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Actividad metacognición español 3 etapa 1


Enviado por   •  26 de Agosto de 2018  •  Ensayos  •  6.261 Palabras (26 Páginas)  •  199 Visitas

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Metacognición – Etapa 1AGO-DIC 2018        Literatura                Lic. Mikhail Carbajal

Instrucciones:

  1. Leer TODOS los siguientes cuentos, ELEGIR EL QUE MÁS TE HAYA GUSTADO y elaborar un cuadro comparativo en tu libreta donde incluyas:

Título

Autor

Tema

Personajes

(Protagonista, Antagonista(si lo tiene), y secundarios)

Tipo de narrador

Ambiente

Tiempo

  1. Escribir en un comentario mayor a 5 renglones por qué elegiste ese cuento, y dar una valoración crítica del mismo.
  2. Elaborar un glosario de al menos 5 palabras con su definición.

Cuento 1: La noche de la gallina – Francisco Tario

Cuento 2: Algo muy grave va a pasar en este pueblo – Gabriel García Márquez

Cuento 3: Llamadas telefónicas – Roberto Bolaño

Cuento 4: Albricias en Otoño – Míkel F. Deltoya

Cuento 5: La artista – Patricia Highsmith


La noche de la gallina – Francisco Tario[pic 1]

—Los hombres son vanos y crueles como no tienes idea —me decía hace casi un siglo una gallina amiga, cuando todavía era yo joven y virgen, y habitaba un corral indescriptiblemente suntuoso, poblado de árboles frutales. —Lo que ocurre —objeté yo, sacudiendo mi cola blanca— es que tú no los comprendes; ni siquiera te has cuidado de observarlos adecuadamente. ¡Confiesa! ¿Qué has hecho durante la mayor parte de tu existencia, sino corretear como una locuela detrás de tus cien maridos y empollar igual que una señora burguesa? ¡El hombre es un ser admirable, caritativo y muy sabio, a quien debemos estar agradecidas profundamente!

Esto decía yo hace tiempo; no sé cuántos meses. Cuando aún me dejaba sorprender por las apariencias, rendía culto a los poetas y llevaba minuciosamente clasificadas en un cuaderno las características de los petimetres que me perseguían. Cuando mi cresta era voluptuosa cual un seno de mujer, y mi cola, artística, poblada. Cuando dormía en posturas graciosas y, al crepúsculo, languidecía bajo la influencia inefable de las encinas. Decía esto —entre otros motivos más graves— porque mi amo era muy cordial conmigo y solía conducirme a los rincones más apartados de la finca, con objeto de obsequiarme los residuos de los banquetes y otras golosinas menos importantes.

Hoy no. Hoy pienso de otro modo. Heme aquí confinada en una celda tenebrosa, condenada a muerte. ¿Creen que no lo adivino? ¿Creen los hombres que por ser diminutas y estar cubiertas de plumas, no tenemos las gallinas nuestro corazoncito, nuestra sensibilidad y nuestro entendimiento?

Me apresaron al atardecer. Paseaba yo con una amiga por el sendero de las coles. Soplaba una cautivadora brisa. Íbamos charlando de mil cosas triviales y picoteando, ora un rábano, ora una fruta caída, cuando se entreabrió la puerta fatídica y apareció el cocinero. Nunca me simpatizó este hombre. Es un tipo grueso, perverso, de epidermis muy roja, con un bigote cuadrado y un delantal demasiado largo, tinto en sangre generalmente. De ordinario, salta al corral con un cuchillo en la mano y se contonea por entre los árboles, berreando siempre la misma tonada. Cuando alguien osa acercársele, toma la primera estaca o piedra que ve a su alcance y la arroja contra el intruso.

En seguida corta una ciruela o un albérchigo y, tras de frotarlo contra su trasero, lo engulle, escupiendo la piedra a gran distancia... Pues bien, llegó el cocinero y me fue persiguiendo taimadamente por la vereda de las coles. Tan pronto llegamos a la tapia —¡oh, perfumada muy lindamente por las enredaderas de Bécquer!— me atrapó con sus manazas de simio, sujetándome por las alas. Me introdujo en la casa, hizo girar la puerta de un cuarto muy tétrico y me lanzó al aire, cual si se tratara de una avioneta.

Caí como mejor pude y tardé mucho tiempo en moverme. Aquí estoy, en consecuencia, sola, en tinieblas, sin un galán indómito que se aventure a rescatarme. Sola con mis reminiscencias, con mi pasado turbulento, con mi angustia loca, con mi cresta ya no tan voluptuosa y mi pechuguita tierna.

"Posiblemente —cavilo— me reste una noche de vida: doce horas: varios cientos de minutos... Si me pusiera a contar desde ahora, no llegaría a treinta mil seguramente." Suspiro y prosigo, dejando que mis pensamientos fluyan, fluyan, como una bandada de canarios. "¡Cuan crueles y vanos son los hombres! ¿Por qué nos asesinan? ¿Por qué nos comen? ¿Qué daño les he hecho yo, por ejemplo? ¿Qué grave trastorno o qué perjuicio irreparable les he ocasionado...? Les he dado huevos frescos, cría; los he recreado con mi canto; les he anunciado el mal tiempo, el bueno —tal vez con mayor exactitud y armonía que los maestros cantores—, la presencia de un ladrón.

No me he enfermado nunca; por el contrario, siempre podía admirárseme pizpireta, complaciente, muy limpia, tomando el sol a toda hora del día, meciendo mis alas níveas, que un joven galante comparó una vez con las de un cisne. He servido también de modelo a cierto pintor impertinente que profanó nuestros dominios. Me han retratado los chiquillos, he respetado la siembra, no he herido, injuriado a nadie. Jamás hice un mal gesto. ¿Qué culpa es, pues, la mía? Y sin embargo, van a inmolarme, van a comerme." Me estrujará el cocinero entre sus garras inicuas e irá arrancando a puñados mis plumas finas, mis plumas albas, que tan celosamente he cuidado. Me las arrancará, sí, con la avidez de un enamorado que deshoja una margarita, y las irá arrojando a un cubo lleno de sangre —abollado, fétido—, cual si se tratara de algo despreciable e inmundo. Me desprenderá el cuello de un tajo, y mis ojitos pardos, mis ojitos picaros — que otro galán comparó con los de una gacela— se obscurecerán definitivamente. Mis piernas doradas y elásticas caerán por tierra como las ramas secas de un árbol... y las comerán los cerdos —¿quién iba a pensarlo?— los cerdos: esa especie de hipopótamos color de rosa que liban sus propios orines y jamás alzan la jeta, temerosos de vaciarse un ojo. Bien asada, me acomodarán en una fuente de loza y me transportarán a la mesa, humeante, guarnecido mi cuerpecito con zanahorias, trufas o espárragos. Y es tal la crueldad de los hombres, tal su sadismo, que quizá respeten mi forma y me presenten así enterita, sin plumas, en cueros, exhibiendo para deleite de todos mi inocente vergüenza. Los invitados se relamerán de gusto, no importa que entre ellos se cuente algún filósofo o canónigo.

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