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EL CASO DE RAMON SAMPEDRO


Enviado por   •  27 de Abril de 2015  •  1.612 Palabras (7 Páginas)  •  342 Visitas

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La verdad sobre el 'caso Ramón Sampedro'

Once manos amigas. Once funciones diferentes. Y ninguna de ellas delictiva en sí misma

Repartió once llaves entre sus amigos. Y a cada cuál le encomendó una tarea: uno compró el cianuro; otro lo analizó; el siguiente calculó la proporción de la mezcla; una cuarta persona lo trasladó de lugar; el quinto lo recogió; el sexto preparó el brebaje; el séptimo lo introdujo en un vaso; el octavo colocó la pajita para que Ramón, imposibilitado de cuello para abajo, pudiera beberlo; el noveno lo puso a su alcance. Una décima mano amiga recogió la carta de despedida que garabateó con la boca. Y otra, tal vez la más importante, se encargó del último deseo de aquel hombre que quería morir: grabar en vídeo el acto íntimo de su muerte. De esta manera abandonó el tetrapléjico Ramón Sampedro el mundo de los vivos el pasado 12 de enero, después de tres décadas de lucha incansable por el reconocimiento legal de la eutanasia.

Pocos días después, los forenses encontraron restos de cianuro en su cadáver. La noticia saltó a los medios. Los 11 amigos sonrieron. Ramona Maneiro, Moncha, también: el hombre al que había amado durante los últimos dos años descansaba en paz.

Ramón y Moncha se conocieron un día de mayo de 1996 a través de una amiga común. Él nada sabía de esa morena que le visitaba un tanto nerviosa. "Hace tiempo que quería conocerte", le dijo ella. Moncha le vio en televisión el día que él cumplía 50 años de vida y 25 de exigencia del derecho a morir con dignidad, desde 1968, cuando un accidente le quebró la séptima vértebra y quedó postrado para siempre.

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"Me gustaron sus ojos, y me gustó lo que decía. Yo no sabía que evitar el sufrimiento inútil se llamaba eutanasia, pero comprendía bien sus palabras", recuerda Ramona. Dice que desde entonces no dejó de pensar en él, y que incluso esperaba, como una quinceañera embobada, que la llamara alguna noche al programa de radio que ella presentaba en la emisora municipal de Rianxo.

La vida de Ramona no había sido un camino de rosas. Es la segunda de siete hermanos de una familia humildísima. Apenas acabó los estudios primarios. Después se puso a trabajar. Se casó el mismo día que alcanzó la mayoría de edad, embarazada de cuatro meses. Vivió una década con su marido, un hombre violento con quien tuvo dos hijas. "Lo pasé mal de casada", cuenta. "Pero en mi familia, que son muy cerrados, me decían: 'Tú aguanta, mujer, no te separes, que tienes que aguantar'. Yo les hacía caso. Ahora veo las cosas de otra manera. ¡Y una mierda tienes que aguantar! Pero entonces tenía miedo... Aún no había conocido a Ramón".

Él nunca la llamó a la radio donde Moncha pinchaba discos a petición de los oyentes. Era un trabajo por el que no cobraba; ella subsistía -aún lo hace- limpiando el pescado en la conservera La Onza de Oro de A Ribeiriña, la aldea de aguas color plata en la que nació Ramona hace 37 años. Y Ramón Sampedro nunca la llamó porque ni siquiera sabía que existía el programa de radio. Este ex marino mercante que surcó los cinco océanos hasta el día fatal que se cayó al mar desde unas rocas, prefería emplear su tiempo leyendo a Kant, a san Agustín, a Nietzsche, a Sócrates y a Platón.

O escribiendo: "El derecho de nacer parte de una verdad: el deseo de placer. El derecho de morir parte de otra verdad: el deseo de no sufrir. La razón ética pone el bien o el mal en cada uno de los actos. Un hijo concebido contra la voluntad de la mujer es un crimen. Una muerte contra la voluntad de la persona también. Pero un hijo deseado y concebido por amor es, obviamente, un bien. Una muerte deseada para liberarse de un dolor irremediable, también". Y añadía: "Ninguna libertad puede estar construida sobre una tiranía. Ninguna justicia sobre una injusticia o dolor. Ningún bien universal sobre un sufrimiento injusto".

Acudió a la justicia. Pidió a los juzgados de Barcelona y Noia (A Coruña) que le permitieran rechazar las sondas con las que se alimentaba, o que los médicos pudieran recetarle fármacos sin incurrir en un delito de ayuda al suicidio, castigado con penas de entre dos y cinco años de cárcel. Estos dos tribunales de primera instancia denegaron su petición; después recurrió, también sin éxito, ante las audiencias de Barcelona y A Coruña. La negativa del Constitucional a admitir uno de sus recursos de amparo le condenaron a vivir.

A partir de ese momento fue consciente de que su muerte sólo podría ser clandestina, y que quienes le ayudaran a morir serían perseguidos por la justicia. Así que trazó un plan minucioso para protegerlos.

¿Con quién podía contar? Era el primer paso. "Yo pienso que un amigo, si

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