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Amigo Braulio


Enviado por   •  1 de Julio de 2013  •  1.892 Palabras (8 Páginas)  •  494 Visitas

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EL AMIGO BRAULIO

En ese tiempo era yo interno en San Carlos. Frisaba en los diez y ocho años y tenía compuestos algunos centenares de versos, sin que se me hubiera ocurrido publicar ninguno ni confesar a nadie mis aficiones poéticas. Disfrutaba una especie de voluptuosidad en creerme un gran poeta inédito.

Repentinamente nacieron en mí los deseos de ver en letras de molde algunos versos míos. Por entonces se publicaba en Lima un semanario ilustrado que gozaba de mucha popularidad y era leído y comentado los lunes entre los aficionados del colegio: se llamaba El Una Ilustrado.

Después de leer veinte veces mi colección de poemas, comparar su mérito y rechazar hoy por malísimo lo que ayer había creído muy bueno, concluí por elegir uno, copiarlo en fino papel y con la mejor de mis letras.

Temblando como reo que se dirige al patíbulo, me encaminé un domingo por la mañana a la imprenta de El Lima Ilustrado. Más de una vez quise regresarme; pero una fuerza secreta me impedía.

Con el sombrero en la mano y haciendo mil reverencias penetré en una habitación llena de chivaletes galeras cajas tipos de imprenta.

El señor Director? -pregunté queriendo mostrar serenidad, pero temblando.

-Soy yo, joven.

Me dio la respuesta un coloso de cabellera crespa, color aceitunado, mirada inteligente y modales desembarazados y francos.

En mangas de camisa, con un mandil azul, cubierto de sudor y manchado de tinta, se ocupaba en colar fajas y pegar direcciones.

-Me han encargado le entregue a usted una composición en verso.

-Pasemos al escritorio.

Ahí se cala las gafas, me quita el papel de las manos y sin sentarse ni acordarse de convidarme asiento, se pone a leer con la mayor atención.

Era la primera vez que ojos profanos se fijaban en mis lucubraciones poéticas. Los que no han manejado una pluma no alcanzan a concebir lo que siente un hombre al ver violada, por decirlo así, la virginidad de su pensamiento. Yo seguía, yo espiaba la fisonomía del director para ir adivinando el efecto que le causaban mis versos: unas veces me parecía que se entusiasmaba, otras que me censuraba acremente.

-¿Y quién es el autor? -me dijo, concluida la lectura.

Me puse a tartamudear, a querer decir algún nombre supuesto, a murmurar palabras ininteligibles, hasta que concluí por enmudecer y tornarme como una granada.

-¿Cómo se llama usted, joven?

-Roque Roca.

-Pues bien: yo publicaré la composición en el Próximo número y pondré el nombre de usted, porque usted es el autor: se lo conozco en la cara. Verdad?

No pude negarlo, mucho más cuando el buen coloso me daba una palmada en el hombro, me convidó asiento y se puso a conversar conmigo como si hubiéramos sido amigos de muchos años.

Al salir de la imprenta, yo habría deseado poseer los millones de Rothschild para elevar una estatua de oro al director de El Lima Ilustrado.

II

Cuando el semanario salió a luz con mis versos, produjo en San Carlos el efecto de una bomba. Poetam habemus!, gritó un muchacho que se acordaba de no haber podido aprender latín. En el comedor, en los patios, en el dormitorio y hasta en la capilla escuchaba yo alguna vocecilla tenaz y burlona que entonaba a gritos o me repetía por lo bajo una estrofa, un verso, un hemistiquio, un adjetivo de mi composición.

La insolencia de un condiscípulo mío llegó a tanto que al pedirle el profesor de literatura un ejemplo de versos pareados, indicó los siguientes:

El poeta Roque Roca

Echa llores por la boca.

Con decir que el mismo profesor lanzó una carcajada y me dirigió una pulla, basta para comprender el maravilloso efecto de los dos pareados: a la media hora les sabía de memoria todo el colegio y andaban escritos con lápiz negro en las paredes blanca y con polvos blancos en las pizarras negras. No faltaban variantes, como:

El poeta Roque Roca

Echa coles por la boca;

El poeta Roque Roca

Echa sapos por la boca.

Un bardo anónimo, no muy versado en la colocación de los acentos, escribió:

El poeta Roca Roque

Es un inconmensurable alcornoque.

Agotada la paciencia recurrí a las trompadas; mas como el remedio empeoraba el mal, acabé por decidir que el partido más cuerdo era no hacerles caso y no volver a publicar una sola línea.

Sólo encontré una voz amiga. Había un muchacho a quien llamábamos el Metafórico, por su manera extraña y alegórica de expresarse. El Metafórico me llamó a un lado y me dijo con la mejor buena fe:

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