El Cerebro Maleable
Romanoide337 de Diciembre de 2013
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El cerebro maleable
Alicia García Bergua
Numerosas investigaciones han mostrado que nuestro órgano rector tiene una asombrosa capacidad para modificarse y sanarse.
Christina Santhouse tenía ocho años de edad cuando sufrió un ataque de epilepsia. Le diagnosticaron encefalitis de Rasmussen, trastorno que afecta sólo una mitad del cerebro y que es progresivo e incurable. La única opción para la niña era someterse a una hemisferectomía, operación que consiste en extirpar una mitad del cerebro.
La operación se llevó a cabo en 1995. La niña perdió el movimiento en el brazo izquierdo y algo de visión periférica, pero su cerebro se recuperó asombrosamente bien. Diez años después, Christina se graduó de la preparatoria y hoy lleva una vida normal en Filadelfia, Estados Unidos.
Para obtener la licencia de taxista en Londres hay que pasar una prueba muy rigurosa. Los aspirantes se aprenden de memoria miles de calles con todo y los sentidos de circulación. El día de la prueba tienen que encontrar la ruta óptima entre dos puntos de la ciudad, con nombres de calles y virajes. Hace unos años, neurólogos británicos descubrieron que los taxistas londinenses tenían más grande el hipocampo, región del cerebro relacionada con la memoria y con el sentido de orientación. Al parecer, el hipocampo de los conductores crece en respuesta a las exigencias de su trabajo.
Estos dos ejemplos contradicen una idea que prevaleció hasta hace unos 30 o 40 años, según la cual una vez concluido el desarrollo de una persona, su cerebro quedaba configurado para siempre. Hoy sabemos que este órgano conserva hasta la edad adulta una asombrosa capacidad para modificarse y sanarse. Esta plasticidad, como se le ha llamado, nos permite aprender nuevas habilidades y recuperarnos de muchas lesiones cerebrales que antes se creían irreversibles.
La máquina de pensar
A muchas personas del siglo XXI la idea de que el cerebro funciona como una especie de computadora les parece natural. Después de todo, el cerebro hace cálculos usando datos provenientes del exterior y muchas de sus funciones —controlar los músculos, regular la química del organismo, reaccionar con reflejos defensivos— se antojan resultado de la operación de un programa. Nada más natural que comparar el funcionamiento del cerebro con el de esas máquinas tan versátiles y ocasionalmente tan obstinadas que parece que tienen vida propia.
Por actual que nos parezca, la idea de equiparar el cerebro con una máquina proviene de los científicos europeos del siglo XVII. Por esa época, Galileo Galilei estudió el movimiento de los cuerpos y estableció que éste se puede describir por medio de leyes matemáticas precisas. Johannes Kepler hizo lo mismo para los planetas. La naturaleza, al parecer, operaba con la regularidad de un mecanismo. Otros pensadores de la época concluyeron que el cuerpo humano, al igual que los planetas y toda la naturaleza, estaba gobernado por leyes físicas y, por lo tanto, que su funcionamiento se podía entender como el de una máquina.
El primer gran logro de esta concepción mecanicista del cuerpo humano fue el descubrimiento de que la sangre circula por el organismo y se reutiliza, en lugar de consumirse y renovarse, como se creyó durante mucho tiempo. El médico inglés William Harvey (1578-1657) demostró, por medio de vivisecciones de distintos animales, que el corazón funciona como una bomba con todo y válvulas. A partir de esta idea, el filósofo francés René Descartes (1596-1650) argumentó que el cerebro y el sistema nervioso también debían operar como máquinas. Otros científicos refinaron posteriormente esta intuición, agregando que a través de los nervios se transmitía una corriente eléctrica. Esta concepción del cerebro culminó, en el siglo XX, con la idea de que las distintas funciones cerebrales —por ejemplo, la percepción, el control de los músculos y el equilibrio— residen en regiones del cerebro bien localizadas y delimitadas desde el nacimiento, como si cada una tuviera su propio territorio cerebral, fijo e inamovible.
Cartografía cerebral
En los años 30, el neurocirujano canadiense Wilder Penfield, del Instituto de Neurología de Montreal, inventó una manera de relacionar regiones del cerebro con las partes del cuerpo con las que están conectadas. Antes de operar a sus pacientes, les estimulaba el cerebro con unos electrodos y tomaba nota del resultado. Esta técnica le servía para distinguir entre el tejido sano y el que había que extirpar. Las conexiones del cerebro con los sentidos y con la actividad motriz se encuentran muy cerca de la superficie del órgano, en la corteza cerebral, por lo que es muy fácil hacer contacto con ellas. Estimulando algunas áreas del cerebro con pequeñas descargas eléctricas, Penfield se dio cuenta que la interacción le provocaba sensaciones al paciente. Así pudo hacer "mapas" del cerebro que indican dónde están representadas en ese órgano las distintas partes del organismo y sus actividades. Penfield se pasó años localizando las partes sensoriales y motoras del cerebro en sus pacientes, quienes podían estar conscientes durante las operaciones.
Penfield y otros localicionistas (como se les llamaba) descubrieron que el lóbulo frontal —área localizada en la parte frontal de cada hemisferio cerebral— aloja el sistema motor del cerebro, el cual inicia y coordina el movimiento de nuestros músculos. Los tres lóbulos que hay tras el frontal comprenden el sistema sensorial del cerebro, que procesa las señales enviadas por nuestros receptores sensoriales: ojos, oídos, tacto. Uno de los grandes descubrimientos de Penfield es que las regiones de la corteza relacionadas con las sensaciones y con el movimiento muscular son contiguas. También descubrió que cuando estimulaba otras partes del cerebro, a los pacientes les venían a la memoria recuerdos perdidos de la infancia o escenas oníricas, pero siempre el mismo recuerdo para el mismo punto del cerebro.
Espectro cerebral
Al activar proteínas fluorescentes en las neuronas de unos ratones transgénicos, un equipo de neurocientíficos de la Universidad de Harvard, encabezados por Jeff W. Lichtman, Jean Livet y Joshua R. Sanes, han creado imágenes únicas del cerebro y del sistema nervioso, que permitirán saber cómo está "cableado" y qué pasa cuando hay fallas en las conexiones. Son estas imágenes las que ilustran el presente artículo.
¿Cerebro de roca?
Los descubrimientos de Penfield hicieron creer durante mucho tiempo que el mapa del cerebro —la relación entre zonas cerebrales y funciones del organismo— era inmutable: el órgano venía cableado de fábrica y la configuración era permanente.
En los años 50 Vernon Mountcastle, neurocientífico de la Escuela de Medicina Johns Hopkins, en Estados Unidos, se dio cuenta de que se podía saber mucho de la estructura cerebral estudiando la actividad eléctrica de las neuronas por medio de una nueva técnica: los microelectrodos. Éstos eran tan delgados que se podían insertar en el cerebro para estudiar una sola neurona. La señal neuronal pasaba del microelectrodo a un amplificador y después a la pantalla de un osciloscopio, que permitía visualizar la actividad eléctrica de cada neurona. Este invento permitió a los neurocientíficos descifrar cómo se comunican las células cerebrales, o neuronas, de las cuales un cerebro adulto contiene alrededor de 100 000 millones.
Michael Merzenich, de la Universidad de California en San Francisco y alumno aventajado de Mountcastle, usó la nueva técnica para cartografiar detalladamente el área del cerebro de un mono que procesa las sensaciones de una mano. El neurobiólogo estadounidense cortó un pedacito del cráneo del animal y dejó al descubierto un área de entre uno y dos milímetros cuadrados del cerebro. Acto seguido, insertó un microelectrodo en una de las neuronas sensoriales. Después probó a estimular las distintas partes de la mano hasta que una de ellas, la punta de un dedo, hizo que el microelectrodo registrara actividad neuronal. Merzenich extrajo el microelectrodo y lo fue reinsertando en otras neuronas adyacentes hasta obtener un mapa de la zona neuronal que controlaba toda la mano.
En los años 60, al mismo tiempo que Merzenich y sus colegas llevaban a cabo su laborioso trabajo, David Hubel y Torsten Wiesel, que trabajaban también en la Escuela de Medicina Johns Hopkins con Vernon Mountcastle, hicieron lo mismo, pero con la región de la corteza cerebral que procesa la información visual en animales jóvenes. Hubel y Wiesel insertaron microelectrodos en la corteza visual de unos gatitos y descubrieron que el cerebro descomponía las imágenes en líneas, orientaciones y movimientos, datos que se procesaban en regiones distintas de la corteza visual. También descubrieron que hay un periodo crítico —de la primera a la octava semana de vida— en que el cerebro de los gatitos necesitaba estimulación visual para desarrollarse normalmente. Esto se comprobó cerrándole el ojo a uno de los animales durante ese periodo crítico. Como no recibió el estímulo visual oportunamente, el área correspondiente a ese ojo en la corteza visual no se desarrolló y el animal dejó de ver con él para siempre.
Así, las distintas áreas neuronales del cerebro necesitaban los estímulos ambientales para desarrollarse y formar las conexiones importantes durante cierto periodo. Por ejemplo, el periodo crítico de desarrollo del lenguaje es la infancia, y se termina entre los ocho años y la pubertad. Aprender otro idioma después de esa edad es más difícil.
El
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