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Historia De Un Peso Falso


Enviado por   •  19 de Marzo de 2015  •  5.362 Palabras (22 Páginas)  •  429 Visitas

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Historia de un peso falso

¡Parecía bueno! ¡Limpio, muy cepilladito, con su águila, a guisa de alfiler de corbata, y caminando siem­pre por el lado de la sombra, para dejar al sol la otra acera! No tenía mala cara el muy bellaco y el que sólo de vista lo hubiera conocido no habría vacilado en fiarle cuatro pesetas. Pero... ¡crean ustedes en las ca­nas blancas y en la plata que brilla! Aquel peso era un peso teñido: su cabello era castaño, de cobre, y él por coquetería, porque le dijeran: "es usted muy Luis XVI", se lo había empolvado.

Por supuesto era de padres desconocidos. ¡Estos pobrecitos pesos siempre son expósitos! A mí me ins­piran mucha lástima, y de buen grado los recogería; pero mi casa, es decir, la casa de ellos, el bolsillo de mi chaleco, está vacía, desamueblada, llena de aire, y por eso no puedo recibirlos. Cuando alguno me cae, procuro colocarlo en una cantina, en una tienda, en la contaduría del teatro; pero hoy están las coloca­ciones por las nubes y casi siempre se queda en la ca­lle el pobre peso.

No pasó lo mismo, sin embargo, con aquel de la buena facha, c ° la sonrisa bonachona y del águila que parecía de verdad. Yo no sé en dónde me lo dieron, pero sí estoy cierto de cuál es la casa de comercio en donde tuve la fortuna de colocarlo, gracias al buen co­razón y a la mala vista del respetable comerciante cuyo nombre callo por no ofender la cristiana moles­tia de tan excelente sujeto y por aquello de que has­ta la mano izquierda debe ignorar el bien que hizo la derecha.

Ello es que, como un beneficio no se pierde nun­ca, y como Dios recompensa a los caritativos, el ge­neroso padre putativo de mi peso falso no tardó mu­cho en hallar a otro caballero que consintiera en hacerse cargo de la criatura. Cuentan las malas len­guas que este rasgo filantrópico no fue del todo puro; parece que el nuevo protector (le mi peso (y téngase entendido que el comerciante a quien yo encomen­dé la crianza y educación del pobre expósito era un cantinero) no se dio cuenta exacta de que iba a ha­cer una obra de misericordia, en razón de que repe­tidas libaciones habían oscurecido un tanto cuanto su vista y entorpecido su tacto. Pero, sea porque aquel hombre poseía un noble corazón, sea porque el co­ñac predispone a la benevolencia, el caso es que mi hombre recibió el peso falso no con los brazos abier­tos, pero sí tendiéndole la diestra. Dio un billete de a cinco duros, devolvióle cuatro el cantinero, y entre esos cuatro, como amigo pobre en compañía de ricos iba mi peso.

Pero ¡vean ustedes cómo los pobres somos bue­nos y cómo Dios nos ha adornado con la virtud de los perros: la fidelidad! Los cuatro capitalistas, los cua­tro pesos de plata, los aristócratas, siguieron de pa­rranda. ¡Es indudable que la aristocracia está muy co­rrompida! Éste se quedó en una cantina; ése, en la Concordia; aquél, en la contaduría del teatro... ¡Sólo el peso falso, el pobretón, el de la clase media, el que no era centavo ni tampoco persona decente, siguió acompañando a su generoso protector como Corde­lia acompañó al rey Lear! En la Concordia fue don­de lo conocieron; allí le echaron en cara su pobreza y no le quisieron fiar ni servir nada. La última mone­da buena se escapó entonces con el mozo (no es nue­vo que una señorita bien nacida se fugue con algún pinche de cocina), ¡y allí quedó el pobre peso, el que no tenía ni un real, pero sí un corazón que no estaba todavía metalizado, acompañando al amparador en su orfandad, en la tristeza, en el abandono, en la mise­ria!... ¡Lo mismo que Cordelia al lado del rey Lear!

¡De veras enternecen estos pesos falsos! Mientras los llamados buenos, los de alta alcurnia, los nacidos en la opulenta casa de Moneda, llevan mala vida y van pasando de mano en mano como los periodistas ve­nales, como los políticos tránsfugas, como las muje­res coquetas; mientras estos viciosos impenitentes tras­nochan en las fondas, compran la virtud de las doncellas y desdeñan al menesteroso para irse con los ricos; el peso falso busca al pobre, y no lo abandona, a pesar del mal trato que éste le da siempre; no sale; se está en su casa encerradito; no compra nada, y es­pera, como solo premio de virtudes tan excelsas, el martirio; la ingratitud del hombre; ser aprehendido, en fin de cuentas, por el gendarme sin entrañas o morir clavado en la madera de un mostrador, como murió San Dimas en la cruz. ¡Pobres pesos falsos! A mí me parten el alma cuando los veo en manos de otros.

El de mi cuento, sin embargo, había empezado bien su vida. Dios lo protegía por guapo, sí, por bue­no, a pesar de que no creyera el escéptico mesero de la Concordia en tal bondad, por sencillo, por inocen­te, por honrado. A mí no me robó nada; al cantinero tampoco; y al caballero que le sacó de la cantina, en donde no estaba a gusto, porque los pesos falsos son muy sobrios, le recompensó la buena obra dándole una hermosa ilusión: la ilusión de que contaba con un peso todavía.

Y no sólo hizo eso... ¡ya verán ustedes todo lo que hizo!

El caballero se quedó en la fonda meditabundo y triste, ante la taza de té, la copa de Burdeos, ya sin Burdeos, y el mesero que estaba parado enfrente de él como un signo de interrogación. Aquella situación no podía prolongarse. Cuando está alguien a solas con una inocente moneda falsa, se avergüenza como si es­tuviera con una mujer perdida; quiere que no lo vean, pasar de incógnito, que ningún amigo lo sorprenda... Porque serán muy buenas las monedas falsas... ¡pero la gente no lo quiere creer!

Yo mismo, en las primeras líneas de este cuento, cuando aún no había encontrado un padre putativo para el peso falso, lo llamé bellaco. ¡Tan imperioso es el poder del vulgo!

Todavía el caballero, en un momento de mal hu­mor que no disculpo en él, pero que en mí habría dis­culpado, desde luego que quitaron los manteles de la mesa, golpeó el peso contra el mármol, como di­ciéndole: "¡A ver, malvado, si de veras no tienes co­razón!" ¡Y vaya si tenía corazón! Lo que no tenía el in­feliz era dinero.

El caballero quedó meditabundo por largo rato. ¿Quién le había dado aquel peso? Los recuerdos an­daban todavía por su memoria, como indecisos, como distraídos, como soñolientos. Pero no cabía duda: ¡el peso era falso! Y lo que es peor, ¡era el último!

Su dueño entonces se puso a hacer, no para uso propio, todo un tratado de moral.

"La verdad es", se decía, "que yo soy un badula­que. Esta tarde recibí en la oficina un billete de a veinte. Me parece estarlo viendo... Londres–México... el águila... Don Benito Juárez... y... una cara de perro. ¿Adónde está el billete?

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