FREUD O LA DIVERSIDAD PSÍQUICA
andrescbg23 de Mayo de 2013
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FREUD O LA DIVERSIDAD PSÍQUICA
por Juan Manuel Checa García
La idea de un pluralismo psíquico, de una concepción eminentemente plural del alma humana , goza de rancio abolengo. Es Platón, inevitablemente, nuestro más digno precursor y quien, por otro lado, sentó las bases ontológicas de la diversidad del hecho psíquico. La metáfora que ilustra sus tesis es de todos conocida: el alma
“se parece a una fuerza que, como si hubieran nacido juntos, lleva a una yunta alada y a su auriga. Pues bien, los caballos y los aurigas de los dioses son todos ellos buenos, y buena su casta, la de los otros es mezclada. Por lo que a nosotros se refiere, hay, en primer lugar, un conductor que guía un tronco de caballos y, después, estos caballos de los cuales uno es bueno y hermoso, y está hecho de esos mismos elementos, y el otro de todo lo contrario, como también su origen. Necesariamente, pues, nos resultará difícil y duro su manejo” .
Asistimos aquí a uno de los grandes dramas al que se han de enfrentar todos los autores que configurarán este ensayo; esto es, preservar o garantizar el equilibrio anímico, básico para la propia supervivencia, y que, por dolorosa paradoja, nunca o casi nunca llega a concretarse. En pos de tal equilibrio hace marchar Platón al alma, tras el celeste séquito de los dioses. Si es perfecta e inmortal, surca las alturas y gobierna todo el mundo. Si no, pierde sus alas y va a la deriva, hasta que alcanza algo sólido, es decir, toma un cuerpo porque “el caballo entreverado de maldad gravita y tira hacia la tierra, forzando al auriga que no lo haya domesticado con esmero” .
El motivo de este viaje es eminentemente epistemológico: se pretende alcanzar un conocimiento fundamental –ontológico- de las cosas, completo en el caso de los dioses pero incompleto para los hombres. Pues incluso la mejor de las almas logra ver
“en su giro, el movimiento celeste, pero, soliviantada por los caballos, apenas si alcanza a ver a los seres. Hay alguna que, a ratos se hunde y, forzada por los caballos, ve unas cosas sí y otras no. Las hay que, deseosas todas de las alturas, siguen adelante, pero no lo consiguen y acaban sumergiéndose en ese movimiento que las arrastra, pateándose y amontonándose, al intentar ser unas más que otras. Confusión, pues, y porfías y supremas fatigas donde, por torpeza de los aurigas, se quedan muchas renqueantes, y a otras muchas se les parten muchas alas. Todas, en fin, después de tantas penas, tienen que irse sin haber podido alcanzar la visión del ser; y, una vez que se han ido, les queda sólo la opinión por alimento. El porque de todo este empeño por divisar la llenura de la Verdad, se debe a que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es el que viene del prado que allí hay, y el que la naturaleza del ala, que hace ligera al alma, de él se nutre” .
Dos ideas interesantísimas conviene rescatar de este dilatado texto. En primer lugar, se sigue una línea de pensamiento, inaugurada por Parménides y que alcanza a Descartes y a Hegel, según la cual queda establecida la perfecta homologación entre el pensamiento y el ser, entre el conocimiento y la realidad. En segundo lugar, y en los márgenes de tal homologación, aparece el opinar que no recae en el error, sino en la ilusión. Conviene distinguir estas nociones.
Error e ilusión gozan de distinta relación con la realidad. El conocimiento del error demanda un conocimiento previo de la verdad, que orbita siempre en torno a la realidad, por lo que el error, desde un punto de vista fenomenológico, es “irreal”. Por poner un ejemplo: es imposible alcanzar una perspectiva en este mundo, gracias a la cual, podamos afirmar que el sol sale por el norte.
Con la ilusión no pasa lo mismo: puede tener una justificación más o menos empírica. Así, cuando Colón creyó llegar a las Indias era víctima de una ilusión, en tanto que ese acontecimiento podía integrarse, sin gran violencia, en su esquema de creencias. Por otro lado, la ilusión se puede materializar: hay quien ve cumplidos sus sueños.
Desde esta perspectiva, la mera opinión no puede incidir en el error (que para el racionalismo deriva del no-ser) sino en la ilusión, que como dijimos tiene una vinculación más o menos laxa, pero consistente en definitiva, con la realidad .
El viaje del alma en Platón tiene por objeto, en fin, la misma belleza . Algo perfectamente lógico: no podemos disociar de todo proyecto humano unas determinadas directrices que exceden lo meramente empírico pero que, por trascendentes, lo determinan. Nuestro acontecer cotidiano se ve sometido a unas ideas o valores, mediante los cuales, configuramos nuestros hechos en constelaciones de sentido. Tales ideas o valores pueden ser la amistad, el amor o la filiación política. De dónde han surgido o a qué deben su existencia última es algo que se nos escapa y que nos podemos explicar aquí (tal vez tengan una explicación genética en la historia) pero lo cierto es que, para que nuestra vida tenga un sentido, son imprescindibles. Mutatis mutandis, el discurrir político o social de los seres humanos demanda –en tanto que orden con sentido- unos principios rectores previos a la experiencia. Esto se ve más claro en Hobbes.
Este autor pone por primera vez en relación las pasiones y los sentimientos con la idea de poder. Es una innovación que, posteriormente, podemos ver en Nietzsche y, antes, tal vez en Spinoza. Para Hobbes,
“se califican de atrayentes, entre los movimientos del alma –que comunican un movimiento animal al cuerpo- el placer, el amor, el deseo, y de retrayentes el dolor, la adversión, el miedo. Consecuencias de percepciones y representaciones, están íntimamente ligadas a ellos, propiamente como favorecedoras o contradictoras de la circulación sanguínea; pero se distinguen el placer y displacer físicos, que se circunscriben en órganos determinados, de los espirituales, que abarcan todo el cuerpo. Los afectos particulares nacen de representaciones o pensamientos particulares; éstos hacen referencia al presente –percepción-, al pasado –recuerdo-, al futuro –expectativa-; quien espera una alegría tiene que sentir en sí un poder para conseguirla; pero el poder no es sino la superabundancia del poder de uno sobre el de los demás; el temor no es sino reconocimiento de un poder superior” .
En estas líneas se vincula el pluralismo psíquico de sentimientos y pasiones con una explicación estrictamente fisiológica que apunta, como dijimos, hacia la voluntad de poderío:
“Poder es medio actual para conseguir un bien aparente futuro. Es originario, como la fuerza física, la prudencia, la prestancia, etc., cuando descuella en la persona; o instrumental, adquirido con el primer poder o por casualidad; consiste en medios o instrumentos para nuevas adquisiciones: riqueza, consideración, amigos, suerte. El poder crece como la fama, progresivamente, y aumenta como la velocidad de los cuerpos que caen. Valor de un hombre es el que se está dispuesto a conceder por el uso de su poder; depende, pues, de la necesidad del juicio de los demás. Apreciar en una persona un gran valor equivale también a honrarle. El valor público o valor que la sociedad concede a un hombre es su dignidad; capacidad es un poder especial, consistente en la aptitud para determinadas obras” .
Esto lleva a una situación cuanto menos incómoda, en tanto que todo ser humano es un quantum de fuerza y de conflicto potencial, lo que conduce al miedo mutuo y, en último termino, al origen de la sociedad . Esta es una idea que volveremos a encontrar en el pensamiento filosófico-político del siglo XX; es decir, la noción de guerra o violencia como elemento dinamizador de toda relación política , configurada de antemano por una previa distinción entre amigo y enemigo:
“La distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo. Lo que ésta proporciona no es desde luego una definición exhaustiva de lo político, ni una descripción de su contenido, pero sí una determinación de su concepto en el sentido de un criterio. En la medida en que no deriva de otros criterios, esa distinción se corresponde en el dominio de lo político con los criterios relativamente autónomos que proporcionan distinciones como la del bien y el mal en lo moral, la de la belleza y fealdad en lo estético, etc. Es desde luego una distinción autónoma, pero no en el sentido de definir por sí misma un nuevo campo de la realidad, sino en el sentido de que ni se funda en una o varias de esas otras definiciones ni se la puede reconducir a ellas” .
Desde esta perspectiva, los sentimientos, las enemistades reales y la política quedan reducidos a la mera guerra que, en Schmitt, tiene proporciones dramáticas, irreversibles, en tanto que es imposible deslindar el conflicto del hecho político:
“si, en consecuencia, desapareciese hasta la eventualidad de la distinción entre amigo y enemigo, en tal caso lo que habría sería una acepción del mundo, una cultura, una civilización, una economía, una moral, un derecho, un arte, un ocio, etc., químicamente libres de política, pero no habría ya ni política ni Estado. Yo no sé si semejante Estado de la Humanidad y del mundo se producirá alguna vez, ni cuándo. De momento no lo hay. Y sería una ficción poco honrada darlo por existente, y una equivocación que se desharía por sí sola creer que, porque hoy en día una guerra entre las grandes potencias se convierte fácilmente
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