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RICARDO MARIÑO

Cesar1123 de Junio de 2013

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RICARDO MARIÑO

Es escritor, periodista, y también autor de numerosos libros para niños y adolescentes. Colabora con distintos medios periodísticos. Entre sus títulos figuran Botella al Mar, La casa maldita, El insoportable, La expedición, El hijo del superhéroe, Cuentos ridículos, Lo único del mundo, Ojos amarillos, Roco y sus hermanas y Perdido en la selva. Entre otras distinciones ha merecido el premio Casa de las Américas, varias recomendaciones de IBBY (Internacional Board of Book for Young People) y, en dos oportunidades (1994 y 2004), el premio Konex a la traye.

LA NOCHE DE LOS MUERTOS

Novela juvenil, novela de misterio, en La noche de los muertos, Mariño evoca a almas en pena, espíritus que vuelven a la tierra tras años de sufrimiento y pueblos donde todo es leyenda. La trama: simple. Jorge, un padre gordo y un tanto despreocupado, deja a Azul, si hija, al cuidado de los Evans. La deja mientras busca gasolina para su auto. Al llegar a las bombas, le dicen que esa casa y ese hombre, Evans, murió hace mucho tiempo.

A partir de este punto todo se vuelve rápido, sin pausas, casi trepidante. Jorge quiere rescatar a su hija y hay muertos y lunas espesas y fantasmas. La noche de los muertos basa su estructura narrativa en la acción y un escaso nivel de comparación y tropos literarios. Tiene un lenguaje accesible que uno devora como si chupara una paleta.

Un hombre conduce su auto despreocupadamente por una ruta desolada. En el asiento trasero va Azul, su hija de nueve años. De pronto el auto se queda sin combustible. Es de noche pero no tienen más remedio que caminar en busca de ayuda. Finalmente encuentran una casa habitada por extrañas personas. Así empieza este misterio.

las seis de la tarde Jorge Zaca comenzó a preocuparse por lo que marcaba el indicador de combustible de su auto. Hacía más de una hora que no veía casas ni se cruzaba con ningún vehículo: sólo la ruta interminable y la noche que comenzaba a caer, Más que nada lo atemorizaba la posibilidad de que él y Azul, su hija de nueve años que dormía en el asiento trasero, tuvieran que pasar la noche en medio de esa desolación. En estos casos, cuando ya no había remedio, se enfurecía contra sí mismo por su informalidad y desorganización. No respetaba horarios, de hecho había salido a la ruto cuatro horas después de lo pensado, y jamás podía prever cosas tan elementales como la cantidad de combustible que necesitaría para el viaje.

Desde hacía un par de semanas estaba preocupado por la imagen que le presentaba a su hija, pero no lograba corregirse. Lo único que había hecho, después de proponerse cambios de conducta y de aspecto, era recoger su larguísima cabellera roja con una gomita de farmacia. En lo demás seguía siendo una especie de Papá Noel mal vestido: un gordo enorme con sandalias artesanales, un pantalón a rayas y una camisa con flores lilas y rojas que se podía ver a kilómetros de distancia. Lo primero que haría al regresar a Bahía Blanca, donde vivía, sería comprarse un traje gris y una camisa blanca. Se estaba diciendo eso cuando vio una camino de tierra que se habría a la derecha. Sin pensarlo demasiado y sin aminorar la marcha, describió una curva muy abierta y siguió por ese camino levantando una nube de polvo. Acaso ese camino llevara a algún pueblito donde cargar bencina. Cinco minutos más tarde el motor dejó de funcionar. Resignado, se limitó a manejar el volante con un solo dedo hasta que el auto se detuvo definitivamente. Permaneció un par de minutos sentado, mirando hacia el frente, sin que se le ocurriera ninguna alternativa. ¿Cómo saldría de ese maldito lugar con su hija? Además de comprarse el traje gris, en Bahía amasaría tallarines para sus compañeros del grupo de salsa Feos, sucios y malos. El único problema era que él, al proyectar una nueva vida más seria, se había propuesto dejar la música y dedicarle más tiempo al autoservicio Jorgito. En esos pensamientos estaba cuando lo interrumpió la voz de su hija: ─¿Nos vamos a quedar acá, papi? ─¿Eh? No, no hijita. ─¿Qué vamos a hacer? ─Voy a conseguir gasolina ─dijo Jorge, y salió del auto con determinación, como si a metros de allí hubiera una estación de servicio. Saltó una zanja y trepó a un poste telefónico para tener una mejor visión de lo que había en los alrededores. Por suerte a unos trecientos metros había algo, tal vez fuera una casa abandonada, pero valía la pena ir a ver. Caminaron en dirección A esa casa. Comparada con su padre, Azul parecía una miniatura. Iba unos metros atrás, jugando a imitar los pasos medio paquidérmicos de Jorge.

Desde la entrada a la propiedad no podía verse mucho porque el camino de acceso, bordeado por altísimos eucaliptos, describía una curva. Pasada esa curva Jorge vio una imponente casa como cien metros adentro. Recorrió esa distancia y después dudó entre anunciarse con un grito y batir palmas, pero antes de que lo decidiera apareció silenciosamente un hombre entre los arbustos. Era un hombre delgado y alto, de pelo blanco, que vestía un elegante (y anticuado, pensó Jorge) traje negro.

─¿Qué busca? ─preguntó el hombre mirándolo fijamente. ─Tuve un inconveniente con el coche. Me quedé sin combustible. ─No puedo ayudarlo ─dijo el hombre. ─Sólo quería pedirle prestado el teléfono, si es que tiene, para llamar a un auxilio o pedirle a alguien que me alcance un poco de nafta ─intentó decir Jorge, tratando de parecer simpático aunque habitualmente lo era. ─Ya le dije. No puedo ayudarlo.

Pero en ese momento apareció Azul y el hombre se sorprendió tanto que Jorge estuvo a punto de preguntarle qué le ocurría. ─Es mi hija ─le explicó. Azul se paró al lado de su padre y miró al hombre con intriga. Pasen, pasen ─dijo el hombre, cambiando su expresión de hostilidad por una amable sonrisa. Antes de que entraran en la casa salió a

Recibirlos una mujer. ─Mi esposa ─aclaró el hombre. La mujer tuvo una expresión de curiosidad al mirar a Jorge, pero al dirigir la vista hacia Azul se quedó con la boca abierta y necesitó unos segundos para reaccionar. ─Buenas noches ─dijo por fin, inclinando un poco la cabeza en un gesto refinado.

Interior de la casa era espacioso y elegante. Los muebles de madera maciza, las altas vitrinas con copas de cristal tallado, los enormes cuadros de marcos dorados, todo lo que había denotaba cierto cuidado en la elección. Jorge se sintió algo incómodo por el contraste entre su figura y la elegancia de los dueños de casa, y la niña recién mostró alguna simpatía cuando la mujer le dijo que en la cocina tenía frascos de dulces caseros y que le permitiría probarlos. Como el hombre, también la mujer hablaba con cierta sonoridad inglesa y se mostró muy amable y cariñosa con Azul, guiándola hasta la cocina. EL dueño de casa dijo que ellos no podían ofrecer más ayuda que un bidón para que Jorge fuera a buscar combustible hasta la estación de servicio que estaba a una hora de camino. ─Por supuesto, nosotros podemos cuidar a la niña y darle de cenar mientras usted va hasta allá ─aclaró el hombre. Jorge le agradeció esa ayuda porque no tenía ningún interés en caminar de noche con Azul por aquellos parajes. Además, sentía cierta urgencia por volver a la ruta. Su ex esposa lo esperaba a trescientos kilómetros de allí y se alarmaría mucho si él no llegaba con la niña, no ya en el horario anunciado, sino en el mismo día, aunque más no fuera. De modo que optó por dejar un rato a Azul e ir a pie hasta la estación de servicio. Como descontaba que Azul, que permanecía en la cocina, no aceptaría quedarse sola con esa gente, decidió no avisarle. Era una opción cruel pero era imposible hacer todo ese camino acompañado de la nena. Salió a la calle y comenzó a caminar con tranco apurado.}Eran las ocho de la noche y, si se apuraba, podía regresar a las diez, cargar el bidón de bencina en el auto, ir a la estación a completar el tanque y retomar luego la ruta.

alguna razón después de caminar un buen trecho Jorge comenzó a intranquilizarse. Pese a la oscuridad, pudo ver que en los campos sólo había malezas. ¿Cómo podía vivir allí esa gente, con esa ropa elegante y pasada de moda? ¿Y ni siquiera tenían un caballo para prestarle? ¿Cómo, con ese nivel económico, no tenían un coche o una bicicleta? Claro que esas preguntas se le ocurrieron cuando ya llevaba caminando un buen rato y casi daba lo mismo regresar a la casa o seguir hasta la estación de servicio. A un centenar de metros de la estación, una hora después, se sentía totalmente alterado. ¿Cómo había dejado a su hijita con extraños? Cuando le contara eso a Mariana con toda razón ella se enojaría y lo llamaría, como siempre, «desastre» Él coincidía. Sólo a un padre que es un desastre le pueden ocurrir estos percances. La estación de servicio era, además, una especie de almacén de ramos generales y bar. Había varios hombres acodados en el mostrador, que era atendido por un hombre diminuto, de ademanes enérgicos. Al entrar Jorge, todos se volvieron hacia él con cierta expresión de curiosidad y de burla. Jorge explicó su problema al chiquitín y éste le indicó que lo siguiera hasta el surtidor. Pero la amabilidad del hombre se terminó de pronto cuando a Jorge se le ocurrió comentarle dónde había dejado a su hija. Primero sonrió, como esperando una aclaración, y después pidió que repitiera lo dicho. Que mi hija quedó en la casa amarilla que está en el camino hacia la ruta ─repitió Jorge. ─¿Qué casa? ─Esa casa amarilla, de dos plantas y tejas rojas, muy linda, que está cerca de la ruta. ─Ajá, ¿Y con quienes dice que la dejo?

─ Con la familia que vive allí. ─ ¿Y que familia vive ahí? ─

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