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El sueño del gato


Enviado por   •  14 de Octubre de 2019  •  Trabajos  •  616 Palabras (3 Páginas)  •  128 Visitas

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Taller de Comunicación oral y escrita (Corrección)

El sueño del gato (fragmento)

Por Fernando Garavito

La obra maestra de la creación no es el sapo: es el gato. Cuando se acuesta en el sillón más cómodo de la casa, sueña un sueño que no tiene figura, pero que mueve en su ánimo -y en sus garras- el deseo de una cacería atávica. Hay algo que lo sacude a fondo, que lo pone en una comunicación misteriosa con algún lugar perdido en la memoria, con una carne que se desgarra, que expele, tal vez, un espeso olor lleno de pánico y de provocaciones. El gato entierra la cabeza entre los cojines, estira las patas delanteras en un gesto que alguien podría confundir con una manifestación de bienestar bajo el sol matutino, y saca las poderosas uñas retráctiles que brillan hacia la luz con su opaco color de marfil antiguo. Está dormido. La cola descansa sin expresión alguna pero las orejas, de las que alcanzo a ver su puntiaguda área superior siempre atenta, oyen los profundos sonidos de la selva. En ellas hay estruendo de cacatúas y de micos bullangueros, hay también el sigiloso deslizarse de las víboras y los colores tornasolados de los papagayos y los atardeceres. Afuera brilla la luz de un día maravilloso, pero él, el gato, es un tigre atento a la puesta del sol para iniciar la cacería por el descampado vecino para dejar atrás las enmarañadas lianas y los bejucos inextricables con el propósito de lanzarse veloz tras las bestezuelas que en este mismo momento saben que morirán cuando caiga la noche, cuando los ruidos sean otros y otros los apetitos y las desolaciones. Vuelva entonces la cara hacia los ventanales, donde estoy yo, atento a los quehaceres de mi sola escritura. No me engaña. Sé que los ojos cerrados son apenas una manifestación de su deseo de perseguir la presa, de hacer de ella el juguete más desolado del misterioso rito de la muerte, de ofrecerle salidas con la crueldad que implica un laberinto; y sé también, que sus bigotes, peinados a la manera de los enhiestos helechos campesinos, son las antenas de un único y despiadado ser jamás saciado. El sol entra implacable. Antes de emprender la jornada, el tigre se acerca al abrevadero. Su rosada lengua chasquea sobre la superficie. Cuando levanta la testa para otear el horizonte, flexiona las patas y emprende un trotecito. Sabe que al otro lado de la puerta queda el reino de los antílopes, que en el comedor hay un desfiladero por donde atraviesan los ñus y las jirafas, que el jardín es el coto del lobo y la cocina el lugar de cebras y de dantas. Es necesario distraer la atención, lamerse laboriosamente el lomo, estirar el cuerpo hasta los límites de la lógica, abrir las fauces en un bostezo interminable. El rabo se sacude en un amigable gesto de bienvenida, mientras el resto del cuerpo, desmadejado sobre la silla, oculta una tensión inusitada. Todo aquí sigue igual, los ácaros vuelan impasibles y la estancia adquiere su íntimo color oro que fascina. Allá, lejos, se oyen los habituales ruidos de la casa, la mujer que prende la radio mientras lava la ropa, la aspiradora, los afanes del viejo que sube la escalera, los pregones que pasan por la calle llevando de cabestro la pobreza de un hombre, el estertor de las alfombras. Entonces, mientras “se dedica al aseo de su mano derecha” (como sólo pudo ocurrir en el cristalino poema de Gutiérrez Vega), se oye el vuelo del moscardón  que golpea una vez y otra vez contra los ventanales. En el sueño del gato aparecen bisontes.

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