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Análisis Uruguay

josecarlosgv16 de Junio de 2014

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La tormenta se anunciaba con un estado de exaltación semejante al aura que precede a las migrañas. La atmósfera se oscurecía en pleno mediodía, como si Dios hubiera cerrado los ojos, y se levantaba un aire extraño, de tonalidades psíquicas, productor de una euforia gratuita. Cada grieta de la pared adquiría una relevancia misteriosa, como si en el interior de la grieta, en vez de vivir una cucaracha, viviera una libélula. Luego el cielo se descerrajaba con la violencia con la que la poli echa abajo la puerta de una casa de narcotraficantes y caía el agua a chorros. En un cuarto de hora, los edificios quedaban empapados como una esponja recién sacada del agua y colocada sobre el borde de la bañera. Los niños saltaban en los charcos mientras la realidad permanecía suspendida.

El clima montevideano tenía trastornos de carácter.

En la habitación del hotel, cuya ventana daba a un patio de luces, te sentías como uno de esos personajes de Onetti que, desnudos sobre la cama, sin parar de fumar, atienden obsesivamente a los ruidos del exterior mientras intentan componer en su cabeza una imagen del mundo.

El mundo.

El mundo, al principio, eran las calles que bajaban hacia ese lugar rarísimo donde se encuentran las aguas del río de la Plata con las del océano Atlántico, dos monstruosidades naturales que copulan sin pausa. A veces, el mar penetra en el río y a veces el río se introduce en el mar, depende de los vientos, de las mareas, de las lluvias, de las crecidas, de los efectos del cambio climático. Ese solapamiento afecta a la fauna: peces de mar que se precipitan de súbito en el agua dulce y peces de río que se encuentran de pronto en la dimensión de lo salado.

–¿Se mueren los peces cuando atraviesan la frontera? –pregunté a un pescador.

–Se retiran a tiempo o se adaptan –dijo.

–¿Pero se mueren a veces? –insistí por una preocupación propia que acababa de desplazar a los animales.

–Yo creo que se retiran o se adaptan –insistió él.

El País Semanal nos había enviado al otro lado del mundo para que escribiéramos un reportaje, de modo que al caer la tarde el fotógrafo Jordi Socías y yo salimos a caminar y cogimos una de las calles de las que bajan hacia el estuario, que son varias. Cuando llevábamos una hora andando vimos salir a un tipo con una bolsa de una tienda de delicatesen.

–¿Venden buenos vinos ahí? –le preguntó Socías.

–Muy buenos –dijo–, y un pan excelente. Pero ya van a cerrar.

Era un tipo de clase alta, con ganas de conversación, de modo que le preguntamos si el mercado quedaba muy lejos.

–No vayan –dijo–, a esta hora está muerto.

–¿Y si bajamos hacia la rambla?

–Ni se les ocurra, está muerta también. Suban por esta calle y a cuatrocientos metros encontrarán bares de ambiente, como los de Madrid o París.

–Pero nosotros no queremos ver Madrid o París, queremos ver Montevideo –dijo Socías.

El tipo nos miró como si nos hubiéramos vuelto locos y se alejó prudentemente de nosotros, que continuamos caminando en la dirección prohibida. En la dirección prohibida, en efecto, todo estaba muerto.

–Es que aquí hay que venir por la mañana –nos dijeron en el mercado.

Hay zonas de Montevideo en las que solo es Montevideo por las mañanas y a la hora de comer. Luego se convierten en otra ciudad en la que siempre es domingo por la tarde, como sucede en la vida de algunas personas: en la de Felisberto Hernández, por ejemplo, otro autor uruguayo de referencia, enormemente infeliz, al que habíamos releído antes de viajar.

Montevideo parecía un estado de ánimo.

Regresé a la habitación del hotel en estado líquido, me quité la ropa, excepto los calcetines (los calcetines no porque tengo la superstición de que me sujetan los pies a la pierna), llené la bañera de agua fría, me metí dentro, encendí un cigarrillo, y abrí una novela de Onetti justo en el instante en el que un personaje dice: “Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella”.

Abandoné el libro en defensa propia. La temperatura del cuerpo ya no era febril. Recordé al tipo que pretendía que en Montevideo, en vez de ver Montevideo, viéramos Madrid o París y ahí apareció en mi cabeza una pregunta tópica: ¿Uruguay es un país europeo o latino¬americano? Era un poco como preguntarse si las aguas, en el estuario del río de la Plata, eran más fluviales que marítimas o más marítimas que fluviales. Según. Lo aconsejable era introducir el dedo y llevárselo a la boca para comprobar si sabía o no sabía a sal. Montevideo sabía con frecuencia a novela afligida de Onetti, aunque también a prosa indócil de Levrero.

Lo que acabo de contar sucedería después, pero se ha colado antes no sé por qué, pongamos que por el cambio horario. Lo que sucedió al poco de que aterrizáramos, con la maleta a medio eviscerar sobre la cama de la habitación del hotel, es que sonó el teléfono y resultó ser el secretario de comunicación del presidente de Uruguay.

–A las 15.30 –dijo– pasa un coche a recogerlos para llevarlos a la chacra de Mujica.

Miré el reloj: era mediodía.

–Pero habíamos quedado en que el encuentro se produciría mañana –observé con cautela.

–Mañana no puede ser –concluyó el secretario.

Colgué y avisé al fotógrafo. Socías y yo éramos dos señores mayores que arrastrábamos trece horas avión, un cambio horario y un salto sin red del invierno español al verano uruguayo. Nos encontrábamos estupendamente, sí, pero el mismo hecho de encontrarnos tan bien nos hacía sospechar de nuestro equilibrio mental.

Cuando nos recogieron, llovía con una inclemencia extraordinaria, como si le estuvieran haciendo daño a alguien. Y aunque quedaban cinco o seis horas de luz (de luz oscura) porque en Montevideo, en febrero, anochece tarde, las calles se habían apagado como los pasillos de una oficina en día festivo.

El automóvil navegó hacia las afueras. Enseguida alcanzamos una zona rural. La lluvia había cedido un poco y a través de los cristales mojados, en medio de los cultivos, veíamos aquí o allá, distribuidos de forma irregular, galpones que quizá eran casas o casas que quizá eran galpones. Había perros, bastantes, que salían a saludar al coche. Había gallinas. En esto, apareció en medio del camino un perro muerto que, cuando nos acercamos, resultó estar vivo. Pero le costó apartarse, como si no creyera en nada. En una de esas, el conductor detuvo el automóvil en una especie de cruce de caminos.

–Aquí es –dijo.

Habíamos llegado a Rincón del Cerro. Descendimos del coche y vimos, en medio del campo, una garita de vigilancia, de estética semejante a la de los retretes portátiles, que otorgaba al paisaje un aire surreal. Y allí mismo, a la derecha, medio oculta entre una vegetación sin domesticar, nos mostraron la casa de José Mujica, el presidente de la República Oriental del Uruguay. Se ha dicho de ella que es una casa modesta. Falso. Es pobre. Una chabola de alto standing, podríamos decir, con el techo de chapa, a cuya puerta nos aguardaba ese anciano que había puesto de moda a su país. Llevaba unos pantalones de chándal desgastados y una camisa azul de todo a cien.

–Señor presidente –dijimos extendiéndole la mano.

–Fuera, Manuela! –gritó él a una perra de tres patas, que se había adelantado a darnos la bienvenida.

José Mujica Cordano, el dueño de la perra tullida, contaba 80 años de los que 15 había estado preso por su pertenencia al Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros. Tenía en su curriculum de guerrillero dos fugas y en su cuerpo seis heridas de bala. Detenido por última vez en 1972, no volvería a ver la luz hasta 1985. Entró, pues, con 37 años y salió con 50. Durante ese tiempo, conoció en las cárceles de la dictadura vejaciones sin límite. Desnudo, con las manos y los pies atados a una especie de somier o parrilla, le habían aplicado la picana hasta abrasarle los genitales y la lengua. La picana, siendo uno de los instrumentos preferidos de los militares, no era el único, ni el más sofisticado. Alcanzó asimismo justa fama el consistente en obligar a caminar al preso por una cornisa situada en un sexto piso, por ejemplo, con una capucha en la cabeza, haciéndole sentir el vacío bajo sus pies. Estaba la “bañera” también, el ahogamiento con paños empapados de agua, las simples palizas y, en fin, el hambre, el aislamiento, los perros… Cada cárcel tenía su especialidad.

Según relata Walter Pernas en Comandante Facundo,el ahora presidente de Uruguay, que había perdido los dientes en el trascurso de las palizas que le atizaban de forma habitual, llegó a comerse el papel higiénico y el jabón, además de las moscas que acudían a su celda (con frecuencia un simple agujero) atraídas por el olor a mierda que despedía el preso. Había chupado, con sus encías desnudas, en busca de un poco de calcio, los huesos que le arrojaban sus carceleros después de que los perros los hubieran limpiado. Bebió su propia orina, durmió durante años sobre suelos de cemento, expuesto a fríos intolerables y a calores asfixiantes. Había pasado semanas o meses sin ver la luz, años sin hablar con nadie que no fueran las ratas o los insectos que convivían con él o le hacían visitas. Perdió la noción del espacio y del tiempo, deliró, adelgazó hasta ser capaz de contar cada uno de los huesos de su esqueleto. Se cagaba y se meaba encima porque, fruto de los golpes, las balas y la deficiente alimentación, sufría problemas

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