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INTRODUCCIÓN AL MÉTODO

gabrielsoler8910 de Junio de 2015

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Observación y abstracción

Fijar un comienzo definido para establecer, a partir de allí, el nacimiento de un pensar científico, resulta tarea sin duda aventurada. Si bien es cierto que la ciencia, como actividad socialmente organizada, es privativa del mundo moderno, no puede desconocerse que ya se hacía ciencia, de algún modo, en la antigüedad, por lo menos en lo que se refiere a ciertos temas y áreas de conocimiento. La dificultad se presenta por el hecho de que lo científico -como modo específico del conocer- no surge de una vez perfilado y completo, sino que se va conformando en un proceso lento, generalmente discontinuo, en virtud del cual se desliga poco a poco del peso del mito, la religión, la leyenda y la especulación filosófica.

No obstante lo anterior pero obligados, por la fuerza de la exposición, a presentar un primer ejemplo, hemos decidido escoger el caso de la astronomía, la primera disciplina que logró organizar un conjunto sistemático de conocimientos y avanzar en el camino de lo que llamamos pensamiento científico.

Comenzaremos pidiendo al lector que haga uso de su imaginación para que nos acompañe en una experiencia intelectual que puede resultar fascinante: queremos que contemple -o que, si ello no es posible, se represente- un cielo estrellado, una límpida noche, como si no conociera en absoluto qué son las estrellas y planetas, como si no supiera nada acerca de la constitución de esos astros y de las vertiginosas distancias a que se encuentran de nosotros. Que se olvide por un momento de todo el saber astronómico que posea, de todos los datos [Para una definición más rigurosa del concepto de dato v. El Proceso de Investigación, Ed. Panapo, Caracas, 1994, pág. 117-8.] y teorías que conozca, y adopte una mirada ingenua. Que interrogue a esos increíbles puntos de luz, a la circular y familiar forma de la Luna, y se concentre en contemplarlos con detenimiento.

Si logra hacerlo, si puede desprenderse por un momento de la actitud mental del hombre contemporáneo, estará en condiciones de entender quizás el sentimiento inefable que originó tantas cosmogonías y religiones, los mitos de tan diferentes culturas, algunas preocupaciones constantes de filósofos, teólogos y poetas. Podrá iniciarse, también, en un camino que nos lleva, casi directamente, hasta lo que hoy llamamos el pensamiento científico, porque la astronomía es, históricamente, una de las primeras construcciones intelectuales de la humanidad que puede llamarse ciencia. Esta aventura singular y sugerente del espíritu comenzó por un proceso que, en rigor, lleva hoy el nombre de observación sistemática. Veamos en qué consiste.

1.1 La Observación Astrónomica: Sus Inicios

El objeto por antonomasia de la observación astronómica lo constituye la llamada bóveda celeste. Ante ella, por cierto, caben infinitas preguntas. Para quien no conociese ninguna explicación o teoría sobre el cielo los plurales puntos de luz, caprichosamente dispuestos, la irregular presencia de la Luna, los movimientos observables durante el curso de una sola noche, constituían un poderoso estímulo para la curiosidad: ¿qué eran esas silenciosas fuentes de luz?, ¿por qué algunas resultaban más brillantes que otras, o de diferentes colores?, ¿donde, a qué distancia se encontraban? Es probable que nuestros remotos antepasados se hayan formulado éstos y otros interrogantes similares, experimentando un sentimiento de perplejidad que es casi imposible reconstruir en nuestros días. La forma de alcanzar las respuestas no estaba, evidentemente, al alcance directo de quien formulara las preguntas. Era imposible acercarse a esos prodigiosos objetos, manipularlos o interrogarlos, como sí en cambio se podía hacer con los minerales o con los seres vivos. No quedaba otra alternativa que proceder pacientemente, contemplando noche a noche el mismo espectáculo perturbador a la espera de encontrar algún modo de comprenderlo mejor.

Pero si la contemplación era atenta, concentrada en su objeto, y si se hacía de un modo regular y sistemático, se podían alcanzar algunas informaciones de interés, ya que no la respuesta a las fundamentales preguntas anteriores. Se podía percibir que los puntos de luz mantenían entre sí sus distancias aparentes, conservando su disposición mutua, y que parecían trazar ciertos dibujos o configuraciones estables, fácilmente reconocibles. Esto último resultaba más sencillo si se adoptaba el recurso de construir sobre ellos imaginarias figuras, de tal modo que podían verse en el cielo, con un poco de imaginación, animales, personajes mitológicos y formas humanas. Aún hoy perduran estas sencillas guías del reconocimiento astronómico, las llamadas constelaciones.

La observación detectaba otro fenómeno curioso, si se prolongaba al menos durante buena parte de la noche: desde el atardecer hasta el siguiente amanecer todo el conjunto de constelaciones iba moviéndose lentamente, como si se desplazara una gigantesca esfera en la que estuviese contenido. Noche tras noche el espectáculo era el mismo, con el mismo imperceptible pero seguro movimiento, pero podía advertirse además que las figuras del cielo aparecían cada vez como desplazadas, en el mismo sentido que el anterior, aunque sólo mínimamente: el movimiento nocturno se repetía pero como si comenzara cada noche un poco "adelantado" con respecto a la precedente. Por último, después de un tiempo bastante prolongado, y que coincidía muy exactamente con la posición del sol al atardecer y con los cambios climáticos de las estaciones, todo el conjunto de los astros terminaba por dar una vuelta completa, empezando a girar nuevamente desde el mismo punto. Para comprobar mejor este fenómeno resultaba preferible comenzar la observación ape-nas las estrellas aparecían en el cielo, es decir, inmediatamente después del crepúsculo. Y de ese modo se podía percibir también otro hecho interesante: el sol no se ponía -ni salía- siempre por el mismo sitio del horizonte, sino que se desplazaba sobre éste un poco cada día, en un movimiento cíclico que tenía el mismo ritmo que el de las estrellas y que marcaba una periodicidad alrededor de la cual todo parecía organizarse.

La observación regular, paciente y sistemática, mostraba también otro fenómeno notable: entre los muchos puntos de luz que podían verse había algunos que se comportaban de un modo anómalo. No eran más que cinco, aunque entre ellos estaban los más brillantes del cielo, aquellos que no se mantenían dentro de las constelaciones establecidas siguiendo los dos tipos de movimiento mencionados. Estos puntos errantes perecían recorrer caminos diferentes, avanzando en ocasiones más rápida o más lentamente que el conjunto restante o mostrando a veces un desplazamiento que, relativamente, tenía un sentido contrario. Los griegos los llamaron por eso planetas -lo que en su lengua singificaba errantes o vagabundos- atribuyéndoles propiedades especiales en concordancia con su peculiar comportamiento.

Estos conocimientos fueron estableciéndose a través de una labor de recolección de información que requirió, como es fácil suponer, muchísimo tiempo. Pero era un esfuerzo que rendía sus frutos, ya que no sólo ponía al hombre en la senda de averiguar la misteriosa constitución del universo que habitaba, sino que proporcionaba además informaciones de valor práctico y concreto: el conocimiento de los cielos permitía orientarse en los viajes y preparar las cosechas, iniciar la aventura de la navegación nocturna y prever el desplazamiento de los rebaños y las aves. El ritmo global que seguían los astros tenía una importancia singular para comprender los ciclos de la vida natural, porque ese período fijo que se repetía regularmente, el año solar, permitía anticipar los cambios de las estaciones, el ciclo reproductivo de las plantas y los animales, el clima, las crecidas de los ríos y muchos otros fenómenos más. Por eso la organización del tiempo en un sistema capaz de abarcar tanto los cambios del cielo como los de la naturaleza, la elaboración de un calendario, resultó un punto crucial para casi todas las culturas humanas y, desde la antigüedad, se le dedicaron ingentes esfuerzos. Tener un calendario confiable, un registro capaz de predecir, de algún modo, lo que habría de suceder, era una herramienta de primer orden para organizar las actividades diaria y para lograr el aprovechamiento de los recursos indispensables para la vida. Pero era algo más: era la percepción de que existía una especie de orden en todas las cosas, una armonía general que incluía al hombre y a lo que lo rodeaba, un cosmos organizado y no un caos incomprensible.

Durante milenios diversos pueblos acumularon estos datos y fijaron los primeros conceptos surgidos de la observación astronómica. Por fin, en la Grecia clásica, hace más de dos mil quinientos años, se lanzaron las primeras hipótesis de que tengamos noticias en cuanto a explicar lo que acontecía más allá de la Tierra. Fue en la región de Jonia, de acuerdo a los testimonios que poseemos, donde primero se inició un pensamiento diferente, que se interrogaba acerca del sentido del movimiento de los astros y que proponía además modelos explicativos del comportamiento del cosmos. La misma palabra cosmos, como denotación de una totalidad organizada -por oposición a caos- proviene de allí, de los filósofos que llegaron a pensar que el Sol y las estrellas eran gigantescas piedras ardientes, que la Tierra era una enorme esfera o que, inclusive, ésta se desplazaba alrededor del Sol. [Para una discusión más extensa sobre el concepto de cosmos, inspirador de la obra de Humboldt y de muchos otros autores, v. Sagan, Carl, Cosmos, Ed. Planeta, Barcelona, 1982.]

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