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Ensayo Clinico


Enviado por   •  6 de Octubre de 2014  •  3.284 Palabras (14 Páginas)  •  200 Visitas

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LA TRISTE HISTORIA DEL PASCOLA CENOBIO

Francisco Rojas González del Libro “El Diosero”

CENOBIO TÁNORI vivía en Bataconcica; joven y galán, “estimado de los hombres y amigo de las mujeres”, el yaqui gustaba lucir su arrogancia en ferias, festividades y velorios, donde hacia gala de sus aptitudes para la danza. Fama era de que en toda la región no había con quien se le comparara en el arte de bailar, de bailar las danzas ásperas, rigurosas y ancestrales… Para Tánori no había mayor gloria que lucirse en los airosos saltos del “pascola” , sacudiendo como joven bestia las pantorrillas forradas con los vibrantes “ténavaris”, que son especie de cascabeles de oruga o de capullos. Era placer para todos admirar la gracia y la donosura con que Cenobio Tánori, con el rostro cubierto por horripilante máscara caprina, arañaba con los dedos de sus píes desnudos la pista de tierra suelta y recién regada, cubierta en veces por pétalos de rosas o por verdura cimarrona, al compás de la melodía pentafónica nacida de la flauta de carrizo y cómo su torso hercúleo y desnudo se cimbraba, se estremecía, a imitación del animal revivido en sus instantes más emotivos: el coraje, el miedo, el celo, mientras la sonaja de discos en la izquierda del danzarín se acomodaba al ritmo punteado del redoblante, instrumento capital en la música que acompañaba a la coreografía totémica.

El arte no ha sido pródigo para quien lo ejerce; las intervenciones de Tánori tenían por lo general flaca recompensa: Una humeante y olorosa cazuela de “Guacavaqui”, un trozo de carne de res asada en brasas, un par de tortillas de harina de trigo suaves y calientes y un puñado de cigarrillos de tabaco negro y picante… Eso, aparte de las sonrisas y de las caídas de ojos, de los guiños con que las mujercitas pretendían atraerse la atención de aquel bohemio silvestre, de aquel esteta rústico y arrogante.

De pueblo en pueblo, de feria en feria, iba Cenobio Tánori llevando su alegría. Lo mismo pespunteaba un “pascola”, que ejecutaba las prolongadas y bulliciosas danzas de “El Venado” o “El Coyote”, ambas de primitivo origen, bárbaras y bellas como el ambiente verde azul, como la vegetación agresiva y hermosa que rodeaba la plazuela del villorio donde se celebraba el festejo: Babójori o Tórim, Corasape o El Babero…

Pero un día ya estaba escrito, la vida del vagabundo quedó prendida… fue en su mismo pueblo, en Bataconcica, donde el pensamiento, donde la voluntad del trotamundos quedó liada, como copo de algodón entre las espinas de un cardo, de las pestañas “Chinas” y tupiditas de un par de ojazos café oscuros, traviesos e inquietos, los ojos de Emilia Buitimea, aquella muchacha pequeña y suave que logró pescar para sí lo que tanto anhelaban todas las jóvenes yaquis en edad de merecer: A Cenobio Tánori, “El Pascola”, garrido y orgulloso.

Pronto se habló de los dos juntos: de la Emilia y de Cenobio. “Buena pareja”, comentaban los viejos… Más las ancianas, con los pies mejor hincados en la tierra, se aventuraban por el comentario realista: “Lástima que Cenobio ande tan flaco de la bolsa… ¿si llueve con qué la tapa?” o bien el optimista augurio: “El suegro, Benito Buitimea, es rico y sabrá ayudar al muchacho.

Pero Cenobio Tánori seguía siendo orgulloso y “echado pa’ atrás”, a pesar de estar enamorado: él nunca consentiría en vivir a costillas del suegro… Jamás sería un arrimado en la casa de su futura.

Tales determinaciones cuesta mucho sostenerlas; dígalo si no Cenobio Tánori el danzante, quien se olvidó de ferias y holgorios en busca de lo esencial para una boda, si no rumbosa, por lo menos digna de la condición de Emilia Buitimea.

Animoso y decidido vemos a Tánori colgar para siempre sus amados “Ténabaris” para contratarse como peón; trabajar tras de la yunta que pujaba en la tarea de abrir brechas en la tierra prodiga y profunda del “Valle del Yaqui”; cargar sobre sus lomos los sacos ahitos de garbanzo o recoger en haces las espigas trigueras… La gente en general se admiraba de ver al eterno trotamundos sometido a un esfuerzo al que nadie pensó que algún día tendría que someterse…

Más la labor agobiante del peón de surco no da mucho… y los días se iban ante la ansiedad del muchacho y la tristeza silenciosa de la Emilia…

Un día creyó llegado el fin de sus congojas; fue cuando un forastero lo invitó para que le sirviera como guía en una expedición por el cerro de “El Mazocoba”; se trataba de descubrir vetas de metales preciosos; la soldada ofrecida era muy superior a la que Cenobio Tánori lograba en las duras tareas agrícolas, sólo que había un grave inconveniente para aceptarla: Los indios los “Yoremes” sus paisanos, no veían con buenos ojos que hombres blancos y avarientos hoyaran la tierra de la serranía venerada, y mucho menos aceptaban que fuera precisamente un yaqui de la calidad de Cenobio Tánori quien condujera por los senderos escondidos, por las rutas misteriosas de “El Mazocoba”, a los odiados “Yoris”.

Estas circunstancias determinaron que Tánori no se contratara tan pronto como se le presentó la oportunidad… pero la necesidad, la urgencia latente en el corazón del indio, ayudadas por la insistencia del gambusino y por la anuente actitud de Emilia Buitimea, acabaron por vencer.

Cuando retornó a Bataconcica, traía el bolso lleno; tres meses de servicios prestados fielmente al “Yori” le habían deparado no sólo lo suficiente para la boda, sino también algo con qué afrontar los primeros gastos en su futura vida al lado de la Emilia… Pero a cambio de tantos bienes, Cenobio Tánori tuvo que encararse a una situación bien desagradable: Los “Yoremes” viejos, aquellos dueños de la tradición siempre agresiva siempre a la defensa contra el blanco, lo recibieron fríamente, algunos hasta se negaron a darle el tradicional saludo de bienvenida. El muchacho sufrió estoico los desprecios, contando como contaba no sólo con el cariño de su futura mujer, sino con la simpatía de la gente moza, simpatía que alcanzaba elevadas proporciones cuando se trataba de las jóvenes, de aquellas a las que no afectaba mucho ni el manchón que los ancianos advertían en la personalidad del danzante, ni el compromiso matrimonial de éste con la Emilia, pues ni aquello las lastimaba, ni esto las desdoraba…

Y una tarde, cuando Cenobio Tánori aguardaba, a media calle real de Bataconcica, la oportunidad de encontrarse con la Emilia, advirtió la presencia de Miguel Tojíncola, aquel viejo enorme, de cara negra, labrada con hachazuela, quien tambaleante de embriaguez se acercó al danzarín para burlarse de él con carcajadas

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