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Derechos Del Hombre

markiskarina24 de Noviembre de 2014

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No debe considerarse una casualidad que los trabajos filosóficos que se han venido publicando con motivo de la celebración de los 50 años de la Declaración de los Derechos del Hombre tengan como marco privilegiado de referencias el problema de la interculturalidad. Algo verdaderamente serio en nuestra concepción de los derechos humanos debe estar siendo puesto en cuestión por los fenómenos del multiculturalismo como para motivar semejante coincidencia. Más que casual, la coincidencia es pues reveladora. Y lo primero que ella nos revela es que el interculturalismo es un signo de los tiempos, una suerte de nuevo fantasma que recorre el mundo y que lo recorre en un sentido exactamente inverso al llamado proceso de globalización, que se caracteriza por ser precisamente un proceso culturalmente uniformizante. “Las tribus han regresado” (“the tribes have returned”), como dice Michael Walzer(1). Han regresado en el Este, han regresado en el mundo árabe y en el mundo asiático, pero han regresado también a su manera, o han resurgido, en el interior del mundo occidental mismo por la presencia en él de viejas y de nuevas formas de identidad cultural que reclaman su derecho a existir con autonomía. El tribalismo y la globalización parecen ser dos fenómenos contrapuestos que imprimen su sello a la situación en que se encuentra la cultura mundial a fines del milenio.

Por qué esto es así, es decir: por qué el tribalismo ha adquirido de pronto legitimidad y ha hecho en cierto modo vulnerable la concepción teórica de los derechos humanos, es algo sobre lo que volveré más adelante. Por el momento quisiera sólo recordar que este proceso está estrechamente emparentado con el cuestionamiento (también el autocuestionamiento) al que ha sido sometida la propia cultura occidental, y que en fecha reciente ha dado lugar a movimientos filosóficos como el de la postmodernidad o el comunitarismo. Estamos pues ante las dos caras de una misma moneda: la obtención de legitimidad de las reivindicaciones culturalistas es el anverso, o el reverso, de la pérdida de legitimación de las pretensiones universalistas de la cultura occidental. Se dice por eso justamente que las tribus están “regresando”, no que están apareciendo; siempre estuvieron allí, pero fueron en apariencia sojuzgadas por sistemas políticos universalistas y uniformizantes que minimizaron su relevancia. Su retorno coincide pues con la crisis de aquellos sistemas. Y que no se crea tampoco que esto es sólo pertinente respecto de las tribus del Este o del Oriente. También en el interior de la sociedad capitalista liberal están emergiendo voces tribales que hacen pensar en las limitaciones de este sistema para procesar adecuadamente las diferencias culturales.

Por lo que vengo diciendo, tampoco será una casualidad si los trabajos filosóficos a los que me he referido giran en torno a un mismo universo de problemas. Si todas ellos se ocupan del cuestionamiento culturalista a la pretensión de universalidad de los derechos humanos, veremos entonces reaparecer en ellos los mismos tópicos, seguramente incluso las mismas aporías. Como no tiene mucho sentido pretender hacer aquí un recuento exhaustivo de las concepciones pertinentes ni de los debates sobre el tema llevados a cabo en los últimos años, lo más conveniente me parece entonces proponer una interpretación global del problema, que pueda servir de base para una discusión posterior. Lo que quisiera es presentar el debate sobre el cuestionamiento culturalista de los derechos humanos a la manera de una secuencia argumentativa compuesta de tres pasos, que constituyen a su vez tres diferentes niveles de discusión del problema. La idea de una secuencia de argumentos y de niveles me parece esencial, porque creo que es preciso abandonar las posiciones simplistas o fundamentalistas de ambas partes, y que es preciso también reconocer las buenas razones que asisten a los críticos de ambas posiciones. Se notará quizás una cierta arbitrariedad o una cierta simplificación en la selección de los pasos, pero espero que se note también la coherencia en su concatenación. Y como he dicho que los pasos son tres, los enumero antes de desarrollarlos, para facilitar así su seguimiento.

(1) En primer lugar, tomaré como punto de partida, y describiré brevemente, el nivel de confrontación abierta entre culturalistas y universalistas con respecto a la validez de los derechos humanos. Trataré de mostrar por qué parece haber inconmensurabilidad entre las posiciones de ambos grupos.

(2) No obstante, como esta confrontación me parece artificial, pasaré, en un segundo momento, a presentar las razones que asisten a ambas partes para dudar de la rigidez de la posición contraria. Esta será la parte más larga de mi exposición. Me interesa sobre todo que prestemos atención a la heterogeneidad de los argumentos que se emplean, porque creo que es por no hacerlo que se produce la mayor parte de los malentendidos.

(3) Finalmente, en tercer lugar, sugeriré que debemos evitar recaer en una nueva forma de fundamentalismo, que consistiría en aferrarnos a una de las posiciones en disputa, aun a sabiendas de la relatividad de su valor. A cambio, propondré una solución dialéctica -en el sentido estricto de la palabra- que, reconociendo la validez de las posiciones contrapuestas, pueda ayudarnos a encontrar un terreno consensual común en defensa de los derechos humanos.

1. Primer paso: la confrontación abierta

Comienzo pues en primer lugar con la confrontación principista y abierta entre los culturalistas y los defensores de los derechos humanos. Las críticas culturalistas han comenzado a hacerse sentir, como ya dije, en fecha reciente, y no sólo, aunque sí principalmente, en contextos culturales ajenos a Occidente. En esencia, lo que se cuestiona es la concepción individualista e instrumental subyacente a la noción de derechos humanos, concepción que es, sí, propia de la cultura occidental, pero que quiere hacerse pasar por una concepción válida en un sentido universal, es decir, supuestamente independiente de condicionamientos culturales y consecuentemente vinculante para todos los seres humanos. No es en sentido estricto la dimensión moral de la defensa de la vida, ni, menos aún, de la solidaridad humana, lo que se cuestiona, sino la creencia presupuesta de que tales valores reposan sobre una noción atomística de la persona y sobre la destrucción de sus lazos culturales. En la defensa de los derechos humanos se estaría expresando implícitamente, esta vez incluso con buena conciencia, el atávico imperialismo cultural de Occidente. Dependiendo de los autores que las formulan, estas críticas pueden adoptar matices distintos: en algunos casos se dirigen en contra del secularismo de la concepción occidental, es decir, en contra de la desvalorización de las cosmovisiones religiosas a la que parece conducir necesariamente aquella concepción; en otros casos se dirigen más abiertamente en contra del individualismo presupuesto en los derechos humanos, por medio del cual se pretende legitimar indirectamente la lógica del mercado y la desintegración de las comunidades culturales. Aceptar acríticamente la concepción de los derechos humanos equivaldría, según estos críticos, a aceptar la cosmovisión occidental que los sostiene y que privilegia el individualismo, la utilización tecnológica de la naturaleza y el dominio de las leyes del mercado. Posiciones como éstas han podido escucharse en la Conferencia de Viena de 1993 o en la Declaración de Bangkok sobre los “valores asiáticos”, del mismo año, y siguen expresándose también en muchos otros foros nacionales o internacionales.

Manteniéndonos en el nivel de la confrontación abierta y superficial, muchos defensores de los derechos humanos rebaten estas críticas empleando un argumento teórico y un argumento práctico. El argumento teórico es que también la posición de los culturalistas expresa una cosmovisión implícita, que consiste en absolutizar los parámetros de racionalidad o de moral inherentes a una cultura específica. Defender semejante cosmovisión en un mundo globalizado equivaldría, se nos dice, a incurrir en una flagrante reducción de la complejidad del problema, reproduciendo en cierto modo la situación que se produjera en los inicios de la modernidad europea al momento de la guerra de las religiones. Fue precisamente para afrontar y dar solución a esa disputa entre cosmovisiones culturales que el Occidente europeo imaginó la idea de la tolerancia y del respeto de los derechos individuales. El argumento práctico, de otro lado -un argumento que adquiere cada vez más fuerza-, es que aquellas críticas a los derechos humanos no serían sino un débil recurso de legitimación, un encubrimiento ideológico, de las frecuentes violaciones de estos derechos en los países en los que las críticas se formulan. Basta echar un vistazo a la situación de los países involucrados: es allí justamente donde se conculcan los derechos de las mujeres o de los niños, o el derecho a la libertad de expresión, a la libertad de culto, a la libertad de conciencia. Parece ser un recurso habitual de los gobernantes de aquellos países el apelar a las características propias de su cultura para legitimar estas violaciones. El discurso culturalista hablaría pues, como se dice en castellano, por la herida.

Este primer nivel de confrontación abierta se va haciendo sentir cada vez con más fuerza en las negociaciones y los debates actuales sobre los derechos humanos. En ambas posiciones se ejerce una actitud de suspicacia respecto del discurso ideológico del interlocutor, de modo que el diálogo es prácticamente imposible. Conviene que dejemos por eso este primer nivel y demos un paso más en nuestra argumentación, preguntándonos

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