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Ficcion y literatura. José Saramago


Enviado por   •  6 de Enero de 2023  •  Resúmenes  •  4.294 Palabras (18 Páginas)  •  184 Visitas

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La historia y la ficción literaria

2 ENERO, 1991

José Saramago

Ciertos libros, que incluso en las horas de más benevolente condescendencia con las debilidades propias y las flaquezas ajenas nunca osaríamos incluir en el gremio de las obras maestras, tienen el arte, no raro, y sin que sepamos explicar por qué, de resistir a las alteraciones del gusto, a las perspectivas de la edad y, además, lo que no es poco decir, a las mudanzas de las bibliotecas. De uno u otro modo, todos ya probamos, al cambiar de casa, esa especie de fatalidad que nos obliga a dejar atrás volúmenes y más volúmenes, so pretexto de que dejaron de interesarnos o de que, simplemente, no iban a caber en los nuevos espacios. Y, a pesar de todo, al ordenar los libros supervivientes, siempre nos sorprende uno u otro por una incomprensible persistencia en continuar allí. Los tomamos en las manos, nos preguntamos: “¿Qué debo hacer contigo?”, sin embargo, de antemano sabemos que no habrá respuesta, a no ser la de colocarlos en su lugar, casi supersticiosamente, como si nuestra vida, para mantenerse en equilibrio, tuviese necesidad de ese punto de apoyo. En cuanto al libro, leído en una remota edad por aquella persona diferente que entonces éramos, es muy posible que no vuelva a ser abierto.

O sí. Llega un día, como el de hoy, en que resulta necesario, por ejemplo, explicar por qué bula me viene acompañando, desde hace largos años, un autor de tan poca importancia como Xavier de Maistre y un libro suyo que nunca tuvo mayor aspiración que la de ser acogido por lo que es, un amable y humorístico objeto: Voyage autour de ma chambre. Sé que fui conducido a ellos por otro libro y por otro autor, éstos de mi patria y de mi lengua, con los cuales, aprovecho para decirlo, de alguna manera se puede afirmar que nació el portugués moderno, liberado de las cenefas y tapices del siglo XVIII, suelto de respiración y ágil como un gato: Almeida Garrett se llamó el hombre, Viagens na minha terra se titula la obra. En un caso como en el otro se trata de viajes, pero distintos, porque no será lo mismo viajar dentro de los estrechos límites de la habitación en que vivimos que ir a buscar el mundo donde quiera que esté, a partir de la puerta de nuestra casa. Tan diferentes también cuanto se supone que hayan podido ser un liberal portugués del siglo XIX y un francés reaccionario que, habiendo muerto en el mismo siglo, llevó y conservó del anterior las convicciones absolutistas que pudieron prosperar en la Rusia imperial de entonces. Xavier de Maistre vivió en Turín, Almeida Garrett nunca viajó a Italia.

Al recordar, hábilmente, si me es permitida la alabanza de mi propia boca, la estadía de De Maistre en esta ciudad, en cuya Academia de Ciencias presentó, según dice la enciclopedia, “sabias memorias sobre la oxidación del oro y la aplicación de óxido de oro a la pintura”, doy al fin el paso que faltaba para explicar la relación de mi autor con el conde de Chambéry, y también de mi propia relación, la primera con Turín. Dice Garrett al principio de sus Viagens, de algún modo tan evocador como el inicio del Quijote cervantino: “Que viaje alrededor de su habitación quien está al pie de los Alpes, en invierno, en Turín, que es casi tan fría como San Petersburgo, se entiende. Pero con este aire que Dios nos ha dado, donde el naranjo crece en el huerto y los matorrales son de arrayán, el propio Xavier de Maistre, si escribiese aquí, cuando menos llegaría hasta el patio”. Leídas en el principio de la adolescencia estas palabras tuvieron el efecto, que hoy puedo comprender, de llenarme la cabeza de devaneos y misterios: ¿qué sería viajar alrededor de una habitación?, ¿cómo podía Turín, en el sur, si es casi tan fría como San Petersburgo, tan cerquita del círculo ártico?, y ese Xavier de Maistre ¿quién era para ser citado así, de paso y sin más informaciones, como si el lector común tuviese rigurosa obligación de conocerlo? Queda por decir, y quizá sea eso, de todo, lo más importante, que a estas inquietas preguntas se unía una memoria, un recuerdo, que actuaba en mi espíritu como una especie de cámara de resonancia: aún niño, para inventar con él una ciudad, en Coure, de Edmondo de Amicis. Sabemos que nuestro mundo mental está lleno de imágenes así, detenidas en la distancia, apenas resistiendo la erosión del olvido. Es ésa, pues, la imagen que les traigo desde el fondo del tiempo, para revivirla con ustedes, para intentar dibujar en ella a la pareja de viejas imágenes de aquellos autores pasados, y la figura también irrecuperable del adolescente que fui, el perfil de alguien, éste que aquí viene hoy, que aprendió a leer después con otros ojos, que perdió la inocencia de sus primeras letras, pero que, esperémoslo, estará lejos todavía de las últimas.

El tema que me propongo tratar —“Historia, Ficción”— aparece ya, si no me equivoco, en filigrana, en las palabras de la introducción. Y cuento con que, llegados al final de nuestro recorrido, se haya podido disipar en sus espíritus la por ahora muy probable sospecha de haber traído aquí nada más que un mero ejercicio de funambulismo verbal. Es cierto que nosotros, los novelistas, y más aún los poetas, no resistimos, muchas veces, la tentación de jugar con las palabras: para usar una expresión que probablemente no es sólo portuguesa, lo llevamos en la masa de la sangre. Pero el juego, el juego de las palabras, es serio, viene a confirmar la razón de aquellos que defienden que el juego es, tal vez, la más seria de las actividades humanas: un ritual, por ejemplo, no es tan diferente de un juego, pero los rituales, cualesquiera que sean, siempre fueron presentados como [pic 1][pic 2]expresión de una seriedad suprema.

La Historia como ficción, se trata de una fórmula que comporta no pocos riesgos, con la cual se podría incluso, imaginamos, introducir de un modo subrepticio la afirmación, acaso temeraria, acaso irresponsable, de ciertos libros, que incluso en las horas de más benevolente condescendencia con las debilidades propias y las flaquezas ajenas nunca osaríamos incluir en el gremio de las obras maestras, tienen el arte, no raro, y sin que sepamos explicar por qué, de resistir a las alteraciones del gusto, a las perspectivas de la edad y, además, lo que no es poco decir, a las mudanzas de las bibliotecas. De uno u otro modo, todos ya probamos, al cambiar de casa, esa especie de fatalidad que nos obliga a dejar atrás volúmenes y más volúmenes, so pretexto de que dejaron de interesarnos o de que, simplemente, no iban a caber en los nuevos espacios. Y, a pesar de todo, al ordenar los libros supervivientes, siempre nos sorprende uno u otro por una incomprensible persistencia en continuar allí. Los tomamos en las manos, nos preguntamos: “¿Qué debo hacer contigo?”, sin embargo, de antemano sabemos que no habrá respuesta, a no ser la de colocarlos en su lugar, casi supersticiosamente, como si nuestra vida, para mantenerse en equilibrio, tuviese necesidad de ese punto de apoyo. En cuanto al libro, leído en una remota edad por aquella persona diferente que entonces éramos, es muy posible que no vuelva a ser abierto.

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