ÉTICA Y GLOBALIZACIÓN
samanthabazangTesis1 de Abril de 2015
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ANALISIS DE LECTURA
Curso : Comercio global y competitividad
Profesor : Dr. Antonio Huapaya Huapaya
Alumno : Bazan Güere Samantha Pamela
Aula : 615 / 63N
2015
ÉTICA Y GLOBALIZACIÓN
Carlos A. Manfroni
Abogado
Presidente de la Fundación Ética Pública, en la República Argentina
Consultor: Derecho Público y políticas institucionales
Consultor internacional: Aplicación de la Convención Interamericana
Contra la Corrupción en Panamá, Nicaragua y Guatemala
Director del sitio web "Políticas Mundiales"
manfroni@worldpolicies.com
http://www.worldpolicies.com
En todos los lugares y por todos los medios escuchamos hoy hablar de la globalización y de sus consecuencias. Quizá como nunca en la Historia, el hombre busca obtener el sentido de la Historia.
Desde los más críticos a los más entusiastas, desde los manifestantes de Seatle contra el FMI hasta los operadores de Wall Street, todos parecen ser conscientes del comienzo de una era verdaderamente novedosa. ¿Pero qué consecuencias tiene la globalización en la práctica moral de los hombres, de las instituciones y de los Estados? Al fin y al cabo, ésta es la pregunta que ha sobrevivido a los siglos y una de las pocas que verdaderamente importan.
Digámoslo de una vez, sin hipocresías ni eufemismos. Sin el vertiginoso movimiento de capitales de un país a otro que se ha desatado a partir de la más fabulosa revolución en las telecomunicaciones de todos los tiempos, ni siquiera hubiéramos comenzado a hablar de una Convención Interamericana Contra la Corrupción, de otra para combatir el soborno transnacional y de tantos compromisos internacionales destinados a restringir las prácticas corruptas y a promover parámetros éticos similares para todos los países.
Entre 1984 y 1997, los flujos de capital en las naciones en desarrollo, los países en transición y las economías recientemente industrializadas, treparon desde 15.200 millones de dólares hasta 173.700 millones.1
En 1990, las inversiones extranjeras directas en los países de media y baja renta eran de 24.000 millones de dólares; pero en 1996 esa magnitud había trepado a 120.000 millones.2
El total de las exportaciones mundiales era de 225.000 millones de dólares en 1968, y llegaron hasta 5.546.000 millones en 1997.3
Las comunidades del mundo de hoy no se preguntan a quién pertenecen los capitales sino en qué país se asentarán, que es lo mismo que preguntarse dónde el dinero generará fuentes de trabajo y a qué Estado pagará impuestos que puedan aumentar el nivel de vida de una nación.
Esta posibilidad de los capitales de trasladarse de un país a otro está comenzando a obligar a los gobiernos a prestar mayor atención al Derecho Internacional, a la ortodoxia económica y a la necesidad de ofrecer cuanto menos una imagen más ética y prolija a los potenciales inversores.
Los Estados no pueden ya encerrar a los capitales dentro de sus fronteras y eso los obliga a ser buenos anfitriones antes que carceleros o reguladores arbitrarios de las libertades ajenas.
Las estrictas y engorrosas regulaciones orientadas a conseguir pedidos de excepción mediante las peores prácticas están cediendo paso a políticas destinadas a seducir a los capitales para que se asienten en un territorio donde se les promete respeto, estabilidad, transparencia y reglas de juego parecidas a las de los países desarrollados.
Tales circunstancias han vuelto la mirada de los gobiernos hacia el Derecho Internacional, al cual el Estado decimonónico observaba con cierto desprecio y hasta discutía su carácter de "orden jurídico" debido a su supuesta falta de sanciones.
Hoy, las sanciones implícitas del Derecho Internacional representan el aislamiento de una nación, que es lo peor que puede ocurrirle a un país en el mundo globalizado.
La revalorización del "derecho de gentes" no se limita al terreno económico. Los derechos humanos, la lucha internacional contra el terrorismo, contra la droga, el lavado de dinero y la corrupción han debido ser tomadas en serio por Estados que antes se burlaban de la comunidad de naciones.
Entre 1996 y 1997, la mayor parte de las naciones de occidente y algunas de oriente firmaron compromisos expresos contra la corrupción. En 1996 lo hicieron 22 países de América con la Convención Interamericana Contra la Corrupción. En 1997, casi toda Europa, varios países de América y de Asia, firmaron la Convención para Combatir el Soborno de Funcionarios Públicos Extranjeros en la Transacciones Comerciales Transnacionales.
Los cuerpos intermedios, aplastados a partir del aparato público europeo y latinoamericano nacido de la Revolución Francesa, están resurgiendo bajo la forma de organizaciones no gubernamentales. La causa de ese resurgimiento debe buscarse, precisamente, en la disminución del papel del Estado tradicional y el mayor respeto a los derechos humanos que el nuevo orden mundial reclama a los gobernantes.
Hay un refrán popular que sostiene que "en el pecado está la penitencia". El Estado del siglo XX impuso condiciones clandestinas a los capitales por medio de la corrupción. Esa corrupción, sumada a las aventuras bélicas, llevaron a la quiebra a los Estados, los cuales se vieron ante la necesidad de acudir al financiamiento externo. Hoy, los capitales ponen condiciones a los Estados, pero no son ya las condiciones clandestinas de la corrupción, sino condiciones institucionales. Paradójicamente, esas condiciones no son tan malas como creen los manifestantes de Seattle.
Ellas consisten en transparencia, ética pública, equilibrio fiscal, estabilidad monetaria y respeto a los derechos humanos. ¿Es malo todo eso?
La ética personal
No sólo la ética pública parece haber sido revalorizada por la globalización. La ética personal tiene, al menos, una oportunidad de fortalecerse merced a la muerte de las ideologías, propias de una etapa en la que toda actividad humana parecía demandar de manera insustituible al Estado.
La política de los siglos XIX y XX parecía no contar más que con el partido político para la participación de los ciudadanos en la vida comunitaria. Al menos, eso ocurría en Europa y en América latina. Los partidos se formaban en torno de ideologías, verdaderas construcciones integrales, concebidas para dar solución a la totalidad de los problemas de una nación o aún del mundo. Se trataba, nada más y nada menos, que de llevar la ideología hacia la cima del sistema público y, desde allí, transformar a la totalidad de la realidad según el molde de la concepción dominante.
Bajo tal esquema, las virtudes personales fueron relegadas a un segundo o tercer plano. No importaba tanto el comportamiento ético de una persona sino cuál era la ideología a la cual esa persona adhería. De tal modo, los actos más aberrantes practicados por los opositores aparecían justificados cuando eran cometidos por los simpatizantes de una misma corriente de pensamiento.
Naturalmente, un sistema semejante necesariamente debía culminar en un alto grado de confrontación y no porque sí el siglo XX fue uno de los más sangrientos de la Historia, cuna de los mayores totalitarismos.
Hoy que las ideologías se han estrellado contra la realidad, el mundo ha comenzado a valorizar los principios comunes a todos los pueblos, cuya parte sustancial se expresa en el derecho de gentes, y el relativismo moral está perdiendo terreno a pasos agigantados.
Estas circunstancias no desarrollarán automáticamente la virtud, pero al menos generan para ella un mejor clima de crecimiento.
El renacimiento de organizaciones de la sociedad civil está mostrando otra vez al mundo que la solidaridad se puede expresar directamente, de persona a persona, de grupo a grupo, sin esperarlo todo del Estado.
Las virtudes religiosas, absorbidas muchas veces y hasta confundido su lenguaje con el de las ideologías durante el siglo XX, están experimentando un fortalecimiento, hoy que se ha visto el fracaso de la política en su pretensión de abarcar todos los aspectos de la vida humana.
Los peligros
Frente a este panorama de optimismo, no pueden dejar de señalarse los graves peligros que la hora actual conlleva.
La droga maneja en el mundo algo así como 500.000 millones de dólares al año, según algunas estimaciones que bien podrían no haber medido el fenómeno en toda su magnitud. Ese mal está arrasando, en sí mismo, con la juventud y su estabilidad emocional y moral. Pero además, está generando un monstruo capaz de arrasar con el sistema capitalista, que es el lavado de dinero.
Como se sabe, el lavado de dinero es un procedimiento destinado a dar apariencia legítima a fondos que proceden del crimen organizado, en buena medida, del narcotráfico. A tal fin, el dinero del lavado adquiere negocios legítimos y simula ganancias que en realidad encubren el verdadero origen de los ingresos.
Por cierto, las empresas explotadas con tales fines no obtienen su ganancia de la propia producción, sino del encubrimiento de actividades ilícitas. Poco puede importar a esas compañías la ganancia obtenida por la lógica diferencia entre el costo y la venta de los bienes y servicios que producen. Antes bien, estarán en condiciones de vender por debajo de sus costos, derribar sectores enteros de la economía y adueñarse de ellos. El capitalismo real corre así el riesgo de ser desplazado por un capitalismo virtual.
El fin de
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