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ALMUERZO EN EL RESTAURANTE GOTHAM

Jonathan TorresSíntesis12 de Junio de 2016

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ALMUERZO EN EL RESTAURANTE GOTHAM

STEPHEN KING

        Un día llegué a casa y encontré una carta (o una nota, más bien) de mi esposa sobre la mesa del comedor. En ella me decía que me dejaba, que necesitaba pasar una temporada sola y que ya recibiría noticias de su terapeuta. Me senté en una silla en la parte de la mesa que queda mas cerca de la cocina y leí el mensaje repetidas veces, incapaz de darle crédito. La única idea clara que tuve durante aproximadamente la siguiente media hora fue: Ni siquiera sabia que tuvieras un terapeuta, Diane.

        Al cabo de un rato me levante, fui al dormitorio y eche un vistazo. Toda su ropa había desaparecido (excepto un jersey que alguien le había regalado en broma y que tenia estampada la leyenda RUBIA RICA con un material que brillaba como las lentejuelas), y la habitación presentaba un aspecto curioso. Daba impresión de desorden como si Diane hubiera estado buscando algo por todas partes. Mire mis cosas para ver si se había llevado algo. Mientras lo hacia, tuve la sensación de que mis manos estaban frías y distantes, como si les hubieran inyectado una dosis de algún narcótico. Por lo que pude ver, todo lo que debía estar allí se encontraba en su sitio. No esperaba otra cosa pero, aun así, la habitación tenia un aspecto extraño, como si mi esposa hubiera tirado de ella de la misma manera que a veces se tiraba de la punta de los pelos cuando algo la sacaba de quicio.

        Volví a la mesa del comedor (la cual se encontraba. a un lado del salón; el piso solo tenia cuatro habitaciones) y leí una vez mas las seis líneas que Diane había dejado escritas. El mensaje era el mismo, pero el hecho de haber mirado en el dormitorio, con su extraño desarreglo, y el armario, medio vacío, me había inducido(? a darle crédito. Era una nota de lo mas impersonal. No había ningún <> ni un <>, ni siquiera un <>. Su calidez solo daba para un <>. Justo debajo de esto había garabateado su nombre.

        Terapeuta. Mi mirada volvía una y otra vez a aquella palabra. Terapeuta... Me dije que debía alegrarme de que no fuera <>, pero no me alegre. <>

        - Fíjate en esto, querida -le dije a la habitación vacía, y me di un apretón en la entrepierna. Pero el tono en que lo dije no fue ni firme ni divertido, que era lo que yo esperaba, y la cara que vi en el espejo del otro lado de la habitación estaba blanca como la tiza.

        Entre en la cocina, me serví un vaso de zumo de naranja y, cuando fui a cogerlo, se me cayo al suelo. El zumo salpico los cajones inferiores y el vaso se rompió Sabia que me iba a cortar si intentaba recoger los cristales (me temblaban las manos), pero los recogí de todos modos v me corte. Sufrí dos cortes, aunque ninguno de los dos fue profundo. Seguía pensando que todo aquello era una broma, pero luego caía en la cuenta de que no lo era. Diane no era muy aficionada a las bromas. El problema era que no lo había previsto. Me había pillado totalmente por sorpresa. ¿A qué terapeuta se refería? ¿Cuando lo veía? ¿De qué hablaba con el? Bueno, podía imaginarme de que hablaría con el: de mi. Probablemente le contaría cosas como que nunca me acordaba de bajar el asiento del retrete tras echar una meada, que quería practicar el sexo oral tal cantidad de veces que acababa resultando pesado ¿ A partir de cuando resulta uno pesado?), que no mostraba el suficiente interés en su trabajo en la editorial... Otra pregunta: ¿Como podía hablar sobre los aspectos íntimos de su matrimonio con un hombre que se llamaba William Humboldt? Por su nombre parecía un físico del Instituto de Tecnología de California o un miembro de la Cámara de los Lores.

        A continuación me hice la pregunta más importante: ¿por qué no me había dado cuenta de que sucedía algo? ¿Como era posible que me hubiera enterado de ello de la misma manera que Sonny Liston había encajado el famoso gancho fantasma de Cassius Clav? (Había sido por estupidez? (Por insensibilidad? Al cabo de unos días, v tras mucho pensar en los seis u ocho últimos meses de nuestro matrimonio (que había durado dos años), llegue a la conclusión de que había sido por ambos motivos.

        Aquella noche llame a Pound Ridge, donde vivía su familia, y pregunte si Diane se encontraba allí.

        -Si, se encuentra aquí, pero no quiere hablar contigo -me dijo su madre-. No vuelvas a llamar.

        La línea se cortó.

Dos días después el celebre William Humboldt me telefoneo a la agencia de valores donde trabajo. Cuando se hubo cerciorado de que estaba hablando realmente con Steven Davis, empezó a llamarme Steve. Puede que resulte difícil de creer, pero eso es exactamente lo que sucedió. Humboldt hablaba con una voz suave, queda y cálida que me hizo pensar en un gato que ronronea sobre un cojín de seda.

        Cuando le pregunte por Diane, Humboldt dijo que estaba <>, y cuando le pregunte si podía hablar con ella, me dijo que en su opinión seria <>. A continuación, y por increíble que parezca, me preguntó con un tono grotescamente solícito qué tal estaba yo.

        -Estoy como una rosa- respondí. Estaba sentado detrás de mi escritorio con la cabeza gacha y la frente apoyada en la mano izquierda. Tenia los ojos cerrados para no tener que mirar la brillante pantalla gris de mi ordenador. Había estado llorando mucho y me notaba los ojos como llenos de arena-. Señor Humboldt... supongo que le llamaran señor y no doctor...

        -Yo utilizo <>, aunque tengo títulos...

        -Señor Humboldt, si Diane no quiere volver a casa y no quiere hablar conmigo, ¿que es lo que quiere? ¿Por que me ha llamado usted?

        -Diane desea tener acceso a la caja de seguridad -dijo con su ronroneante vocecilla-. A la caja de seguridad que tienen ustedes en común.

        De repente comprendí por que había encontrado el dormitorio con aquel aspecto de desorden y note que el enojo empezaba a apoderarse de mi. Diane no estaba interesada en mi pequeña colección de dólares de plata de antes de la Segunda Guerra Mundial ni en el anillo de ónix para el meñique que me había comprado con motivo de nuestro primer aniversario (solo habíamos tenido dos en total), sino en el collar de diamantes que le había regalado y en los treinta mil dólares en valores negociables que había en la caja de seguridad. Entonces caí en la cuenta de que la llave se encontraba en la pequeña cabaña de verano que teníamos en el Adirondacks. No la había dejado allí a propósito, sino por descuido. Se había quedado encima del escritorio, en medio del polvo y las cagarrutas de ratón.

        Sentí dolor en la mano izquierda. Baje la mirada, vi que tenia el puño fuertemente cerrado y extendí los dedos. Las unas me habían hecho marcas en la palma de la mano.

        -

        -Si-dije-. Señor Humboldt, tengo que decirle dos cosas. c Esta preparado ?

        -Por supuesto -dijo con su vocecilla ronroneante. Por un instante me vino a la cabeza una imagen estrambótica: William Humboldt cruzando el desierto en una Harley-Davidson rodeado de una banda de ángeles del infierno. En la parte de atrás de su chaqueta de cuero se leía: <>

        Volví a sentir dolor en la mano izquierda. Se había cerrado de nuevo por si sola, como si fuera una almeja. Esta vez cuando la abrí, dos de las cuatro marcas estaban sangrando un poco.

        -En primer lugar -dije-, la caja va a permanecer cerrada hasta que un juez ordene que se abra en presencia de mi abogado y el de Diane. Mientras tanto, nadie va a desvalijarla, se lo prometo. Ni ella ni yo. -Hice una pausa-. Ni usted.

        -Creo que esta actitud hostil es contraproducente -señaló-. Y si se para a pensar en las ultimas afirmaciones que ha hecho, comprenderá por que su esposa esta destrozada emocionalmente, de manera que...

        -En segundo lugar-dije, haciéndole caso omiso (algo que a las personas hostiles se nos da muy bien)-, el hecho de que me llame por mi nombre de pila me parece una muestra de paternalismo e insensibilidad. Si lo vuelve a hacer por teléfono, le cuelgo. Si lo hace en mi presencia, se enterara de lo hostil que puede llegar a ser mi actitud...

        -Steve... Señor Davis... No me parece que...

        Colgué. Era la primera cosa que hacia que me proporcionaba alguna satisfacción desde que había encontrado la nota sobre la mesa del comedor con las tres llaves del piso encima para sujetarla.

Aquella tarde hable con un amigo de la asesoría jurídica que me recomendó a un amigo suyo que se dedicaba a casos de divorcio. Yo no quería divorciarme (estaba furioso con Diane, pero seguía queriéndola y quería que volviera conmigo), pero Humboldt no me gustaba. No me gustaba la idea de Humboldt. Me ponía nervioso tanto el como su vocecilla ronroneante. Creo que habría preferido a un fullero sin escrúpulos que me hubiese dicho: <>

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