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HOMBRE Y NATURALEZA.


Enviado por   •  8 de Abril de 2016  •  Ensayos  •  8.343 Palabras (34 Páginas)  •  278 Visitas

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HOMBRE Y NATURALEZA* I. Las Bases del Problema Uno de los más graves, urgentes y dramáticos problemas que constelan nuestro tiempo es, sin duda alguna, el de la relación del hombre y la naturaleza. De semejante relación no sólo depende la suerte de uno de los términos –la naturaleza o el hombre–, sino el común destino de ambos y, quizás, el de la vida misma, como fenómeno único e irrepetible en la faz del universo conocido. Mucho se habla y se discute –en conferencias, foros, congresos y eventos semejantes– sobre aquella relación, pero la superficialidad y burocratismo de tales reuniones parecería impedir que los verdaderos fundamentos de ella se analicen, aclaren y precisen con la debida seriedad. Esclarecer y analizar esa relación quiere decir, ni más ni menos, que plantearse como cuestión de fondo, primera y decisiva, la siguiente: si el hombre es un fin último en relación a la naturaleza, o si, por el contrario, la naturaleza es un fin último en relación al hombre. Mas surge una pregunta previa: ¿qué significado tiene ese fin último? En toda relación teleológica existe, formalmente hablando, una cadena de medios y de fines. En tal sentido, un término funciona como medio con respecto a otro cuando éste constituye, por así decirlo, aquello para lo cual él sirve o se comporta como instrumento en la realización de una expresa o tácita finalidad. Un fin último, de tal modo, es aquel término que, en relación a los demás, asume la función de meta, no siendo, él mismo, medio o instrumento con respecto a ningún otro. Considerada así la situación, cabe entonces formularse la anterior pregunta bajo la siguiente perspectiva: ¿está la naturaleza dirigida a servir al hombre? ¿o es el hombre un simple medio o instrumento que debe servir a la naturaleza? Una y otra interrogante suponen, como tesis previa, que ya sea el hombre, o la naturaleza, se consideren dotados de una finalidad intrínseca y autónoma, de acuerdo con la cual se comportan y desarrollan por sí mismos. Pero si, conforme a esta disyuntiva, se considera que el hombre es el fin último, ello significa que –tal como lo expresa Kant– “su existencia tiene en sí el más alto fin y a este fin * Nota del Archivo E.M.V.: La presente versión corresponde a la última edición, publicada el año 1993 en el libro El sueño del futuro, que fue corregida por el propio autor y difiere en algunos aspectos, estilísticos o de contenido, en relación con las precedentes. El lector interesado puede advertir los cambios introducidos comparando con las ediciones de El sueño del futuro de los años 1984 y 1989. Asimismo puede revisar la edición original publicada en 1975. puede el hombre, hasta donde alcancen sus fuerzas, someter la naturaleza entera”1 . Por el contrario, si es a la naturaleza a quien le asignamos aquel carácter, entonces el hombre estaría obligado a someterse a ella, conformando su existencia a los dictados de la intrínseca finalidad de aquélla. La relación entre el hombre y la naturaleza debería obedecer, en un caso, a los ideales de una progresiva humanización de la naturaleza y, en el otro, a un creciente vivir conforme a las necesidades de ésta. ¿Pero es justa y correcta la base que nos lleva a plantearnos semejante alternativa? Si la revisamos críticamente, nos convenceremos de que ella parte del supuesto de considerar al hombre y a la naturaleza como seres separados, distintos y diversos entre sí... ¿Qué sucedería, en cambio, si partimos de otra base y de un supuesto diferente? ¿Mas qué significaría esto? Partir del supuesto de que el hombre y la naturaleza no son seres distintos, implica objetivarlos previamente como integrantes de una misma y única totalidad, dentro de la cual ellos funcionan y se comportan como ingredientes indiscernibles de ese todo. En efecto, esa indisoluble unidad se encuentra atestiguada no sólo por el hecho de que la naturaleza –tal como lo expresa Marx– es el “cuerpo inorgánico del hombre”2 , con el cual “debe permanecer en constante intercambio para no morir”3 , sino también por la manera en que la propia naturaleza se hace patente y queda incorporada a la función somático-existenciaria (que no simplemente inorgánica y física) de aquel cuerpo. En tal sentido, el cuerpo humano no es un elemento aislable y separable de la total estructura existenciaria del hombre, sino que, como inserto en ésta, también él funciona como ingrediente del total ser-en-el-mundo que distingue y orienta al comportamiento existencial del ente humano. En esta forma –inserto y funcionando dentro de semejante estructura– el cuerpo humano “es” naturaleza porque esa naturaleza constituye un ingrediente del ser-en-el-mundo que caracteriza a la estructura existenciaria primordial del ente humano. Pero este factum –sin que por ahora nos detengamos a extraer otras consecuencias– significa que la mencionada relación entre naturaleza y hombre no puede interpretarse con el clásico esquema del sujeto-objeto (como si se tratara de dos términos aislables y separables entre sí), sino como miembros indiscernibles de una totalidad en constante e indisoluble correlación. Por esto mismo, es de una base o de un supuesto semejante que debe partir cualquier reflexión, si quiere plantearse la eventual función teleológica (de medio a fin) en aquella correlación. 1 Kant, “Kritik der Urteilskraft”, parágrafo 84. 2 Marx, “Die entfremdete Arbeit”, Marx-Engels Gesamtausgabe, Bd. III, pág. 82. 3 Marx, Op. cit., pág. 87. II. Los Rostros de la Naturaleza Pero hemos iniciado la reflexión desde un enunciado puramente abstracto y ya es hora de que lo ilustremos descriptivamente. Esta labor, además de brindarnos la oportunidad de comprender mejor aquel enunciado, nos permitirá abordar la tarea de mostrar las diversas formas o modalidades en que la naturaleza se le hace patente al hombre en su ser-en-el-mundo. En su trato cotidiano con el mundo en torno, el hombre encuentra directa y espontáneamente a la naturaleza incorporada en aquellos entes que, como productos naturales, se le ofrecen bajo el perfil o aspecto de útiles, valga decir, como cosas que sirven para... Cueros, piedras, árboles, agua... son productos naturales que el hombre usa o utiliza para sus fines y propósitos concretos: comer, vestirse, comerciar, construir obras, fabricar otros entes. La naturaleza se hace patente como una totalidad o mundo de cosas-útiles y el hombre despliega, frente a ella, una visión y trato instrumental. El bosque sirve para talar madera, el río para transformarlo en energía, el paisaje para serenar el ánimo... La visión y el trato instrumental conducen al disfrute vital de la naturaleza. Semejante disfrute puede ser directo –vgr. la brisa sirve para refrescarnos, la lluvia para regar los campos, etc.–, o puede admitir una elaboración y transformación de los productos naturales: en base de ellos se construyen artefactos, utensilios, enseres, máquinas (de metales, movidos por fuentes de energía hidráulica, térmica, solar, etc.). En este caso, los productos naturales sirven como substrato o base para la creación de una nueva utilidad supra-natural: aquella que ofrecen los productos técnicos, a través de los cuales la naturaleza, como tal, se presenta retrayéndose... Una modalidad indirecta y embozada de este disfrute vital y visión utilitaria de la naturaleza es la representada por la actitud científica. La fruta que tiene frente a sí el botánico, o el molusco que examina el oceanólogo, no aparecen ni se presentan frente a ellos como posibles manjares, sino como objetos que reclaman su clasificación científica. Sin embargo... ¿han perdido, acaso, su perfil de útiles? Ciertamente que al ser vistos y tratados con la actitud descrita, no se busca en ellos la satisfacción de una directa y perentoria necesidad física, aunque la tarea de examinarlos y clasificarlos científicamente apunte a satisfacer un apetito de dominio sobre ellos, e, indirectamente, a proporcionar un beneficio o disfrute a través de su conocimiento. Vista y tratada en esta forma, la naturaleza y sus productos aparecen como aquello que es preciso conocer... para dominar. Esta voluntad de dominio –que emparenta y acerca el quehacer científico a la actitud propiamente técnica– puede adoptar variadas y sutiles modalidades hasta alcanzar su extremo límite en el teorizar puro o contemplativo4 . Si bien en semejante estadio el trato y la visión del hombre con respecto a la naturaleza y sus productos aparenta haber perdido todo nexo de utilidad y beneficio –convirtiéndose en un trato des-interesado y apareciendo la naturaleza y sus productos como objetos in-útiles– su verdadero fondo, sin embargo, continúa siendo alimentado y sostenido por una tácita o soterrada voluntad de dominio: aquella que impulsa al hombre a la búsqueda de la verdad para conquistar, mediante ella, un señorío sobre la naturaleza. La naturaleza se presenta entonces para el hombre como la esencial otredad desconocida, la que requiere conocer para ejercer posesión y dominio sobre ella. La existencia es conducida, en tales momentos, por otro de sus fundamentales apetitos: el disfrute del poder de la mente sobre lo que logra conocer y dominar mediante sus propios y refinados instrumentos... Pero el ser-en-el-mundo puede estar a veces inervado por ciertos temples –estados de ánimo, tonos afectivos, sentimientos, etc.– que despojan al correspondiente mundo de ese perfil instrumental que hemos descrito. Privados de su carácter de útiles (ya que pierden su inserción en un contexto de significatividad mundana instrumental) a través de los productos naturales se revela y patentiza entonces la naturaleza en su mismidad, como aquello que soterradamente los sostiene y nutre, y, en cuanto tal, como fundamento producente-originante de donde nace o mana la fuerza o impulso vital que manifiestan. Con esa instancia, desvelada y patente frente al hombre como otredad viviente, llega éste a identificarse mediante nexos simpatéticos de la más variada especie. ¿Pero bajo qué faz óntico-ontológica se revela aquella naturaleza y cómo es posible que ocurra esta identificación simpatética con ella? Despojados de su perfil de útiles, los productos naturales (y, a través de ellos, la naturaleza misma) no exhiben simplemente el aspecto de meras cosas –inertes o inanimadas– sino, al contrario, se patentizan como vivi-entes, insertos en el contexto de una totalidad activa, dinámica y vivi-ficante (Physis), que como fuerza o potencia los nutre, sostiene y dirige. Es con semejante fuerza, activa y vivi-ficante, que el hombre se identifica a través de nexos simpatéticos. La identificación ocurre bajo la genérica modalidad de una unificación empática de aquél con el curso o torrente vital de la naturaleza, en el cual llega a participar y a comulgar, no en el sentido de una comprensión noética e inteligible, sino bajo cierta forma de fusión vital. De tal manera, sin que esa otredad viviente llegue a ser una otredad existente (valga decir: un centro personal, un tú o un nos-otros) con el cual puedan establecerse lazos de comprensión 4 Cada una de las modalidades de visión y trato que hemos descrito supone e implica una transformación del correspondiente mundo que acompaña, en cada caso, a la estructura existenciaria básica del ser-en-el-mundo. La modalidad del teorizar puro o contemplativo exige, en cierta manera, una des-mundanización del mundo natural. Nos excusará el lector que no entremos a desarrollar ese tema –tan sugestivo como profundo– ya que ello nos alejaría de los limitados propósitos de esta Lección. noética-espiritual (amor, etc.), a través de aquella fusión se revela para el hombre toda una simbología mediante la que se manifiesta un “logos” –logos vital– de tanta complejidad como el propio logos dia-noético. La relación identificativa del hombre con esa otredad viviente no se verifica, sin embargo, como si se tratara de dos instancias distantes y distintas entre sí (un sujeto y un objeto), sino que ocurre y se desarrolla en función de una totalidad mundana abarcadora (el logos vital), bajo cuyo marco de común referencia, instantánea y súbitamente, por obra de la apertura provocada por el correspondiente temple existenciario (alegría, melancolía, angustia, etc.) sobreviene la fusión vital entre los vivi-entes. III. La Naturaleza y el Pro-yectar del Hombre Era necesario describir las diversas facetas que puede adoptar la naturaleza en su relación con el hombre –así como también insistir sobre el carácter esencial que muestra semejante relación– a fin de plantearnos nuevamente, desde la base ganada, el problema de su eventual teleología. Resulta ahora perfectamente claro que el esquema mediante el cual se objetiva a la naturaleza como un medio con relación al hombre –considerando a éste, por su parte, como un fin último– únicamente conserva algún sentido y mantiene su presunta validez dentro de un mundo con estructura instrumental, ya que sólo aquí los productos naturales exhiben un perfil de útiles y, como tales, pueden ser usados, empleados o manipulados por el hombre para satisfacer sus necesidades o ejercer su afán de dominio sobre la naturaleza. Sin embargo, también el sentido o valor absoluto de semejante esquema debe ser relativizado, puesto que no es al hombre, por sí mismo como si fuera una entidad autónoma, a quien puede adscribírsele la connotación de fin, sino que semejante finalidad se deriva de un pro-yecto mediante el cual el correspondiente mundo, en que se insertan tanto el hombre como la naturaleza, adquiere perfil instrumental. Ese pro-yecto, que articula al mundo y le confiere su total sentido, es perfectamente contingente y responde sólo a un fáctico modo de ser-en-el-mundo. Que semejante pro-yecto puede variar, alterarse y perder su sentido –quedando la eventual relación teleológica también modificada– lo demuestra el factum de la unificación empática que se experimenta a través de las descritas variantes existenciales del ser-en-el-mundo. Identificado el hombre con el substrato vivi-ficante de la naturaleza, viviendo a una con ella y fusionado vitalmente en su originaria fuerza... ¿puede, acaso, objetivarla como un medio? Al comulgar con su torrente y soterrado impulso, por el contrario, el hombre la experimenta como un organismo universal del cual se siente formar parte y frente a cuyas manifestaciones abriga un profundo respeto o reverencia. Pero, al igual que en la anterior modalidad, no es posible que aquí la naturaleza se connote o conceptúe como un fin último, por sí misma y en sí misma, ya que la actitud del hombre viene impuesta por un pro-yecto, si bien diametralmente opuesto al otro en su sentido, tan variable y contingente como aquél. O expresado de manera general: al concebirse la relación del hombre y la naturaleza en función de una estructura pro-yectiva, pierde eo ipso vigencia el pensamiento teleológico absolutizado. Ni el hombre, ni la naturaleza, pueden ser considerados como entes dotados de una finalidad intrínseca y autónoma, sino que tal característica proviene y se deriva del correspondiente pro-yecto de mundo dentro del cual ambos funcionan. Ahora bien: semejante pro-yecto de mundo tiene su asiento en la existencia, y, como tal, esa existencia posee una indiscutible preeminencia onto-lógica en cualquier análisis que pretenda esclarecer aquella relación. Habiendo sido retrotraída la relación teleológica al pro-yectar, cabe ahora preguntarse: ¿cuáles son, y a qué obedecen, los diversos pro-yectos que despliega la existencia en el trato del hombre con la naturaleza? Si bien esta pregunta aparenta inquirir lo ya sabido, lo que con ella se intenta, por el contrario, es buscar el fundamento ontológico-existenciario de lo que, hasta ahora, sólo ha recibido una ilustración fenomenológica. Existir quiere decir pro-yectar: estar abierto y pro-spectar lo ad-viniente: pro-poniendo, pre-viniendo, pro-gramando su futuro curso y posterior presencia. En semejante éxtasis temporario se despliega y desarrolla la existencia, configurando el correspondiente ser-en-el-mundo de acuerdo a un pro-pósito o designio que le confiere su correspondiente sentido existenciario. En todo pro-yectar, por eso, germina una previa posición o decisión, enraizada no sólo en lo que clásicamente se tiene por el dominio volitivo, sino en un subsuelo mucho más profundo y complejo: en el intrincado juego de los existenciarios. Brotando del oscuro seno de ellos, todo pro-yectar pre-viene y pre-vé lo ad-viniente, pro-poniendo su posible curso y pro-veyéndolo de su correspondiente sentido existenciario5 . Sin entrar en mayores y complicados dibujos analíticos, pudiéramos esbozar, a los fines que nos interesan, algunas modalidades de pro-spectar el hombre lo ad-viniente, 5 Pero se preguntará el lector: ¿qué es lo ad-viniente en la relación hombre-naturaleza? Lo ad-viniente es el mundo, como ámbito donde queda inserto el binomio estructural hombre-naturaleza en una peculiar relación (aquélla que hace posible y configura el pro-yecto de mundo). En razón de esto, el pro-yectar es considerado ahora el fundamento ontológico-existenciario de aquella relación. inspiradas y orientadas por diversos modos de su pro-yectar. En cada una de ellas, implícitamente, es posible adivinar la impronta de un pro-pósito distinto: 1º) Hay un primer modo de anticiparse a lo ad-viniente: pro-poniendo un pre-deteminado curso y sentido para ello con el designio de im-poner cuál debe ser la forma de manifestarse, la dirección, el tiempo, etc., en que deben presentarse los entes, sucesos, etc., que se insertan en su ámbito. Para cumplir este designio se pro-grama aquel curso: o-poniendo, inter-poniendo, pos-poniendo, descom-poniendo, sobre-poniendo los entes, fuerzas, etc., que lo integran y, obligándolos a insertarse globalmente en un pro-yecto planificado de mundo. El plan, en cuanto expresión del pro-yecto, responde al pro-pósito de anticiparse a lo ad-viniente haciendo que ello siga las directrices trazadas y calculadas previamente por el hombre a fin de someter, tanto la totalidad del mundo como los correspondientes entes intramundanos, a su dominio y señorío. 2º) Existe una segunda modalidad en la cual, en lugar de pretender im-ponerle un plan al curso y sentido de lo ad-viniente, el pro-yectar existenciario está inspirado por el pro-pósito de un dejarlo ser. Semejante pro-pósito conlleva que lo ad-viniente se acerque, desarrolle y actualice sin que nada se o-ponga, inter-ponga o sobre-ponga a su curso y a las manifestaciones de los entes y relaciones intramundanas que se insertan y despliegan en su ámbito. Por ello, este dejar ser implica que la existencia quede pasivamente ex-puesta y dis-puesta a aceptar lo ad-viniente como algo inevitable. 3º) Frente a las dos anteriores, existe una tercera modalidad de pro-yectar en la que éste, sin tratar de im-poner un dominio o señorío sobre lo ad-viniente, tampoco acepta pasiva y resignadamente su desenvolvimiento. En lugar de fomentar o-posiciones, contra-posiciones, etc., mediante este pro-yectar se dis-ponen de tal manera las manifestaciones de lo ad-viniente, que el mundo en total, así como los entes y relaciones intramundanas, se insertan y funcionan dentro de una armónica, dinámica y equilibrada com-posición. Esta com-posición, tal como se ha dicho, no es el resultado del simple dejar ser lo ad-viniente, sino el fruto de la activa participación de un pro-yecto que, sin im-poner líneas o directrices extrañas a su curso, guiado por una previa comprensión de la predisposición del mismo, dis-pone su armónica com-posición en el equilibrio de un sistema (sim-biosis). En este sistema, las relaciones entre los entes y fuerzas que lo integran no apuntan a un dominio o servidumbre mutuos, sino a un dejar ser lo otro, propiciando incluso el desarrollo de sus peculiares fuerzas, como condición indispensable para alcanzar la propia subsistencia. Por ello, en semejante contexto, cesa la nuda relación de medio a fin, la cual es suplantada por la que es característica de una totalidad unitaria en donde cada uno de los integrantes del sistema cumple simplemente una función en relación al todo. IV. Conclusiones Pero esclarecidas las bases pro-yectivas que sostienen las diversas formas que asume el trato del hombre con la naturaleza, cabe ahora preguntarse lo siguiente: ¿cuál es, entonces, la actitud que puede o debe adoptarse a fin de evitar que un falso esquema teleológico desvirtúe o destruya ese carácter funcional que parece insinuarse en aquella relación? No está destinada la presente Lección –permítanme decirlo así– a dar consejos, ni a trazar paradigmas. Su intención ha sido, simplemente, la de plantear un problema, tratando de esclarecer sus bases, con el objeto de que se comprendan los peligros a que se hallan expuestos, tanto la naturaleza como el hombre, cuando su relación se objetiva desde un falso supuesto. Las negativas consecuencias que de aquello se derivan –si se analizan fríamente las conclusiones a que hemos arribado– no han sido ni lejanamente conjuradas por el hecho de que hayamos divisado otro supuesto. Al contrario, aunque ahora puedan verse claramente las bases sustentadoras del esquema que objetiva a uno y otro término como medio y/o como fin, es también evidente que, brotando los correspondientes pro-yectos desde realidades existenciarias ínsitas en la constitución del ser humano, siempre e inevitablemente estará abierta la posibilidad de que el hombre objetive a la naturaleza como un simple medio (tratando, en este caso, de someterla a su dominio y servidumbre) o que, al contrario, adopte una actitud de ciego respeto y pasiva reverencia frente a ella. En el primer caso, el peligro radica en que el hombre se convierta en un alucinado conductor de sus procesos –sin importarle, siquiera, si con semejante actitud destruye la vida que la anima, transformándola cada vez más en algo inerte y muerto–, mientras que, en el otro caso, el riesgo consiste en dejarse sobrecoger por ella retrocediendo a oscuras e inaceptables formas de un trato mágico-religioso frente a sus manifestaciones. Pero ni endiosado conductor, ni temeroso pastor, debería ser el hombre frente a la naturaleza. Su actitud –si comprende que entre él y ella, como base de sustento común para su mutua condición de seres naturales, es necesario que aliente la vida– ha de ser la de un activo y atento guardián que sepa cuidar, orientar y propiciar el encuentro de ambos en esa común frontera donde deben comulgar cuando funcionan como indiscernibles com-ponentes de un sistema simbiótico. Ahora bien, dentro de un sistema semejante, sería funesto que el hombre, como tal, perdiera u olvidara su más característica y relevante condición como ser natural. ¿Qué quiere decir esto? En cuanto ser natural el hombre no es, meramente, un ser biológico, ni tampoco, únicamente, un animal. Frente al animal –y, por ende, frente a cualquier otro vivi-ente animado por el logos vital– el hombre es aquel ente que gracias a su espíritu o conciencia (ya se entienda éste como resultado de su constitución óntico-ontológica, o como simple configuración de la energía que anima la materia) es capaz de auto-objetivarse como un ser genérico, y, en cuanto tal, de trenzar bajo este módulo sus relaciones con la naturaleza. Comportarse y conducirse como ser genérico frente a la naturaleza significa objetivarla bajo la luz de semejante conciencia genérica y, como tal, no ver en sus productos simplemente algo que estrictamente necesita sólo el ser individual para vivir, sino aquello que debe cuidar, cultivar y reproducir como potencial usufructo de la especie. Pero esa condición de ser genérico –dotado de una conciencia genérica– bajo la cual se destaca ahora la relación del hombre con la naturaleza, nos conduce a una insoslayable conclusión. En efecto: en cuanto ser genérico, el trato y relación con la naturaleza convoca y obliga al hombre a convivir con sus semejantes y, bajo tal imperativo, esa naturaleza debe ser objeto de una normatividad social que prescriba el posible usufructo de sus bienes y productos. A partir de semejante perspectiva se comprende que la relación del hombre con la naturaleza supone e implica necesariamente una decisión política y que semejante decisión debe ser acorde con el correspondiente pro-yecto que ilumina su originaria actitud frente a ella. ¿Cuál puede ser, entonces, aquella decisión, si nos remitimos a las bases ya indicadas? Es evidente que, sólo partiendo de un esquema teleológico, y suponiendo los eventuales nexos de dominio y servidumbre que desde allí se justifican, puede llegarse a objetivar la naturaleza como una propiedad del hombre (sea en forma privada o colectiva). Por el contrario, si el hombre y la naturaleza se relacionan como simples y eventuales com-ponentes de un sistema simbiótico –sometido, como tal, a la facticidad e historicidad de la existencia– la naturaleza sólo puede ser objeto de una apropiación, contingente y transitoria, en relación al existente. Se apropia éste de aquélla mientras la trabaja, cultiva, cuida y reproduce (obteniendo el usufructo de sus bienes y productos), cesando tal apropiación cuando caduque o se anule, por natural finitud, la relación simbiótica. Es claro también que en esta relación simbiótica debe prevalecer –como indeleble nota o característica– la conciencia genérica del hombre. En tal sentido, en tanto aquella conciencia genérica conduzca al hombre a un tipo o modalidad de sociedad comunitaria como expresión y concreción de ella6 , la apropiación y usufructo de los productos naturales debe hallarse también regida por un signo semejante. La apropiación comunitaria de la naturaleza –aun partiendo de afirmar la relación del hombre y la naturaleza como un sistema simbiótico– debe, sin embargo, distinguir claramente dos tipos de productos o bienes naturales, cuya índole implica una modalidad 6 Cfr. Técnica y Humanismo. diferente en su correspondiente usufructo: aquellos que son susceptibles de aportar un beneficio a determinado grupo humano sin detrimento de la comunidad, y aquellos que, aun pudiendo traer tal beneficio, obstaculizan, debilitan o impiden el disfrute de la naturaleza a la comunidad en cuanto tal. Tomando en cuenta esto, toda decisión política que norme el usufructo comunitario de la naturaleza debe apuntar a su progresiva socialización, ya que la esencia misma del comunitarismo, brotando de la apuntada conciencia genérica del hombre, postula como indeclinable meta suya la continua y permanente ascensión del ser humano hacia la realización de un modelo de apropiación y disfrute de la naturaleza donde aquella conciencia se encuentre cada vez más arraigada. La realización histórica de semejante ideal debe cumplirse a través del trabajo comunitario del hombre en la naturaleza, ya que sólo mediante el trabajo puede justificarse la apropiación y usufructo de aquélla por éste. Trabajar la naturaleza –cultivarla, recrearla, reproducirla– no significa, en forma alguna, colocarla al servicio exclusivo de los fines de dominio del hombre, sino propiciar y potenciar el desarrollo de sus propias e inmanentes fuerzas, para que éstas actúen por sí mismas y co-laboren con el hombre en la producción y multiplicación de los productos y seres naturales, incrementando y fomentando así el reino de la vida. A través de esta co-laboración del hombre y la naturaleza, en su unidad simbióticaespiritual, es posible y factible esperar que se ilumine un nuevo camino que permita despejar las amenazas que se ciernen sobre ambos –y aun sobre la propia vida– a la altura de nuestro tiempo

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