teatro no podía estar ajeno a estas revoluciones. Si durante el siglo XVIII estuvo dominado por el Neoclasicismo, con su defensa de las tres unidades aristotélicas, la claridad y el decoro, y situado en una escena solventada aún por los absolutismos, el siglo XIX nace con la hegemonía del Romanticismo, que deploraba las normas neoclásicas, favorecía la aparición de violentos contrastes y desataba las más oscuras pasiones de los personajes. Paralelamente, y merced a los cambios políticos, desaparece el monarca mecenas y surge la dependencia de las ventas de boletería, introduciendo un nuevo reinado: el del actor. El divo del teatro romántico, el "monstruo sagrado", es todo aquello que constituye el estereotipo del actor, tan arraigado en el imaginario colectivo y tan explotado por el cine, sobre todo de las primeras épocas: cubierto por un gran vestuario, envuelto en un impenetrable misterio alrededor de su figura, dueño de una voz portentosa y paradigma de la actuación declamatoria, llena de tics que hoy provocan risa. Podría decirse que este actor, amo de las grandes salas, no difería del actor popular, que desde hacía siglos trabajaba en la calle: aunque sus técnicas, procedimientos, ámbitos (y ganancias) los hacen completamente distintos a simple vista, ambos buscaban producir un efecto inmediato como forma de ganarse el favor del espectador. Llanto y conmoción, el primero, risa, el segundo. Da lo mismo.

De la mano del melodrama, el actor romántico se perpetuó en el escenario cuando el Romanticismo cayó en desuso, pero no así su figura divina. Contra esta "aberración" comenzaron a levantarse voces de autores indignados, quienes propugnaban un realismo basado en la observación veraz y no idealizada de la vida. Como siempre, la mimesis fue el caballito de batalla. En un mundo dominado por el espíritu científico positivista, la noción aristotélica, cuya lectura fue el origen de diversas formas de teatro incluso contradictorias a lo largo de la historia, fue interpretada esta vez como la reproducción de la realidad en sus mínimos detalles, cual si el escenario fuera una fotografía de lo real. Es así como el Realismo evolucionó hacia el Naturalismo, teorizado por Emile Zola en 1881, que se adueñó de la literatura, y como siempre la literatura invade el teatro, esta propuesta también se impuso en la escena. Ahora bien, si siempre es más fácil teorizar acerca de cómo debe ser el texto dramático, de cómo la escenografía, el vestuario o la iluminación deben trabajar con materiales y objetos, la actuación es siempre la figurita difícil. En el caso del Naturalismo, es fácil enunciar que el actor debe reproducir el comportamiento cotidiano, pero ¿cómo se hace eso en el escenario, mientras éste es observado y, sobre todo, en una situación que no tiene ni antecedentes ni consecuencias reales?

El Naturalismo se abocó a reproducir los aspectos superficiales de la realidad: si se come, se come en serio, si se bebe, se bebe en serio. No estuvo exento de un violento determinismo (si los comportamientos son consecuencia de las condiciones materiales de existencia, padres alcohólicos no podrán más que engendrar hijos enfermos, etc.). Entonces, también contra el mecanicismo naturalista se levantaron voces. El joven siglo XX trajo el cuestionamiento de esta copia mecánica, y por lo tanto vacía, de la realidad. El Realismo posterior se abocó a producir "realidad escénica", esto es, a generar un hecho artístico que elaborara una hipótesis respecto de las características profundas de la realidad, las causas y consecuencias de las cosas y no se detuviera en una supuesta copia irremediablemente falseada. Dicha conjetura pertenece, por supuesto, al autor, pero surge ahora una figura que se convierte en su representante, a través de una mirada unificadora, que será la dueña indiscutida de la puesta en escena: el director.

Ahora sí que las cosas se ponen difíciles para el actor, que oscila entre ser abandonado a su suerte (y a su narcisismo) y ser convertido en una "supermarioneta" en manos del regidor (véase la propuesta que desarrolla Gordon Craig).

El problema es que más allá de las quejas, reprimendas y consejos aislados acerca del oficio de la actuación (por ejemplo, la célebre La Paradoja del Comediante (1773) que Denise Diderot escribiera en plena Ilustración, abogando por un actor que controlara racionalmente sus recursos, para poder así transmitir más claramente los sentimientos del personaje), no había habido hasta el momento una reflexión profunda acerca de qué era actuar, y mucho menos la elaboración de una técnica sistemática, tanto de formación como de trabajo, una vez que el actor accediera al profesionalismo.

La respuesta llegaría desde Moscú. Rusia, tierra de zares, hundida aún en el feudalismo, atrasada respecto de los países centrales de Europa occidental, que contaba con una capital en la que el estado del teatro no difería de aquel que caracterizamos hasta ahora. En 1896 se produce el estreno de La Gaviota, de Antón Chejov, en el Teatro Imperial de Alejandro, protagonizada por la famosísima actriz Vera Komisarjévskaia. La obra presentaba una severa dificultad a las formas de actuación declamatoria, dado que lo que se expresaba por medio de la palabra era superfluo, mientras que lo más importante era lo no dicho. El estreno fue un fracaso calamitoso y aún se cuentan anécdotas acerca de cómo la gente reía vivamente ante la angustia de los actores y del autor, de quien se dice falazmente que contrajo la tuberculosis que acabaría con su vida años después, por salir desesperadamente a caminar por las invernales calles moscovitas huyendo del ridículo.

Este hecho, así como otros exponentes del callejón sin salida en el que se encontraba la escena rusa, motivó la reflexión de Constantin Stanislavki (1863-1938) acerca de la actuación. Luego

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