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Dignidad En El Ser Humano


Enviado por   •  18 de Junio de 2014  •  2.156 Palabras (9 Páginas)  •  659 Visitas

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LA DIGNIDAD DEL SER HUMANO

Vamos a contarles a los lectores y lectoras la verdad tras estos párrafos que sus ojos recorren. El autor de la cartilla había escrito una primera versión: “Rechazo por principio las afirmaciones contundentes y radicales, pero me voy a atrever a iniciar este capítulo con una afirmación contundente y radical: una persona se gana el derecho a la dignidad, en la medida en que les reconoce y respeta la dignidad__su carácter sagrado__a los demás. E incluso, voy a atreverme a decir que los demás no solamente son otros seres humanos, sino todo cuanto forma parte de eso que cuando niños nos enseñaron a llamar __con mayúsculas__ La Creación”.

Y más adelante: “Para ganarnos la dignidad, debemos reconocernos y honrarnos a nosotros mismos como dioses, pues si aceptamos literal o metafóricamente que fuimos creados por Dios a su imagen y semejanza, quiere decir que en todos y cada uno de los casi 8.300 millones de seres humanos que hoy habitamos la Tierra, existe un fractal, o como quien dice: un pequeño resumen de Dios. En otra parte de esta misma cartilla contamos cómo, en el cerebro de cada ser humano, existen tantas neuronas como estrellas posee nuestra galaxia y como galaxias tiene el universo. Más aún: los científicos afirman que en todo el Universo conocido no existe una estructura tan compleja como el cerebro humano; una estructura viva desde la cual somos capaces de entender el Cosmos, a pesar de estar confiados a esta minúscula y al mismo tiempo maravillosa partícula del Universo que es la Tierra .”

Pero inmediatamente repostaron los y las integrantes del Grupo de Ética y Desarrollo Humano de la Dirección General con quienes hemos venido trabajando este texto: “¿Cómo así que ganarse la dignidad?”, reclamaron. “la dignidad humana no se gana, es un don inherente a todo ser humano; es este el reconocimiento fundamental en el cual se basan los Derechos Humanos. Allí donde hay persona, allí donde hay un hombre o una mujer, hay derechos humanos porque hay dignidad humana.”

Y para apoyar su posición no solamente citaron la frase del maestro Mario Madrid Malo cuando dice: “El ser humano mantiene su dignidad indeclinable aunque llegue a distanciarse de la verdad y del bien, auque viole el orden jurídico con sus comportamientos delictivos, aunque no haya respetado en otros de su especie la fuente misma de las atribuciones jurídicas de la persona”, sino que agregaron además, la siguiente afirmación de Juan XXIII: “El que yerra, no por eso está despojado de su condición de hombre, ni a perdido su dignidad de persona y merece siempre la consideración que deriva de este hecho”.

Y por supuesto, dejaron pensando, dudando y tambaleando, al autor. ¡Cierto!, pensó. ¡Tienen razón! Que alguien viole los derechos humanos de los demás, no justifica ni permite la violación de los derechos humanos del violador. Y además recordó a Gandhí cuado decía: “Si seguimos literalmente aquello de que ojo por ojo y diente por diente, todos vamos a terminar desdentados y ciegos… ”

Pero el autor también pensó: ¿Será que el don de la dignidad es tan gratuito que si bien lo poseemos por el mero hecho de existir, no tenemos ninguna responsabilidad frente a su conservación, puesto que hagamos lo que hagamos, no lo podemos perder?

Entonces el autor aventuró una reflexión: Hagamos lo que hagamos, nadie se puede considerar con derecho o con legitimidad para negarler o desconocerle a otro ser humano su dignidad. Pero el que les niega la dignidad a los demás, se quita a si mismo su propia dignidad. Ningún otro ser humano, distinto de sí mismo, puede cobrarle en los mismos términos su dignidad, o mejor: su propia “Indignificación”. Distinto es que por medios legales la sociedad le pueda imponer una sanción, pero sin violar su dignidad. Lo cual, por supuesto y lamentablemente, no funciona en la práctica, pues en la mayoría de nuestras cárceles son modelo de indignidad.

Y más para involucrar a los lectores y lectoras en la discusión, que para incurrir en una nueva afirmación contundente y radical, el autor recordó que aquel que se pasa la vida poniendo minas quebrapatas en el camino de los demás, tarde o temprano pisa una de sus propias trampas; tarde o temprano termina enredado en su propia alambrada…

Nadie más que el mismo violador de la dignidad y de los derechos de los demás, se cobra tan legitima y, además, tan efectivamente, la cuenta por su “insignificación”. A lo mejor a eso se refieren los orientales cuando hablan del karma…

No resuelta, sino mejor: ampliada y profundizada la discusión, retomemos el hilo del texto original:

Para el pleno ejercicio de la dignidad humana existe un prerrequisito que, si bien no aparece explícitamente en el epígrafe de Lin Yutang que colocamos al inicio de estos párrafos, de alguna manera está implícito en los demás y especialmente en el humor: hablamos de la humildad.

El humor, que de alguna manera consiste en la capacidad de relativizar todo cuanto se presume absoluto y de cuestionar toda verdad de nuestro propio ego y la magnitud de nuestra vulnerabilidad. La peor amenaza contra cualquier dogmatismo __ y en especial contra cualquier actitud dogmática en que nosotros mismos podamos incurrir es el humor. Más allá de toda escolla, el soberbio y el dogmático siempre corren el riesgo de ser humillados. La única vacuna contra la humillación es la humildad.

En este caso, la humildad consiste en reconocer que, al tiempo que somos dioses y que nos honramos como tales, somos una pequeña parte de un “Yo mayor”, cuya esencia y significado ayudamos a definir y construir.

Y que nuestra existencia y la dignidad vital que esa existencia con lleva, dependen de una compleja telaraña de relaciones entre los seres vivos y los seres, aparentemente sin vida que comparten con nosotros el planeta: no es posible concebir nuestra existencia sin las plantas y sin las algas microscópicas que capturan el gas carbónico atmosférico y la luz solar, y los convirtieran en alimentos y en oxígeno. Como tampoco podemos entender nuestra salud, sino como resultado de una simbiosis o relación de mutua conveniencia entre nuestros cuerpos y los microorganismos de enorme biodiversidad que habitan nuestro aparato digestivo, nuestras mucosas y nuestra piel.

El astrónomo Timothy Ferris habla en alguno de sus libros de “esa dignidad sin palabras de los animales salvajes”, mientas que Thomas Berry afirma que “en el universo, todo está genéticamente emparentado con todo lo demás. Hay literalmente, una familia, un vínculo, porque todo desciende de la misma fuente. En este proceso creativo se originan todas las cosas. En la Tierra, todos los seres vivos derivan claramente de un solo origen. Literalmente nacemos como comunidad: árboles, aves y todas las criaturas vivas están unidas en una sola comunidad de vida. Esto nos da la sensación de pertenencia (…) Para contar la historia de cualquiera de nosotros es necesario contar la historia del universo. Si este fuera diferente, nosotros también lo seríamos. El universo debe ser lo que es universalmente, para nosotros ser lo que somos Individualmente, porque todo lo que ha ocurrido en el universo está presente en cada uno de nosotros (…) Debemos descubrir esta historia de un universo emergente como nuestra historia sagrada.”

Por eso, en alguna otra parte, afirmábamos que nuestra dignidad como seres humanos y junto con ella nuestra posibilidad de permanecer como especie en el planeta, disminuye de hecho, cada vez que se extingue alguna especie animal o vegetal, que se destruye algún ecosistema o que se seca definitivamente algún ojo de agua.

Lo anterior, para redondear, pretende transmitir la convicción de que la dignidad de los seres vivos y de “La Creación” en general, constituye una unidad, de manera tal que cuando se le niega la dignidad a cualquier ser, se reduce nuestra dignidad global.

Pero en el caso concreto de Colombia, es decir: en nuestro propio caso, en nosotros, en nuestra realidad cotidiana, esa negación de la dignidad es todavía mucho mayor. Mucho más lamentable y vergonzosa.

Vivimos en una sociedad en donde a la vida se le otorga el mínimo valor. Y no nos referimos a la vida en el sentido exclusivamente biológico de la palabra, sino muy especialmente a la vida en sentido cultural, es decir, a su significado y a su calidad.

Nos hemos vuelto indiferentes a los niños vendiendo dulces o flores a media noche en los semáforos, a los desplazados en las calles y a las noticias sobre las masacres y los asesinatos selectivos y, entre nuestra indiferencia y la impunidad, les hemos ido otorgando cierta legitimidad a delitos tan infames como el secuestro y la desaparición forzada, que si bien, como tal, ha disminuido en Colombia, en la práctica ha cambiado de modalidad.

Nos aterramos, con razón, frente a la imágenes terribles de los ataques terroristas contra las Torres Gemelas de Manhattan y de los bombardeos despiadados contra Afganistán, pero nos hemos acostumbrado a ver los pueblos destruidos con pipetas de gas y los cadáveres de campesinos masacrados, desde infantes hasta ancianos, a pocos kilómetros de donde estamos tranquilamente frente al televisor o junto al radio.

La avalancha de Armero, el desastre de origen natural que más muertos ha causado en el país, se llevó la vida de veinte mil seres humanos, la mitad de las personas que mueren asesinadas cada año en Colombia. Con el agravante, de que en el caso de Armero, pueden haber mediado la ignorancia o el descuido de las autoridades que oportunamente debieron ordenar la evacuación, pero definitivamente, nadie tuvo la intención de acabar con esas vidas humanas. En cambio, en el caso de los cuarenta mil asesinados, alguien ha querido, de manera expresa y consciente, que esas personas abandonen el planeta por la fuerza.

Uno de los grandes logros de la tecnología humana es el desarrollo de dispositivos electrónicos que, todavía de manera rudimentaria, les devuelven a los ciegos la capacidad de percibir algunas formas y algunos contrastes de luz _ todavía no la capacidad de ver _ y a los sordos la capacidad de oír. O prótesis que les reemplazan a los mutilados las piernas o los brazos perdidos, con una gran aproximación a los miembros reales. O aparatos computarizados para regular el ritmo del corazón en pacientes que de lo contrario quedarían desahuciados. Instrumentos de altísimo costo, muy lejos todavía del alcance de la mayoría de los mortales y meras imitaciones de los órganos con que la naturaleza nos ha dotado a los seres humanos. Nada en comparación con el funcionamiento milagroso de los cuerpos, con su sabiduría biológica, con los resultados tangibles del trabajo realizado por la vida durante los cuatro mil millones de años que los seres vivos llevamos sobre el planeta Tierra.

Ninguna prótesis, por desarrollada que sea, se acera siquiera a cualquiera de esos cuarenta mil seres humanos que cada año caen asesinados en Colombia. Ninguna pierna artificial, por costosa que sea reemplaza las piernas mutiladas por las bombas antipersonales.

Ningún argumento justifica, ni devuelve la dignidad humana a quienes se lucran con el negocio del secuestro o de la muerte, ni a quienes propician o son agentes directos de masacres y desplazamientos.

En un escenario como el de Colombia hoy, los cuatro pilares o ingredientes que propone Lin Yutang: la curiosidad y los sueños, o sea la creatividad, el humor, que nosotros equiparamos a la humildad y la libertad, son necesarios pero no suficientes para recuperar la dignidad humana.

No podemos darnos el lujo de esperar a que nos venga de afuera. Si somos pequeños dioses, si dentro del cráneo de cada uno de los hombres y mujeres que nos llamamos colombianos, existe un cerebro con tantas neuronas como galaxias tiene el Universo, y si cada uno de nosotros tiene un par de manos y cinco o más sentidos en cuyo perfeccionamiento la vida se ha tomado cuatro mil millones de años, tenemos que estar en capacidad de realizar ese milagro.

Muy seguramente, ese milagro no será el resultado de un acto de magia deslumbrante, sino la suma dinámica y sinérgica de una cantidad de músculos prodigiosos de solidaridad y de esperanza en contra de todas las evidencias aniquiladoras, protagonizados por los hombres y las mujeres de Colombia que asumamos de verdad el reto de convertirnos en militantes de la vida. Por eso:

Esos pequeños milagros ya ocurren todos los días en las ciudades y en los campos colombianos, de lo contrario, ya se había derrumbado el país. Pero tenemos el reto de que la sinergia entre esos pequeños milagros, es decir, de la energía sumada de las voluntades que los logran y de las lecciones de sus resultados, surja el gran milagro que transforme el futuro país.

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