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La Historia Del Mañana


Enviado por   •  18 de Noviembre de 2014  •  1.324 Palabras (6 Páginas)  •  246 Visitas

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El hombre de la máscara de hierro

poeta? ¡Oh bravo Porthos! Sin duda duerme todavía, olvidado, perdido, bajo la peña que los pas- tores del páramos toman por el techo gigantesco de un dolmen.

Aramis, pálido, helado y con el corazón en los labios, hasta que la playa desapareció en el horizonte en-

vuelta en el velo de la noche, no apartó de la tumba de su amigo los ojos. Ni una palabra se exhaló de sus labios, ni un suspiro salió de su oprimido pecho. Los bretones, supersticiosos, le miraban con temor; más que de hombre, aquel silencio era de estatua.

Ya casi de noche, los bretones izaron la pequeña vela, que hinchándose al beso de la brisa impulsó a la

barca, que alejándo se de la costa. con rapidez, puso la proa hacia España y se. lanzó _ . al través del proce- loso golfo de Gàscuña. Pero apenas hacía media hora que habían izado la vela, cuándo los remeros se en- corvaron. en sus bancos, y haciendo pantalla de sus manos se mostraron unos a otros un punto blanco como en la apariencia lo está una gaviota mecida por la insensible respiración de las olas. Pero lo que parecía inmóvil para los ojos de un profano, para la experta mirada del marinero caminaba con rapidez. Viendo el profundo embotamiento de su amo, los bretones no se atrevieron a sacarle de su ensimismamiento, y se limitaron a hacer conjeturas en voz baja. En efecto, Aramis, tan vigilante, tan activo, Aramis, cuyos ojos, como los del lince, velaban incesantemente y veían más de noche que de día, se hundía en la desesperación de su alma. Así transcurrió una hora, durante la cual la luz del día fue apagándose gradualmente, pero du- rante la cual también el buque a la vista se acercó tanto a la barca, que Goennec, uno de los tres marineros, se decidió a decir en voz bastante alta:

––Monseñor, nos persiguen.

Aramis nada contestó. Entonces, los marineros, al ver que el buque seguía avanzando, por orden del pa- trón Ibo, arriaron la vela, a fin de que aquel único punto que aparecía en la superficie de las olas cesase de guiar al enemigo, el cual largó dos velas más. Por desgracia, corrían los días más hermosos y más largos del año, y a la luz de aquel día nefasto sucedió la noche de la más esplendente luna. El buque perseguidor navegaba viento en popa, y le quedaba todavía media hora de crepúsculo, y toda una noche de claridad re- lativa.

––¡Monseñor! ¡monseñor! ¡estamos perdidos! ––dijo el patrón; ––mirad, aunque hayamos cargado nues-

tra vela, nos ven.

Aramis sin responder, le dio al patrón un catalejo. Ibo miró y repuso:

––¡Oh! monseñor, los veo tan cerca, que me parece que puedo tocarlos con las manos. A lo menos vienen veinticuatro hombres. ¡Ah! ahora veo al capitán en la proa, y mira con un anteojo como éste... Ahora se vuelve y da una orden... Emplazan un cañón en la proa... lo cargan... apuntan... ¡Misericordia divina! ¡dis- paran contra nosotros!

Y bajó maquinalmente el catalejo, y los objetos, repetidos hacia el horizonte, le aparecieron bajo su as- pecto real.

Por debajo de las velas del buque perseguidor, y un poco más azul que ellas, apareció una nubecilla de humo que se dilató cual flor que se abre, y poco más o menos a una milla del cañoncito una bala lamió dos o tres olas, abrió un blanco surco en el mar y desapareció tan inofensiva como la piedra con la cual, jugan- do, un muchacho hace círculos en el agua.

Aquella bala fue a la vez una amenaza y un aviso.

––¿Qué hacemos? ––preguntó el patrón.

––Van a echarnos a pique ––dijo Goennec; ––dadnos la absolución, monseñor.

––Olvidáis que nos ven ––dijo Aramis a los marineros arrodillados a sus pies.

––Es verdad ––exclamaron los bretones avergonzados de su debilidad. ––Ordenad, monseñor, estamos prontos a morir por vos.

––Esperemos ––dijo Aramis.

––¿Que esperemos?

––Sí; ¿no veis que de huir van a echarnos a pique, como habéis dicho hace poco?

––Quizás al amparo de la noche podamos escapar

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