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La Muerte Negra


Enviado por   •  24 de Marzo de 2015  •  1.832 Palabras (8 Páginas)  •  209 Visitas

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En el año 1346 llegaron a Europa rumores de una terrible epidemia, supuestamente surgida en China, que a través del Asia Central se había extendido a la India, Persia, Mesopotamia, Siria, Egipto y Asia Menor. Se habla de regiones enteras que habían quedado despobladas, de forma que hasta el Papa Clemente VI en Avignon se muestra interesado por el tema, y reuniendo los informes que van llegando, calcula que el número de victimas de be ascender a casi veinticuatro millones de personas. Sin embargo, como en aquel entonces se desconocía el concepto de contagio, no hubo ninguna alarma en Europa hasta que la peste fue introducida en Italia por los barcos genoveses y venecianos que venían del mar Negro; La peste aparece en Italia en octubre de 1347, Y para enero del año siguiente ya ha penetrado en Francia, vía Marsella, y ha llegado hasta el Norte de Africa. La rata negra, buena pasajera de los barcos, la va extendiendo a lo largo de las costas y ríos navegables. Al mismo tiempo que penetra en España, en Italia alcanza Roma y Florencia, y llega a Paris en junio de 1348, pasando poco más tarde a Inglaterra a través del Canal de la Mancha. Ese mismo verano llega a Suiza y por el Este se extiende hasta Hungría.

En 1349 la peste reaparece en Paris, se extiende por Picardia, Flandes y los Países Bajos; de Inglaterra pisa a Escocia e Irlanda, asi como Noruega donde, procedente de Inglaterra, llega un barco fantasma con un cargamento de lana y toda la tripulación muerta, que embarranca cerca de Bergen. Desde Noruega se extiende la epidemia a Suecia, Dinamarca, Prusia e Islandia, llegando incluso hasta Groenlandia. Deja una extraña bolsa de inmunidad en Bohemia y alcanza Rusia en 1351, aunque el primer brote ya había remitido en casi toda Europa a mediados de 1350.

La gran mortandad

Aunque el número de víctimas varió desde un quinto de la población en algunos lugares hasta la casi total exterminación en otros, los investigadores modernos han llegado a aceptar como estimación más aproximada la cifra que nos da Froissart en su crónica, es decir, un tercio de la población, aproximadamente, desde la India hasta Islandia. En realidad Froissart tomó esta cifra del Apocalipsis de San Juan, la lectura preferida en aquellos duros tiempos.

Un tercio de la población de Europa en aquella época equivaldría a unos veinte millones de personas. En realidad es imposible saber el número de víctimas con exactitud, porque en este tema los cronistas de la época no son de fiar y hay que recurrir a otras fuentes, como recaudaciones de impuestos, censos o los escasos documentos que se conservan de las iglesias en los que se recogen nacimientos y defunciones. Tomemos como ejemplo Avignon, sede de la corte papal; se calcula que morían diariamente unas cuatrocientas personas y que unas síete mil casas quedaron deshabitadas. Los cronistas, impresionados sin duda por la acumulación de cadáveres, dan cifras exorbitantes al elevar el número total de muertos a sesenta y dos mil o incluso a ciento veinte mil, cuando la población total de la ciudad no pasaba seguramente de cincuenta mil habitantes.

Conviene recordar que las mayores ciudades de Europa, con una población de unos cien mil habitantes, eran París, Florencia, Venecia y Génova. Después venían Gante, Brujas, Milán, Palermo, Bolonia, Roma. Nápoles y Colonia, con más de cincuenta mil. Londres se acercaba a esta cifra junto con Burdeos, Tolousse, Montpellier, Lyon, Barcelona, Sevilla, Toledo, Siena y Pisa. Por todas estas ciudades la peste pasó matando de un tercio a dos tercios de los habitantes.

Italia, con una población de diez u once millones de personas, fue la que padeció más duramente sus efectos. En Florencia podemos decir que «llovía sobre mojado»; como consecuencia del inicio de lo que sería la Guerra de los Cien Años, las principales casas bancarias florentinas, los Bardi y Peruzzi, fueron a la bancarrota cuando Eduardo III de Inglaterra no pudo devolver los empréstitos que le habían concedido para la primera campaña (años 1343-44). Siguieron años de malas cosechas y con ellos apareció el hambre y se produjeron revueltas de campesinos y trabajadores; después la peste mató de tres a cuatro quintos de la población de esta ciudad, una de las más importantes de Italia. Venecia perdió dos tercios de sus habitantes y en Pisa morían quinientas personas al día.

Además, la primera aparición de la peste coincidió con un terrible terremoto que asoló Italia desde Nápoles a Venecia, dejando un rastro de destrucción que colaboró a aumentar la psicosis de fin del mundo.

En general la mortandad fue enorme en toda Europa; las ciudades estaban más expuestas a la epidemia, por ser centros de comunicación y dado el hacinamiento en que se vivía, sobre todo en los barrios pobres. París, por ejemplo, perdió a la mitad de sus habitantes. De todas maneras, se ha comprobado que el índice de mortandad en las aldeas, una vez que aparecía en ellas la peste, era igualmente alto.

En los sitios cerrados, tales como los monasterios o las prisiones, la infección de una persona normalmente significaba la de todos, como ocurrió en los conventos franciscanos de Carcasona y Marsella, en los cuales toda la comunidad murió. De los 140 frailes dominicos que había en Montpellier sólo sobrevivieron siete. El hermano de Petrarca, Gerardo, miembro de un monasterio de cartujos, enterró a su prior y a treinta y cuatro compañeros, uno por uno, hasta que se quedó solo con su perro y huyó a buscar refugio en otra parte. En Kilkenny, Irlanda, el hermano John Clyn de los frailes Menores también se encontró solo, rodeado de compañeros muertos, pero escribió una crónica de lo que había sucedido para que no ocurriera que «...las cosas que deben ser recordadas parezcan con el tiempo y sean borradas del recuerdo de quienes vendrán tras nosotros». Creía que el mundo entero estaba en poder del demonio y, esperando morir a su vez, escribió: «Dejo pergamino para continuar este trabajo, por si alguien sobrevive y cualquiera de la raza de Adán escapa a la peste y continúa la labor que yo he comenzado». El hermano John, tal como escribió otra mano, murió de la peste, pero escapó al olvido.

La peste y la escala social

En todas partes se observó que la peste afectaba más a los pobres que a los ricos. El cronista escocés John de Fordun afirma llanamente que la peste «atacaba especialmente a las clases humildes y raramente a los magnates». La misma observación hace Simón de Covino en Montpellier. Este aumento de la mortandad se debia, además de la penuria de medios de subsistencia, al hacinamiento y a la completa ausencia de medidas sanitarias en las viviendas de las clases más humildes.

Aunque la tasa de mortandad fuese mayor entre los pobres, los grandes también sufrieron el azote de la peste. El rey Alfonso XI de Castilla, el vencedor de Salado, fue el único monarca reinante que murió de la peste, pero su vecino Pedro de Aragón perdió a su mujer Leonora, a su hija y a una sobrina, en el espacio de seis meses. El emperador de Bizancio, Juan Cantacuzeno, perdió a su hijo. En Francia murieron la reina coja Juana y su nuera, la esposa del Delfin, ambas en 1349.

También murió la reina de Navarra. La segunda hija de Eduardo III de Inglaterra, que iba a casarse con el heredero de Castilla -el futuro Pedro el Cruel-, murió en Burdeos cuando se dirigía hacia su boda. Las mujeres parecen haber sido más vulnerables que los hombres, quizá porque al estar más recluidas en el hogar estaban más expuestas a las pulgas. Así murió la amante de Boccaccio, hija ilegítima del rey de Nápoles; y también Laura, la amada real o imaginaria de Petrarca.

En Florencia, el gran historiador Giovanni Villani murió a los sesenta y ocho años en medio de una frase inacabada mientras escribía: « ... en el curso de esta peste fallecieron ... » También desaparecen de las crónicas, a partir de 1348, Ambrosio y Pietro Lorenzetti, maestros pintores de Siena, así, como Andrea Pisano, arquitecto y escultor de Florencia, por lo que es de suponer que también ellos fueron víctimas de la peste.

Entre los médicos la mortaridad fue naturalmente más alta: de veinticuatro médicos que había en Venecia, veinte fueron víctImas de la epidemia, aunque las malas lenguas murmuraron que algunos de estos supuestos mártires de su deber habían huido de la ciudad o se habían escondido en sus casas. En Montpellier, sede de la principal escuela médica de la época, Simón de Cavino testifica que a pesar del gran número de médicos y estudiantes que allí había, muy pocos sobrevivieron al azote de la peste.

En cuanto al clero, la mortandad varió según el rango. La única excepción a esta regla fue la muerte de un tercio de los cardenales, pero ello se debió más bien a que se encontraban concentrados en la corte papal en Avignon. Entre los obispos se calcula que murió uno de cada veinte; en cambio los sacerdotes sufrieron igual que el pueblo llano, aunque en muchos lugares abandonaron sus deberes y huyeron por miedo al contagio. Por una extraña y siniestra coincidencia, en Inglaterra murieron sucesivamente el arzobispo de Canterbury, en agosto de 1348, su sucesor en mayo de 1349, y el siguiente candidato tres meses más tarde. Suponemos que pocos estarían dispuestos a ocupar el más alto cargo eclesiástico de Inglaterra después de esta cadena de muertes.

Los funcionarios públicos y las personas con cargos en el gobierno tampoco se vieron perdonados por la peste y su pérdida contribuyó a generalizar el caos. En Siena murieron cuatro de los nueve miembros de la oligarquía gobernante. En Francia murieron un tercio de los notarios reales y como resultado la recogida de impuestos se vio afectada de tal manera que Felipe VI sólo pudo recaudar una parte del subsidio que le habían concedido los Estados Generales en el invierno de 1347-48.

Los campesinos caían muertos en los campos, en los caminos o en sus casas, y los que sobrevivían se hallaban presos de una apatía total, dejando el trigo maduro sin segar y el ganado desatendido. Esto ponía en peligro la economia del siglo, que dependía de la cosecha de cada año para comer y para hacer la siembra del año siguiente. La disminución alarmante de la mano de obra bien pronto se hizo patente y acarrearía graves problemas que examinaremos más adelante. «Quedaron tan pocos siervos y trabajadores que nadie sabía a quien pedir ayuda» escribió Knigbton. La idea de . un futuro sin futuro -valga la redundancia- creó un sentimiento de demencia y desesperación. Un cronista bávaro cuenta que «los hombres y las mujeres deambulaban como si estuviesen locos y dejaban que su ganado se perdiese porque ya nadie quería preocuparse por el futuro».

En cierto modo la respuesta emocional de la gente se vio embotada ante tanto horror y, tal como escribió otro testigo de la catástrofe: «En aquellos días había entierros sin pena y matrimonios sin amor».

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