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Ciudad De Dios

mariana040429 de Octubre de 2014

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RESUMEN DE LA CIUDAD DE DIOS

Hijos de esta misma ciudad son los enemigos contra quienes hemos de defender la Ciudad de Dios, no obstante que muchos, abjurando sus errores, vienen a ser buenos ciudadanos; pero la mayor parte la manifiestan un odio inexorable y eficaz, mostrándose tan ingratos y desconocidos a los evidentes beneficios del Redentor, que en la actualidad no podrían mover contra ella sus maldicientes lenguas si cuando huían el cuello de la según vengadora de su contrario no hallaran la vida, con que tanto se ensoberbecen, en sus sagrados templos. Por ventura, ¿no persiguen el nombre de Cristo los mismos romanos a quienes por respeto y reverencia a este gran Dios, perdonaron la vida los bárbaros? Testigos son de esta verdad las capillas de los mártires y las basílicas de los Apóstoles, que en la devastación de Roma acogieron dentro de sí a los que precipitadamente, y temerosos de perder sus vidas, en la fuga ponían sus esperanzas, en cuyo número se comprendieron no sólo los gentiles, sino también los cristianos. Hasta estos lugares sagrados venía ejecutando su furor el enemigo, pero allí mismo se amortiguaba o apagaba el furor del encarnizado asesino, y, al fin, a estos sagrados lugares conducían los piadosos enemigos a los que, hallados fuera de los santos asilos, hablan perdonado las vidas, para que no cayesen en las manos de los que no usaban ejercitar semejante piedad, por lo que es muy digno de notar que una nación tan feroz, que en todas partes se manifestaba cruel y sanguinaria, haciendo crueles estragos, luego que se aproximó a los templos y capillas, donde la estaba prohibida su profanación, así como el ejercer las violencias que en otras partes la fuera permitido por derecho de la guerra, refrenaba del todo el ímpetu furioso de su espada desprendiéndose igualmente del afecto de codicia que la poseía de hacer una gran presa en ciudad tan rica y abastecida. De esta manera libertaron su, vidas muchos que al presente infaman y murmuran de los tiempos cristianos, imputando a Cristo los trabajos y penalidades que Roma padeció, y no atribuyendo a este gran Dios el beneficio incomparable que consiguieron por respeto a su santo nombre de conservarles las vidas; antes por el contrario, cada uno, respectivamente, hacía depender este feliz suceso de la influencia benéfica del hado, o de su buena suerte, cuando, si lo reflexionasen con madurez, deberían atribuir Ias molestias y penalidades que sufrieron por la mano vengadora de sus enemigos a los inescrutables arcanos y sabias disposiciones de la Providencia divina, que acostumbra a corregir y aniquilar con los funestos efectos que presagia una guerra cruel los vicios y las corrompidas costumbres de los hombres, y siempre que los buenos hacen una vida loable e incorregible suele, a veces, ejercitar su paciencia con semejantes tribulaciones, para proporcionarles la aureola de su mérito; y cuando ya tiene probada su conformidad, dispone transferir los trabajos a otro lugar, o detenerlos todavía en esta vida para otros designios que nuestra limitada trascendencia no puede penetrar. Deberían, por la misma causa, estos vanos impugnadores atribuir a los tiempos en que florecía el dogma católico la particular gracia de haberles hecho merced de sus vidas los bárbaros, contra el estilo observado en la guerra, sin otro respeto que por indicar su sumisión y reverencia a Jesucristo, concediéndoles este singular favor en cualquier lugar que los hallaban, y con especialidad a los que se acogían al sagrado de los templos dedicados al augusto nombre de nuestro Dios (los que eran sumamente espaciosos y capaces de una multitud numerosa), para que de este modo se manifestasen superabundantemente los rasgos de su misericordia y piedad. De esta constante doctrina podrían aprovecharse para tributar las más reverentes gracias a Dios, acudiendo verdaderamente y sin ficción al seguro de su santo nombre, con el fin de librarse por este medio de las perpetuas penas y tormentos del fuego eterno, así como de su presente destrucción; porque muchos de estos que veis que con tanta libertad y desacato hacen escarnio de los siervos de Jesucristo no hubieran huido de su ruina y muerte si no fingiesen que eran católicos; y ahora su desagradecimiento, soberbia y sacrílega demencia, con dañado corazón se opone a aquel santo nombre, que en el tiempo de sus infortunios le sirvió de antemural, irritando de este modo la divina, justicia y, dando motivo a que su ingratitud sea castigada con aquel abismo de males y dolores que están preparados perpetuamente a los malos, pues su confesión, creencia y gratitud fue no de corazón, sino con la boca, por poder disfrutar más tiempo de las felicidades momentáneas y caducas de esta vida.

Y supuesto que están escritas en los anales del mundo y en los fastos de los antiguos tantas guerras acaecidas antes y después de la fundación y restablecimiento de Roma y su Imperio, lean y manifiesten estos insensatos un solo pasaje, una sola línea, donde se diga que los gentiles hayan tomado alguna ciudad en que los vencedores perdonasen a los que se habían acogido (como lugar de refugio) a los templos de sus dioses. Pongan patente un solo lugar donde se refiera que en alguna ocasión mandó un capitán bárbaro, entrando por asalto y a fuerza de armas en una plaza, que no molestasen ni hiciesen mal a todos aquellos que se hallasen en tal o tal templo. ¿Por ventura, no vio Eneas a Príamo violando con su sangre las arras que él mismo había consagrado? Diómedes y Ulises, degollando las guardias del alcázar y torre del homenaje, ¿no arrebataron el sagrado Paladión, atreviéndose a profanar con sus sangrientas manos las virginales vendas, de la diosa? Aunque no es positivo que de resultas de tan trágico suceso comenzaron a amainar y desfallecer las esperanzas de los griegos; pues en seguida vencieron y destruyeron a Troya a sangre y fuego, degollando a Príamo que se había guarecido bajo la religiosidad de los altares. Sería a vista de este acaecimiento una proposición quimérica el sostener que Troya se perdió porque perdió a Minerva; porque ¿qué diremos que perdió primero la misma Minerva para que ella se perdiese? ¿Fueron por ventura sus guardas? Y esto seguramente es lo más cierto, pues, degollados, luego la pudieron robar, ya que la defensa de los hombres no dependía de la imagen, antes más bien, la de ésta dependía de la de aquellos. Y estas naciones ilusas, ¿cómo adoraban y daban culto (precisamente para que los defendiese a ellos y a su patria) a aquella deidad que no pudo guardar a sus mismos centinelas?

Y ved aquí demostrado a qué especie de dioses encomendaron los romanos la conservación de su ciudad: ¡oh error sobremanera lastimoso! Enojarse con nosotros porque referimos la inútil protección que les prestan sus dioses, y no se irritan de sus escritores (autores de tantas patrañas), que, para entenderlos y comprenderlos, aprontaron su dinero, teniendo a aquellos que se los leían por muy dignos de ser honrados con salario público y otros honores. Digo, pues, que en Virgilio, donde estudian los niños, se hallan todas estas ficciones, y leyendo un poeta tan famoso como sabio, en los primeros años de la pubertad, no se les puede olvidar tan fácilmente, según la sentencia de Horacio, que el olor que una vez se pega a una vasija nueva le dura después para siempre. Introduce pues, Virgilio a Juno, enojada y contraria de los troyanos, que dice a Eolo, rey de los vientos, procurando irritarle contra ellos: Una gente enemiga mía va navegando por el mar Tirreno, y lleva consigo a Italia Troya y sus dioses vencidos; ¿y es posible que unos hombres prudentes y circunspectos encomendasen la guarda de su ciudad de Roma a estos dioses vencidos, sólo con el objeto de que ella jamás fuese entrada de sus enemigos? Pero a esta objeción terminante contestarán alegando que expresiones tan enérgicas y coléricas las dijo Juno como mujer airada y resentida, no sabiendo lo que raciocinaba. Sin embargo, oigamos al mismo Eneas,, a quien frecuentemente llama piadoso, y atendamos con reflexión a su sentimiento: Ved aquí a Panto, sacerdote del Alcázar, y de Febo, abrazado él mismo con los vencidos dioses, y con un pequeño nieto suyo de la mano que, corriendo despavorido, se acerca hacia mi puerta. No dice que los mismos dioses (a quienes no duda llamar vencidos) se los encomendaron a su defensa, sino que no encargó la suya a estas deidades, pues le dice Héctor en tus manos encomienda Troya su religión y sus domésticos dioses. Si Virgilio, pues, a estos falsos dioses los confiesa vencidos y ultrajados, y asegura que su conservación fue encargada a un hombre para que lo librase de la muerte huyendo con ellos, ¿no es locura imaginar que se obró prudentemente cuando a Roma se dieron semejantes patronos, y que, si no los perdiera esta ínclita ciudad, no podría ser tomada ni destruida? Más claro: reverenciar y dar culto a unos dioses humillados, abatidos y vencidos, a quienes tienen por sus tutelares, ¿qué otra cosa es que tener, no buenos dioses, sino malos demonios? Acaso no será más cordura creer, no que Roma jamás experimentaría este estrago, si ellos no se perdieran primero, sino que mucho antes se hubieran perdido, si Roma, con todo su poder, no los hubiera guardado? Porque, ¿quién habrá que, si quiere reflexionar un instante, no advierta que fue presunción ilusoria el persuadirse que no pudo ser tomada Roma bajo el amparo de unos defensores vencidos, y que al fin sufrió su ruina porque perdió los dioses que la custodiaban, pudiendo ser mejor la causa de este desastre el haber querido tener patronos que se habían de perder, y podían ser humillados fácilmente, sin que fuesen capaces de evitarlo? Y cuando los poetas escribían tales patrañas de sus dioses, no fue antojo que les vino de mentir, sino que a hombres sensatos, estando

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