Sexto Sentido
malymoreno28 de Marzo de 2014
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“Teoría de la inteligencia creadora”. José Antonio Marinas. Anagrama. Barcelona 1993
VIII. EL SEXTO SENTIDO
La inteligencia consigue andar certeramente por caminos inciertos. Posee un notable sentido de la orientación, que le permite buscar y encontrar sin datos suficientes. A C. S. Peirce, un perspicaz y curioso pensador, le intrigó «el singular instinto de adivinar» que tiene el hombre y, en especial, el hecho de que adivine tan a menudo. Continuamente proferimos hipótesis y, dado que el número de las hipótesis posibles es infinito, a Peirce se le antojaba milagroso que pudiéramos elegir una acertada. Hablaba del «play of Musementh, que era un «vívido ejercicio de los poderes propios, sin reglas, excepto la ley de la libertad misma», gracias al cual inventamos. Pero se veía obligado a añadir una especie de «instinto», desarrollado en el transcurso de la evolución, que ponía límites a las hipótesis admisibles, y que se manifestaba como un sentimiento. Toda inferencia hipotética produce, a su juicio, una emoción particular. Dicho así, la afirmación de Peirce no aclara mucho las cosas. Pero valía la pena citarle por haber prestado atención a un fenómeno muy chocante.
Los psicólogos han tenido que elaborar una «teoría de la adivinación sofisticada», para interpretar la capacidad humana para utilizar información incompleta o ambigua (Catlin, J.: «On the word-frequency effect», Psychological Review, n.º 76, 1969). Wescott ha sostenido que el proceso creador se caracteriza por detectar pautas con información muy escasa. El creador necesita menos información que el resto de los mortales para llegar a una buena conclusión. El lenguaje común ha acuñado muchos términos para designar estos sedicentes hechos. A la psicología popular no le cabe ninguna duda de que hay sujetos que encuentran las cosas antes que los demás y, al parecer, con menos datos. Tienen «intuición», ojo clínico», «vista para los negocios», «buen oído», «olfato periodístico», «tacto para negociar», «gusto estético». Hemos imaginado un sensorio metafórico y prodigioso para filiar los alardes adivinatorios. Y como los alardes son tan espléndidos, no nos parece suficiente ampliar los sentidos que tenemos, sino que hemos inventado uno más, el sentido verdaderamente humano, que no compartimos ni con los animales ni con las máquinas: el sexto sentido.
Tal vez el lector tome como extravagancia incluir en una teoría de la inteligencia un fenómeno tan elusivo y confuso. Espero convencerle de que mis razones para hacerlo son válidas. Con frecuencia tenemos la impresión de que poseemos informaciones que no sabemos justificar, convicciones que resuenan afectivamente. El lenguaje llama «corazonadas» a esas confusas premoniciones y considera que el «pálpito», la aceleración del palpitar es un modo certero de conocimiento. Deberíamos arrinconar todo esto en el desván de los mitos psicológicos si no fuera porque científicos y artistas han hablado con firmeza de experiencias semejantes. Si por una vez amontono las citas es para justificar con ellas mi interés por el tema.
William James consideró que este sentido de la orientación era universal a toda actividad creadora: «Todo filósofo, o todo hombre de ciencia que haya contribuido algo a la evolución del pensamiento —escribió—, se ha apoyado en una especie de convicción muda de que la verdad debía encontrarse en tal dirección y no en tal otra, y precisamente ha dado sus mejores frutos intentando hacerla funcionar.» Esta convicción muda, tácita, esta seguridad acerca de la fertilidad de una idea es una de las características del fenómeno que quiero estudiar. Se trata de una impresión vaga, que nos permite dirigir la acción por razones muy poco precisas. Por si algún lector suspicaz piensa que James tenía a veces ciertas veleidades crédulas, citaré a Einstein, que es el no va más en cuestión de prestigio científico. Reflexionando sobre su obra, dijo: «Durante todos esos años, tenía un sentimiento de dirección, de ir en línea recta hacia algo concreto. Es muy difícil describir ese sentimiento, pero yo lo experimentaba como una especie de sobrevuelo, en cierto sentido visual.»
¿Cómo interpretar estas afirmaciones? Si no fueran tan reiteradas podríamos considerarlas anecdóticas. Pero, como escribió Reichenbach, el físico sólo hará nuevos conocimientos si sabe adivinar. Ha de ser arrastrado por «una cierta fe que le sirve de guía para adivinar».
Oír hablar de matemáticas a los matemáticos resulta muchas veces sorprendente, porque utilizan calificaciones estéticas. G. H. Hardy ha contado las extraordinarias características de otro matemático, Srinivasa Ramanuyan, que le asombraba por su originalidad y falta de rigor. Muy a menudo comunicaba un resultado que, según afirmaba, le había llegado de una vaga fuente intuitiva alejada del dominio de la indagación consciente. Hardy no creía en facultades misteriosas, y atribuía la genialidad de Ramanuyan a un peculiar sentimiento de la forma matemática, entre otras cosas U. R. Newman: «Srinivasa Ramanuyan», en The World of Mathematics, Nueva York, 1956).
Ha aparecido una noción interesante: el sentido de la forma. Es una experiencia frecuente en matemáticas. Dirac consideraba que la belleza matemática era una garantía de verdad. En una ocasión comentó que Schroedinger había descubierto «su bellísima ecuación de onda sin fundamento experimental. Trabajar para ganar belleza en una ecuación, si se tiene la vista sana, es un gran progreso». Terminaré citando de nuevo a Einstein: «Busco la fuente auténtica de la verdad en la simplicidad matemática.»
Los psicólogos que han estudiado el ajedrez mencionan con frecuencia «el sentido del peligro» entre las cualidades que debe tener un gran maestro, y que le permite atender a las posibilidades más importantes, sin perder tiempo en analizar trivialidades. En 1991 Kasparov, campeón mundial de ajedrez, se enfrentó con un programa de ordenador llamado Deep Thought. El jugador humano ganó a la máquina, a pesar del gran poder de cálculo que ésta tenía, y de la eficacia del programa. Cuando le preguntaron a Kasparov cuál había sido el fallo de la computadora, respondió: «No tiene sentido del peligro.» Por carecer de sentimientos, el ordenador no sabía distinguir lo esencial de lo accidental, por lo visto.
Si introducimos los sentimientos en el racionalisimo juego del ajedrez, y ya los hemos encontrado en los témpanos matemáticos, no sé lo que va a quedar a salvo de esta intromisión sentimental. Desde luego, no la ciencia, en opinión de Polanyi. En su obra Personal Knowledge estudia las «pasiones intelectuales» que, en su opinión, aunque son acontecimientos biográficos, no intervienen sólo en la exterioridad del quehacer científico, impulsando o manteniendo la actividad investigadora, «sino que tienen una función lógica indispensable para la ciencia». Las pasiones permiten distinguir lo prometedor de lo inútil. Impiden que el científico se pierda en la maleza de las trivialidades. Aceptar una teoría es rendirse ante el encanto de lo importante. Elegir una línea de investigación es oír la llamada de lo sugerente. Sin que el científico sepa justificarlo, hay caminos que le parecen prometedores y otros sin salida. Esto me recuerda el comentario de Feynmann, un divertidísimo premio Nobel de Física, que ha escrito una divertidísima autobiografía: «Uno se prenda de una teoría como de una mujer. Cuando se conocen sus defectos ya se está demasiado enamorado para alejarse de ella.»
¿Cómo es posible percibir las posibilidades? La invención de posibilidades es una de las funciones de la inteligencia, ciertamente, pero ¿cómo podemos percibir algo que no existe todavía? Gibson se empeñó en decir que las affordances estaban en las cosas y en ellas las captábamos, pero no pudo fundamentarlo. Sin embargo hay situaciones, personas, libros que nos resultan «sugerentes» porque parece que brindan muchas posibilidades. Los creadores científicos y artísticos tienen un talento especial para captar esas oportunidades.
Valéry decía que en la invención poética se da «una percepción brusca del porvenir de una expresión, un ritmo o una idea». Y añadía: «Porvenir quiere decir valor utilizable.» Henry James, el hermano de William, que nos proporcionó muchos datos sobre el proceso creador, estuvo muy preocupado por el problema de seleccionar un tema. ¿Por qué un asunto resulta interesante?
En el prólogo de Retrato de una dama cita una reflexión de Turguéniev sobre el origen de las ocurrencias. Decía este autor que el germen de una novela solía ser la visión de alguna persona que le rondaba importunándole, corno figura activa o pasiva, «interesándole y atrayéndole simplemente como era y por lo que era. Las veo como disponibles». James recoge con entusiasmo la expresión «en disponibilité». Compara la ficción literaria con una casa con miles de ventanas. El paisaje que se divisa desde ellas es el mismo, pero cambian los ojos con que se mira. El novelista tiene una perspicacia especial para descubrir un buen tema a partir de un mínimo indicio. En El despojo de Poynton vuelve a decir que la imaginación de un novelista da un respingo, como pinchada por una aguja, al contacto con una palabra suelta, un eco vago. En ese dato minúsculo, «una pizca de verdad, de belleza, de realidad, apenas visible para el ojo común», percibe una historia. «Un buen ojo para un asunto es cosa poco corriente.» Le faltó poco para mencionar el sexto sentido. En sus Cuadernos de notas cuenta que muchas de sus novelas le fueron sugeridas por historias que oía contar. «Pero para que fueran aprovechables —cuenta-- han de ser reducidas a un esquema
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