El Medico De Lhasa
jessica89899 de Diciembre de 2012
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Hacia lo desconocido
Nunca me había sentido tan helado, tan sin esperanzas y desgraciado.
Incluso en los desolados páramos de Chang Tang, a seis mil metros o más
sobre el nivel el mar, donde los vientos bajo cero y cargados de arena fustigaban
y arañaban la piel descubierta hasta hacerle sangre, me había sentido
más protegido que ahora. Aquel frío no era tan doloroso como el miedo
helado que atenazaba mi corazón -pues abandonaba mi amada Lhasa-, al
volverme y ver por debajo de mí aquellas diminutas figuras sobre las techumbres
del Potala y por encima de ellas una cometa solitaria meciéndose
en la leve brisa e inclinándose hacia mí como si dijera: «Adiós; los días en
que volabas en las cometas se han terminado, y ahora te esperan asuntos
más serios». Para mí, aquella cometa era un símbolo: una cometa en la inmensidad
azul, unida a su hogar por una fina cuerda. Me iba hacia la inmensidad
del mundo que hay tras el Tibet, yo también sostenido por la fina
cuerda de mi amor por Lhasa. Me dirigí hacia el extraño y terrible mundo
más allá de mi pacífico país. Se me apretó el corazón cuando le volví la espalda
a mi ciudad y, con mis compañeros de viaje partí para lo desconocido.
Ellos también se quedaron tristes, pero tenían el consuelo de saber que
después de dejarme en Chungking a unas mil millas, podían regresar a casa.
Regresarían y en el viaje de vuelta les estimularía pensar que a cada paso
que daban estaban más cerca de Lhasa. Yo, en cambio, tenía que continuar
viendo países extraños, gente nueva y pasando por experiencias cada
vez más ajenas a mi mundo tibetano.
La profecía que hicieron sobre mi futuro cuando tenía siete años había
predicho que ingresaría en una lamasería, que empezaría preparándome para
chela, que luego pasaría a ser trappa y así sucesivamente hasta que pudiera
examinarme para lama. Des pués, según dijeron los astrólogos, tendría
que abandonar el Tibet, dejar a mis padres y todo lo que yo amaba para ir a
lo que nosotros llamábamos la China bárbara. Estudiaría en Chungking para
completar mi educación de médico y cirujano. Según los sacerdotes astrólogos,
me vería implicado en guerras, me harían prisionero extrañas gentes
y tendría que vencer toda tentación y todo sufrimiento para dedicarme a
ayudar a los necesitados. Me dijeron que mi vida sería dura y que el sufriEl
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miento, el dolor y la ingratitud habían de ser mis constantes compañeros.
¡Cuánta ra zón tenían!
Con estos pensamientos en mi mente -y no eran en absoluto alegresdi
la orden de proseguir nuestro camino. Como precaución, en cuanto perdimos
de vista a Lhasa, nos apeamos de nuestros caballos y nos aseguramos
de que estaban cómodos y de que las sillas no quedaban demasiado
apretadas ni que ya se estuvieran aflojando. Nuestros caballos habían de ser
nuestros fieles compañeros durante el viaje y teníamos que cuidar de ellos
por lo menos tanto como de nosotros mismos. Atendidos esos detalles y
consolados al saber que los caballos iban a gusto, volvimos a montar y, con
la vista puesta resueltamente en el horizonte, proseguimos.
Fue a principios de 1927 cuando salimos de Lhasa y nos dirigimos
lentamente hacia Chotang, a orillas del Brahmaputra. Sostuvimos varias
discusiones sobre qué ruta sería la más conveniente. El Brahmaputra es un
río que conozco bien, pues volé por encima de sus fuentes en una estribación
del Himalaya cuando tuve la fortuna de volar en una de las cometas
que llevan pasajeros. En el Tibet considerábamos a ese río con gran respeto,
pero esta reverencia nada era para la que se le tenía en otros sitios. A
centenares de kilómetros de su desembocadura, en la bahía de Bengala, se
le tenía por sagrado, casi tan sagrado como Benares. Se nos decía que el
Brahmaputra era el que forma la bahía de Bengala. En los días primitivos
de la historia, era un río rápido y profundo y, mientras fluía casi en línea
recta desde las montañas, dragaba el suave suelo y formaba la maravillosa
bahía. Seguimos el curso del río por los pasos montañosos hasta Sikang. En
los días antiguos y felices, siendo yo muy joven, Sikang formaba parte del
Tibet, era una de sus provincias. Entonces los ingleses hicieron una incursión
en Lhasa y los chinos se animaron a la in vasión y capturaron Sikang.
Entraron en esa región de nuestro país con intenciones asesinas. Mataron,
violaron, saquearon, y se quedaron con Sikang. Instalaron allí funcionarios
chinos. Los que habían sido expulsados de otros sitios eran enviados a Sikang
como castigo. Desgraciadamente para ellos, el Gobierno chino no los
apoyaba. Tenían que arreglárselas lo mejor que podían. Vimos que estos
funcionarios chinos eran como marionetas, hombres ineficaces de los que
se reían los tibetanos. A veces fingíamos obedecerles, pero sólo por cortesía.
En cuanto volvían la espalda, hacíamos lo que nos apetecía.
Nuestro viaje continuó lentamente. Llegamos a una lamasería en donde
podíamos pasar la noche. Como yo era lama, incluso un abad, una Encarnación
Reconocida, nos dieron la mejor acogida de que eran capaces los
monjes. Además, yo viajaba con la protección personal del Dalai Lama y
esto pesaba mucho para ellos.
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Seguimos hasta Kanting. Ésta es una ciudad-mercado de sobra conocida
por las ventas de yaks, pero, sobre todo, como centro exportador del té
que nos gusta tanto a los tibetanos. Ese té venía de China y no eran las
hojas corrientes de té sino más bien un compuesto químico. Contenía té,
pedacitos de twig, soda, salpetre y algunas cosas más, porque en el Tibet no
abundan tanto los alimentos como en algunos otros países, de modo que
nuestro té había de servirnos como una especie de sopa a la vez que como
bebida. En Kanting el té era mezclado y lo presentaban en bloques o «ladrillos
» como se les suele llamar. Esos eran de tal tamaño y peso que podían
cargarse en los caballos y después en los yaks que los transportaban cruzando
las altas cordilleras hasta Lhasa. Allí lo vendían en el mercado y así
se distribuía por todo el Tibet.
Los «ladrillos» de té tenían que ser de tamaño y forma especial y habían
de ir empaquetados de manera también especial, para que si un caballo
tropezaba en un peligroso desfiladero y se caía con el té al río, no se estropeara
éste. Los «ladrillos» iban empaquetados con una piel sin curtir y entonces
se les sumergía en agua. Después se les ponía a secar al sol sobre las
rocas. Al secarse se encogían asombrosamente, quedando el contenido absolutamente
comprimido. Tomaban un color marrón y quedaban tan duros
como la baquelita, pero mucho más resistentes. Estas pieles, una vez secas,
podían rodar por una pendiente mo ntañosa sin sufrir el menor daño. Podía
uno lanzarlo a un río y dejarlo allí un par de días. Cuando se les extraía del
agua y se les secaba, aparecían intactos, pues el agua no entraba en ellos. Y
el té se empleaba mucho como moneda. Si un mercader no llevaba dinero
encima podía romper un bloque de té y utilizarlo como dinero. Mientras se
llevaran «ladrillos» de té no había que preocuparse por el dinero suelto.
Kanting nos impresionó con su torbellino mercantil. Estábamos acostumbrados
sólo a Lhasa, pero en Kanting era muy distinto porque en esta
ciudad había gente de muchos países: del Japón, de la India, de Birmania y
nómadas de detrás de las montañas de Takla. Anduvimos por el mercado,
mezclados con los traficantes, y escuchamos la algarabía de idiomas tan diferentes.
Nos codeamos con los monjes de diversas religiones, de la secta
Zen y otras. Luego, admirados de tantas novedades, nos dirigimos hacia
una pequeña lamasería cercana. Allí nos esperaban. Es más, nuestros anfitriones
estaban ya preocupados porque no llegábamos. Les explicamos que
habíamos estado algún tiempo curioseando por el mercado. El Abad nos
dio la bienvenida con gran cordialidad y escuchó con avidez lo que le contamos
sobre el Tibet, pues veníamos de la sede de la cultura, el Potala, y
éramos los hombres que habían estado en las mesetas de Chang Tang y
habíamos visto grandes maravillas. Nuestra fama nos había precedido.
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Al día siguiente, por la mañana temprano, después de asistir a los servicios
del templo, volvimos a ponernos en camino lle vando una pequeña
cantidad de alimentos y tsampa. El camino era sólo una senda polvorienta
muy elevada. Abajo había árboles, más árboles de los que ninguno de nosotros
había visto nunca. Algunos quedaban ocultos en parte por la neblina
que formaban las salpicaduras de unas cataratas. Unos rododendros gigantescos
cubrían también la garganta mientras que el suelo quedaba
...