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Ensayo Sobre La Muerte


Enviado por   •  24 de Mayo de 2015  •  3.289 Palabras (14 Páginas)  •  344 Visitas

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Pequeño ensayo sobre la muerte

Alfredo Buero

La muerte sólo será triste para los que no hayan pensado en ella.

FRANCOIS DE SALIGNAC DE LA MOTHE FÉNELON

Arzobispo de Cambrai (1651-1715)

En ocasión de diagnosticar una enfermedad grave, o de indicar un procedimiento a un paciente, éste o sus familiares suelen interrogarnos sobre los riesgos. En esta pregunta parece quedar implícita la duda sobre la ocurrencia de efectos o complicaciones generadas por la patología o la intervención; sin embargo, en general, no es posible discernir si el interlocutor también considera a la muerte entre estas posibilidades. Es raro que un paciente pregunte directamente si puede llegar a morir de su enfermedad.

De la misma forma, todos los médicos asistimos frecuentemente a la situación en la que la muerte admisible de un enfermo terminal o de edad avanzada despierta un dramatismo exagerado e incomprensible entre los familiares, capaz de llevarlos al enfado y al litigio contra el sistema médico. La tenacidad con la que no se reconoce ni se acepta la muerte se presenta anacrónica en nuestra era empapada de ciencia y de razón.

Hace ya casi 50 años que el sociólogo inglés Geoffrey Gorer (1) señaló cómo la muerte se ha convertido en tabú y reemplazado al sexo como símbolo de censura. Antiguamente se les decía a los niños que nacían de un repollo, pero asistían a la escena del adiós a la cabecera de un familiar moribundo. En la actualidad, los niños son iniciados desde pequeños en la fisiología del amor y la anticoncepción, pero jamás podrán ver cómo su abuelo deja este mundo.

Parece ser que técnicamente admitimos la posibilidad de morir cuando padecemos una enfermedad, pero en el fondo solemos sentirnos inmortales. Sin duda, la medicina también aporta sus motivaciones para creer que no vamos a morir, o que por lo menos no existirán más muertes “prematuras”. La idea que nos hacemos de este buen porvenir parece estar autorizada por los trasplantes de órganos, la terapia génica y celular, la clonación o las terapias rejuvenecedoras.

A través de algunos relatos de la historia nos percatamos de que morir en Occidente nunca fue fácil. En la primera mitad de la Edad Media se había establecido un ritual de la muerte basado en elementos antiguos y que contaba de los siguientes pasos: Comenzaba con el “presentimiento” de que el tiempo se acababa (¿presentirá el hombre del siglo XXI la llegada de la muerte?). Entonces el enfermo se acostaba y yacía sobre el lecho rodeado de sus familiares, amigos y vecinos. La actitud del moribundo en esta liturgia pública de su muerte incluía el pedido de perdón y reparación por los errores que había cometido y la encomienda a Dios de los sobrevivientes. Parece que en esa época era natural que el hombre sintiera la proximidad de la muerte; rara vez ésta sobrevenía de manera repentina. Y si el principal interesado no era el primero en percatarse de su destino, le correspondía a otro advertírselo en lugar de ocultárselo. Un documento pontificio de la Edad Media indicaba que era obligación del médico informar al moribundo, tal como ocurre en la cabecera de Don Quijote: “[El] tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro”.

En aquella época, las costumbres cristianas sugerirían que el moribundo estuviese acostado sobre la espalda para que su cara mirase al cielo; los judíos, en cambio, debían hacerlo mirando a la pared, según las descripciones del Antiguo Testamento. Todavía en el siglo XVI, la Inquisición española reconocía en esa señal a los marranos mal convertidos.

Esta familiaridad con la muerte implicaba una concepción colectiva del destino, una aceptación del orden de la naturaleza según las grandes leyes de la especie. Varios siglos después, Arthur Schopenhauer retomó esta aceptación de la muerte con un enfoque más drástico en su clásica sentencia expuesta en su “Metafísica de la Muerte”: “Exigir la inmortalidad del individuo es querer perpetuar un error hasta el infinito”.

Pese al espíritu de resignación de la Edad Media, el duelo de los sobrevivientes solía manifestarse dramáticamente. Inmediatamente después de la muerte, los asistentes se desgarraban las vestiduras, se arrancaban la barba y el pelo, se despellejaban las mejillas, besaban apasionadamente el cadáver y hasta solían caer desvanecidos. (2) Pero después de estas manifestaciones inmediatas de dolor, los gestos de los sobrevivientes traducían la misma resignación y abandono al destino, dejando de lado la voluntad de dramatizar. Tanto es así que, avanzada la Edad Media, el cortejo fúnebre incluiría “lloronas” pagadas para garantizar las manifestaciones de duelo. El Cid Campeador cantaría entonces (circa 1140):

Para llorarme ordeno

que no se alquilen lloronas;

los de Jimena bastan

sin otros llantos comprados.

Podría afirmarse que durante gran parte de este período de la civilización occidental la hora de la muerte se consideraba como una condensación de la vida en su totalidad, como una continuidad y no como un corte absoluto entre el antes y el después. Ya antes de la era cristiana, y con motivo de la batalla de las islas Arginusas, Jenofonte describió cómo el temor a la muerte era menor que el miedo a la privación de sepultura. Cuenta el historiador que tras una victoria por mar, los generales atenienses habían descuidado enterrar a los cadáveres. Al llegar a Atenas, los padres de los muertos, pensando en el largo suplicio que aquellas almas sufrirían, se acercaron al tribunal vestidos de luto y exigieron el castigo de los culpables. Al no diferenciar entre alma y cuerpo, los griegos consideraban que la sepultura era necesaria para la felicidad y el reposo eterno. A pesar de haber salvado a Atenas con su victoria, los generales fueron acusados de impiedad y condenados a muerte. La misma desesperación es la que narró Sófocles en Antígona, ante la prohibición de darle sepultura a su hermano Polinices en la ciudad de Tebas. En continuidad con las ideas paganas, durante el primer milenio cristiano la muerte no se concebía como una separación del alma y el cuerpo, sino como un sueño misterioso del ser indivisible. Por eso era esencial elegir una morada, un lugar seguro para esperar in pace el día de la resurrección. En contraposición, desde el siglo XII se creyó que al morir el alma abandonaba el cuerpo e inmediatamente padecía un juicio individual sin esperar al fin de los tiempos. (3)

La relación con la muerte parecía ser muy distinta en esa época. Los cementerios que rodeaban las iglesias muchas veces servían de lugar de reunión para comerciar, bailar y jugar, y a lo largo de los osarios podían hallarse tiendas de

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