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De la virtud

tayteEnsayo27 de Agosto de 2014

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De la virtud

Por experiencia reconozco que entre los arranques e ímpetus del alma y el hábito permanente y constante media -91- un abismo; y creo que nada hay de que no seamos capaces, hasta de sobrepujar a la Divinidad, dice alguien, por cuanto es más meritorio llegar por sí mismo a la impasibilidad, que ser impasible por original esencia. Puede alcanzar la debilidad humana la resolución y la seguridad de un Dios, pero sólo merced a sacudidas violentas. En las preclaras vidas de algunos antiguos héroes se ven a veces rasgos milagrosos, que parecen superar de muy lejos nuestras fuerzas naturales, pero a decir verdad no son más que rasgos, y es duro creer que con estados tan supremos y esclarecidos puédase abrevar el alma de tal suerte que lleguen a serla ordinarios y como naturales. A nosotros mismos, que no somos sino abortos de hombre, acontécenos sentir la nuestra abalanzarse, cuando ejemplos ajenos la despiertan, bien lejos de su situación normal; pero es ésta, una especie de pasión que la empuja y agita, y que la arrebata en algún modo fuera de sí misma, pues pasado el torbellino vemos que sin saber cómo se desarma y detiene por sí misma, si no hasta el último límite, al menos hasta abandonar el estado en que se encontraba, de suerte que entonces, en todo momento, por un pájaro que se nos escapa o por un vaso que se nos quiebra, nos afligimos sobre poco más o menos como el más vulgar de los hombres. Aparte del orden, la moderación y la constancia, creo que todas las cosas sean hacederas por un individuo imperfecto y en general falto de vigor. Por eso dicen los filósofos que para juzgar con acierto a un hombre precisa sobre todo fiscalizar sus acciones ordinarias y sorprenderle en su traje de todos los días.

Pirro, aquel que edificó con la ignorancia una tan divertida filosofía, intentó, como todos los demás hombres verdaderamente filósofos, que su vida concordara con su doctrina. Y porque sostenía que la debilidad del juicio humano era extremada hasta el punto de no poder tomar partido ni a ningún lado inclinarse, queriendo sorprenderlo perpetuamente indeciso, considerando y mirando como indiferentes todas las cosas, cuéntase que se mantenía siempre de manera y semblante idénticos: cuando había comenzado una conversación, nunca dejaba de terminarla, bien que la persona a quien hablara hubiera desaparecido; cuando andaba, jamás interrumpía su camino, por recios obstáculos que le salieran al paso, teniendo necesidad de ser advertido por sus amigos de los precipicios, del choque de las carretas y de otros accidentes: el evitar o temer alguna cosa, hubiera ido en contra de sus proposiciones, que aun a los sentidos mismos rechazaban toda elección y certidumbre. Soportaba a veces el cauterio y la incisión con una firmeza tal que ni siquiera pestañear se le veía. Conducir el alma a fantasías semejantes es, sin duda, peregrino, pero lo es más el juntar a ellas los efectos, lo cual no -92- es imposible, sin embargo; mas el unirlos con perseverancia y constancia tales, hasta el extremo de fundamentar en ellos la vida diaria, es casi increíble que sea dable. Por lo cual, como el filósofo fuera alguna vez sorprendido en su casa cuestionando muy acaloradamente con su hermana y ésta le reprendiera de no seguir en este punto su regla de indiferencia: «¡Cómo! reponía, ¿será también preciso que esta mujercilla sirva de testimonio a mi doctrina?» En otra ocasión en que se le vio defenderse contra las acometidas de un can «Dificilísimo es, dijo, despojar por completo al hombre; hay que esforzarse o imponerse el deber de combatir las cosas primeramente por los efectos, o, cuando menos, por la razón y el discurso.»

Hace unos siete u ocho años que a dos leguas de aquí un aldeano, vivo hoy todavía, como se encontrara de antiguo trastornado por los celos de su mujer, volviendo un día del trabajo recibiole ella con sus chillidos habituales; esta vez el hombre se enfureció de tal modo que, al instante, con la hoz que tenía segose de raíz las partes que a los celos contribuían por tan calenturiento modo, y se las arrojó a las narices. Cuéntase que un joven gentilhombre de los nuestros, enamorado y gallardo, habiendo por su perseverancia ablandado al fin el corazón de una hermosa amada, desesperado porque en el momento de la carga se encontrara flojo y falto de empuje,

Non viriliter

iners senile penis extuterat caput1006,

cuando volvió a su casa se privó de repente de sus órganos, enviándoselos, cual víctima sanguinaria y cruel, para purgar su ofensa. Si a esta acción le hubiera encaminado un religioso razonamiento, como a los sacerdotes de Cibeles, ¿qué no diríamos de una empresa tan relevante?

Pocos días ha que en Bergerac, a cinco leguas de mi casa, siguiendo contra la corriente del río Dordoña, una mujer que había sido atormentada y apaleada por su marido la noche anterior, contrariado y malhumorado por su complexión, determinó libertarse de tal rudeza a expensas de la propia vida. Habiéndose, como de costumbre, reunido con sus vecinas al levantarse por la mañana al día siguiente, dejando escapar ante ellas algunas palabras de recomendación para sus cosas, cogió de la mano a una hermana que tenía, fueron así hasta el puente, y luego que con el mayor sosiego se hubo despedido de ella, sin mostrar cambio ni sobresalto, precipitose al agua, donde se perdió. Lo más notable de este sucedido es que la determinación maduró toda una noche en su cabeza.

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Más valeroso es el proceder de las mujeres indias, pues siendo habitual a sus maridos el tener varias, y a la más cara de entre ellas el matarse cuando él muere, todas, por designio de la vida entera, enderezan sus miras a lograr esa ventaja sobre sus compañeras; y los buenos servicios que a sus maridos procuran no tienen distinta mira ni buscan otra recompensa que la de ser preferidas en la compañía de su muerte:

...Ubi mortifero jacta est fax ultimo lecto,

uxorum fusis stat pia turba comis:

et certamen habent lethi, quae viva sequntur

conjugium: pudor est non licuisse mori.

Ardent vitrices, et flammae pectora praebent,

imponuntque suis ora perusta viris.1007

Aun en el día, escribe un hombre haber visto en esas naciones orientales semejante costumbre gozar crédito; y añade que no solamente las mujeres se entierran con sus maridos, sino también las esclavas de que gozara en vida, lo cual se practica en la siguiente forma: muerto el esposo, puede la viuda, si lo desea (pero son contadas las que transigen con ello), solicitar dos o tres meses para poner en buen orden sus negocios. Llegado el día de la muerte, la viuda monta a caballo adornada como si a casarse fuera, y con alegre continente se dispone (así lo dice) a dormir con su esposo, teniendo en la mano derecha un espejo y una flecha en la izquierda; habiéndose así triunfalmente aseado, acompañada por sus amigos y parientes y también por el pueblo en son de fiesta, se la traslada luego al sitio público destinado al espectáculo, que es una plaza grande, en medio de la cual hay un foso lleno de leña; junto a ella se ve una altitud, donde se sube por cuatro o cinco escalones, al cual se la conduce, sirviéndola allí una comida espléndida; luego se pone a bailar y a cantar, y cuando bien lo juzga, ordena que enciendan la hoguera. Tan pronto como esta arde, baja del sitial y cogiendo de la mano al más próximo de entre los parientes de su marido, van juntos al vecino río, donde la víctima se despoja completamente de sus vestiduras, distribuye entre sus amigos sus joyas y sus ropas, y se sumerja en el agua como para lavar sus pecados; en el momento en que sale a tierra, se envuelve en un lienzo amarillo de catorce brazas de largo, da de nuevo la mano al pariente de su marido y se encaminan juntos al montículo, desde el cual habla al pueblo, recomendando el cuidado de sus hijos si los tiene. En el foso y -94- en el montículo colocan a veces una cortina para ocultar la vista de la ardiente hornaza, lo cual algunas prohíben para dar prueba de mayor vigor. Luego que acaba de hablar, una mujer la presenta un vaso lleno de aceite para untarse la cabeza y todo el cuerpo, luego le arroja al fuego cuando la operación acaba, y al instante se lanza ella misma. El pueblo al punto deja caer sobre la víctima gran cantidad de leños para que la muerte sea más pronta y el sufrimiento menor, y toda la alegría se trueca en tristeza dolorida. Cuando se trata de personas de categoría mediana, el cadáver, se conduce al lugar donde ha de recibir sepultura, y allí se sienta; la viuda, arrodillada junto a él, lo abraza estrechamente, permaneciendo así mientras alrededor de ambos levantan un circuito, el cual, cuando llega a los hombros de la mujer, uno de sus parientes, cogiéndola el cuello por la espalda, se lo retuerce, y cuando ya está muerta, se cierra el circuito, dentro del cual quedan enterrados.

En este mismo país practicaban algo semejante los gimnosofistas, pues no por ajena obligación ni por impetuosidad de su humor repentino, sino por expresa profesión de su secta, era su costumbre, conforme alcanzaban cierta edad, o cuando se veían amenazados por alguna dolencia grave, el hacerse preparar una hoguera sobre la cual había un lecho muy suntuoso; y luego de haber festejado alegremente a sus amigos y conocidos, plantábanse en ese lecho con resolución tan grande que, aun cuando el fuego ardía, nunca se vio a ninguno mover los pies ni las manos. Así murió uno de aquéllos, Calano, en presencia de todo el ejército de Alejandro el Grande. Y a nadie se consideraba santo ni bienaventurado, si no acababa así, enviando su alma purgada

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