Apuntes de Filosofía
MyxynoApuntes14 de Septiembre de 2021
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¿Qué es la filosofía?
La filosofía no es una ciencia, ni siquiera un conocimiento; no es un saber entre otros: es una reflexión sobre los saberes disponibles.
Filosofar es pensar por uno mismo; pero nadie puede lograrlo verdaderamente sin apoyarse en el pensamiento de otros, especialmente en el de los grandes filósofos del pasado.
Desde el momento en que somos seres dotados de vida y de razón, todos nosotros, inevitablemente, nos vemos confrontados con la tarea de articular entre sí estas dos facultades. Y ciertamente podemos razonar sin filosofar (en las ciencias, por ejemplo), vivir sin filosofar (en la ignorancia o en la pasión, por ejemplo). Pero, sin filosofar, no podemos en absoluto pensar nuestra vida y vivir nuestro pensamiento: la filosofía es precisamente eso.
La filosofía es un preguntar radical, la búsqueda de la verdad total o última (y no, como en las ciencias, de tal o cual verdad particular); creación y utilización de conceptos (aunque esta práctica exista también en otras disciplinas); reflexividad (un volver del espíritu o de la razón sobre sí mismos: pensamiento del pensamiento), reflexión sobre la propia historia y sobre la de la humanidad; búsqueda de la mayor coherencia posible, de la mayor racionalidad posible (es el arte de la razón, si se quiere, pero que desemboca en un arte de vivir); es, en ocasiones, construcción de sistemas; es, siempre, elaboración de tesis, argumentos, teorías… Pero la filosofía es también, y quizá fundamentalmente, crítica de las ilusiones, de los prejuicios, de las ideologías. Toda filosofía es una lucha. ¿Sus armas? La razón. ¿Sus enemigos? La ignorancia, el fanatismo, el oscurantismo —o la filosofía de los demás—. ¿Sus aliados? Las ciencias. ¿Su objeto? La totalidad, con el ser humano en su seno. O el ser humano, pero en el seno de la totalidad. ¿Su meta? La sabiduría: la felicidad, pero en el seno de la verdad.
En la práctica, los temas de la filosofía son innumerables: nada humano o real le es ajeno. Esto no significa que todos ellos tengan la misma importancia.
¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me está permitido esperar? ¿Qué es el ser humano?
«Las tres primeras preguntas se resumen en la última»
Pero todas ellas desembocan en una quinta pregunta, que es sin duda, filosófica y humanamente, la cuestión principal: ¿Cómo he de vivir? En cuanto se intenta dar una respuesta inteligente a esta pregunta, se está haciendo filosofía.
Y como es imposible evitar planteársela, hemos de concluir que la única forma de sustraerse a la filosofía es la ignorancia o el oscurantismo.
También filosofamos, más o menos, bien o mal, cuando nos preguntamos (de forma a la vez racional y radical) por el mundo, por la humanidad, por la felicidad, por la justicia, por la libertad, por la muerte, por Dios, por el conocimiento… ¿Y quién podría renunciar a hacerlo? El ser humano es un animal filosofante: sólo puede renunciar a la filosofía renunciando a una parte de su humanidad.
Así pues, hemos de filosofar: hemos de pensar tanto como podamos, y mejor de lo que sepamos. ¿Con qué fin? Para lograr una vida más humana, más lúcida, más serena, más razonable, más feliz, más libre… Es lo que tradicionalmente denominamos sabiduría, que sería una felicidad sin ilusiones ni mentiras. ¿Podemos alcanzarla? Jamás por completo, sin duda. Pero esto no impide que la busquemos, ni que nos aproximemos a ella.
¿Qué es la filosofía? Hay tantas respuestas, o casi tantas, como filósofos. Pero esto no impide que dichas respuestas coincidan o confluyan en lo esencial.
Esta es la respuesta de Epicuro: «La filosofía es una actividad que, mediante discursos y razonamientos, nos procura la vida feliz».
Esto es definir la filosofía por su mayor logro (la sabiduría, la beatitud) La felicidad es la meta; la filosofía, el camino. ¡Buen viaje a todos!
El conocimiento
Conocer es pensar lo que es: el conocimiento es cierta relación —de conformidad, de similitud, de adecuación— entre el espíritu y el mundo, entre sujeto y objeto.
Así conocemos a nuestros amigos, nuestro barrio, nuestra casa: lo que hay en nuestro espíritu cuando pensamos en ellos, corresponde aproximadamente a lo que existe en la realidad.
Este aproximadamente es lo que distingue al conocimiento de la verdad. Pues sobre nuestros amigos, podemos equivocarnos. Sobre nuestro barrio, nunca lo sabemos todo. Incluso sobre nuestra propia casa, podemos ignorar muchas cosas.
No hay conocimiento absoluto, conocimiento perfecto, conocimiento infinito. ¿Conoces tu barrio? ¡Naturalmente! Pero para conocerlo totalmente, habrías de poder describir todas y cada una de las calles que hay en él, el último de los edificios de cada calle, el último de los apartamentos de cada edificio, el último rincón de cada apartamento, la última mota de polvo existente en cada rincón, el último átomo de cada mota de polvo, el último electrón de cada átomo… ¿Cómo podrías hacerlo? Necesitarías una ciencia absoluta y una inteligencia infinita: ni la una ni la otra están a nuestro alcance.
Esto no significa que no conozcamos nada. De ser así, ¿cómo sabríamos qué es conocer y qué es ignorar?
La verdad es lo que es (veritas essendi: verdad del ser) o lo que corresponde exactamente a lo que es (veritas cognoscendi: verdad del conocimiento). Por eso ningún conocimiento es la verdad: jamás conocemos absolutamente lo que es, ni todo lo que es. Sólo podemos conocer por medio de nuestros sentidos, de nuestra razón, de nuestras teorías. ¿Cómo podría haber un conocimiento inmediato, si todo conocimiento es, por naturaleza, mediación?
El último de nuestros pensamientos lleva la huella de nuestro cuerpo, de nuestro espíritu, de nuestra cultura. Toda idea en nosotros es humana, subjetiva, limitada, por lo que no puede corresponderse absolutamente con la inagotable complejidad de lo real.
«Los ojos humanos sólo pueden percibir las cosas mediante sus formas de conocimiento», decía Montaigne; y sólo podemos pensarlas, mostrará Kant, mediante las formas de nuestro entendimiento. Otros ojos nos mostrarían otro paisaje. Otro espíritu las pensaría de otro modo. Otro cerebro, probablemente, inventaría otra matemática, otra física, otra biología… ¿Cómo podríamos conocer las cosas como son en sí mismas, si conocerlas es siempre percibirlas o pensarlas como son para nosotros? No tenemos ningún acceso directo a la verdad (sólo podemos conocerla por medio de nuestra sensibilidad, de nuestra razón, de nuestros instrumentos de observación y de medida, de nuestros conceptos, de nuestras teorías…), ningún contacto absoluto con lo absoluto, ningún acceso infinito al infinito. ¿Cómo podríamos conocerlos totalmente? Estamos separados de lo real por los mismos medios que nos permiten percibirlo y comprenderlo; ¿cómo íbamos a conocerlo absolutamente? Solamente hay conocimiento para un sujeto. ¿Cómo podría el conocimiento, incluso el científico, ser perfectamente objetivo?
Conocimiento y verdad son, pues, dos conceptos muy distintos. Pero también están interrelacionados. Ningún conocimiento es la verdad; pero un conocimiento que nada tuviera que ver con la verdad ya no sería conocimiento alguno (sería un delirio, un error, una ilusión…). Ningún conocimiento es absoluto; pero sólo es conocimiento —y no meramente creencia u opinión— en virtud de la parte de absoluto que comporta o permite.
Consideremos, por ejemplo, el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Nadie puede conocerlo absolutamente, totalmente, perfectamente. Pero sabemos que este movimiento existe, y que es un movimiento de rotación. Las teorías de Copérnico y de Newton, por relativas que sean (pues se trata de teorías), son más verdaderas y más ciertas —y por lo tanto más absolutas— que las de Hiparco o Ptolomeo. Y, paralelamente, la Teoría de la relatividad es más absoluta (y no más relativa, como a veces se cree debido a su nombre) que la mecánica celeste del siglo XVIII, a la que explica, y no al revés. El hecho de que todo conocimiento sea relativo no significa que todos sean válidos. El progreso de Newton a Einstein es tan indiscutible como el de Ptolomeo a Newton.
Por eso hay una historia de las ciencias, y por eso esta historia es a la vez normativa e irreversible: porque contrapone lo más verdadero a lo menos verdadero, y porque jamás se recae en errores comprendidos y refutados. Esto es lo que muestran, cada uno a su manera, Bachelard y Popper. Ninguna ciencia es definitiva. Pero si, como dice Bachelard, la historia de las ciencias es «la más irreversible de todas las historias», es porque en ella el progreso es demostrable y demostrado, porque éste constituye «la dinámica misma de la cultura científica». Ninguna teoría es absolutamente verdadera, ni siquiera absolutamente verificable. Pero, si se trata de una teoría científica, ha de ser posible confrontarla con la experiencia, contrastarla, falsarla, como dice Popper, o, dicho de otro modo, poner de manifiesto, llegado el caso, su falsedad. Las teorías que pasan este tipo de pruebas sustituyen a las que no logran hacerlo, integrándolas en sí mismas o superándolas. Este proceso constituye una suerte de selección cultural de las teorías (en el mismo sentido en que Darwin habla de una selección natural de las especies), gracias a la cual las ciencias progresan —no de certeza en certeza, como a veces se cree, sino «por profundización y correcciones», como decía Cavaillés, o, en términos de Popper,
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