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Breve Historia De La Argentina

dalizy417 de Junio de 2013

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LUIS ALBERTO ROMERO

BREVE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA ARGENTINA

CAP. V

LA ECONOMÍA ENTRE LA MODERNIZACIÓN

Y LA CRISIS

El programa que en 1958 sintetizó de manera convincente Arturo Frondizi expresaba una sensibilidad colectiva y un conjunto de convicciones e ilusiones compartidas acerca de la modernización económica. En parte ésta debía surgir de la promoción planificada por el Estado, y de una renovación técnica y científica hacia la cual de 1955 en adelante se volcaron muchos esfuerzos. Así surgieron el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), de incidencia importantísima en su campo, y el menos influyente Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI). La investigación básica y la tecnológica fueron promovidas desde el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, creado en 1957, o desde la Comisión Nacional de Energía Atómica, que frecuentemente actuaron asociados con las universidades. El Consejo Federal de Inversiones debía regular las desigualdades regionales mientras que el Consejo Nacional de Desarrollo, creado en 1963, asumiría la planificación global y la elaboración de planes nacionales de desarrollo. En suma, un conjunto de instituciones debían poner en movimiento, planificadamente, la palanca de la inversión pública, la ciencia y la técnica.

Pero la mayor fe estaba puesta en los capitales extranjeros. Éstos llegaron en cantidades relativamente considerables entre 1959 y 1961; luego se retrajeron, hasta que en 1967 se produjo un segundo impulso, aunque en él pesaron mucho las inversiones de corto plazo. Pero su influencia excedió largamente la de las inversiones directas. Los inversores tuvieron una gran capacidad para aprovechar los mecanismos internos de capitalización, ya sea de créditos del Estado o simplemente del ahorro particular, que juzgaba conveniente canalizarse a través de las empresas extranjeras. También se instalaron por la vía de la compra o la asociación con empresas nacionales existentes o su compra, o simplemente por la concesión de patentes o marcas. Su influencia se notó en la transformación de los servicios o en las formas de comercialización —los supermercados fueron al principio lo más característico— y en general en una modificación de los hábitos de consumo, estimulada por lo que podía llegar a verse y apetecerse a través de la televisión. La presencia creciente del idioma inglés atestigua el grado de adaptación a los estilos mundiales que alcanzó la vida económica.

En estos primeros años su efecto fue traumático. En la industria, las nuevas ramas —petróleo, acero, celulosa, petroquímica, automotores— crecieron aceleradamente, por efectos de la promoción y aprovechando la existencia de un mercado insatisfecho, mientras que las que habían liderado el crecimiento en la etapa anterior —textil, calzado, y aun electrodomésticos— se estancaron o retrocedieron, en parte porque su mercado se había saturado o incluso retrocedía, y en parte también porque debían competir con nuevos productos, como fue el caso del hilado sintético, que lo hizo con el algodón en el sector de los textiles. Por otro lado, aumentó la concentración, sobre todo en la industria, modificando la estructura relativamente dispersa heredada de la etapa peronista. En las ramas nuevas, donde pesaron los capitales extranjeros, esto se debió a la magnitud de las inversiones iniciales requeridas así como a las condiciones mismas de la promoción estatal, que con excepción de los automotores garantizaban esa concentración. En las actividades antiguas, tradicionalmente dispersas, y en un contexto de contracción, algunas empresas con mayor capacidad de adaptación lograron, gracias a un crédito o a una asociación ventajosa, crecer a expensas de otras.

En suma, se creó una brecha entre un sector moderno y eficiente de la economía, en progresiva expansión, ligado a la inversión o al consumo de los sectores de mayor capacidad, y otro tradicional, más bien vinculado al consumo masivo, que se estancaba. La brecha tenía que ver con la presencia de empresas extranjeras, o su asociación con ellas, de modo que para muchos empresarios locales la experiencia fue fuertemente negativa. Lo fue, sobre todo, para muchos de los trabajadores. El empleo industrial tendió a estancarse, sin que el aumento en las nuevas empresas compensara la pérdida en las tradicionales, y se deterioraron los ingresos de los asalariados por razones tanto económicas como políticas: un mayor desahogo empresarial en el mercado de trabajo, debido a los frutos de la racionalización y la contracción, se sumaba a un recorte en la capacidad de negociación de las organizaciones sindicales, sobre todo en el ámbito específico de la empresa y la planta. Así, la participación relativa de capital y trabajo en el producto bruto interno varió sensiblemente, revelando la consistencia de la fase acumulativa que se había puesto en marcha: la porción de los asalariados cayó aproximadamente del 49% del PBI en 1954 —pico máximo de la etapa peronista— a un 40% hacia 1962.

El efecto traumático debía compensarse con otro renovador más fuerte y persistente, que sin embargo se relativizó bastante. Aun en el caso de las actividades modernas, los inversores nuevos debían moverse en un contexto de características singulares y arraigadas: el tipo de fábricas heredado de la etapa peronista se caracterizaba por su escala pequeña, alta integración vertical, elevados costos y escasa preocupación por la competitividad. Eran más bien grandes talleres que verdaderas fábricas modernas. Las empresas nuevas —particularmente las de automotores— tuvieron que adecuar su tecnología y sus formas de organización a estas realidades, de las que no podían desentenderse, de modo que —como estudió Jorge Katz— su eficiencia fue mucho menor que en los países de origen. Muchas empresas vinieron a aprovechar la crema de un mercado protegido y largamente insatisfecho, antes que a realizar una instalación de riesgo con perspectivas de largo plazo. Tal lo que ocurrió con las 21 terminales de automotores existentes en 1965. Pero aun las que tenían planes de largo alcance no estuvieron dispuestas a sacrificar la protección concedida, que les garantizaba el dominio del mercado local pero las condenaba a limitarse a él.

En esos años la sociedad argentina, dominada por la problemática del desarrollo, la dependencia y el imperialismo, discutió mucho más la magnitud y destino de las ganancias de estas empresas que su aporte —ciertamente relativo— a la modernización y competitividad de la economía y particularmente del sector industrial. Lo cierto es que los capitales extranjeros contribuyeron a mantener algunos de los mecanismos básicos, tal como se habían conformado en los años treinta y reforzado en la guerra y la posguerra. Su horizonte siguió siendo el mercado interno, y al igual que sus antecesoras nacionales, no fue prioritario alcanzar acá una eficiencia que les permitiera competir en mercados externos, a los que abastecían desde otras filiales, salvo con estímulos específicos. Atraídos con regímenes de promoción, pugnaron por mantener las situaciones de privilegio y hasta extenderlas, y así —junto con las empresas nacionales que pudieron seguirlos en esa línea— contribuyeron a fortalecer la injerencia de un Estado que debía garantizar las ventajas especiales.

Pese a que el gobierno había desarrollado una serie de organismos de planificación, sus políticas de promoción no tuvieron en cuenta cuestiones claves, como cuándo dejar de promover, para estimular la competitividad, o la forma de compatibilizar las necesidades fiscales con la promoción, que generalmente consistía en la exención de impuestos. Sobre todo, fue una política errática: hubo bruscas oscilaciones, determinadas en parte por la capacidad de presión de cada uno de los interesados —como cuando el ministro Pinedo dispuso en 1962 una devaluación del 80%— y en parte por razones políticas generales —como cuando el gobierno de Illia anuló los contratos petroleros—, que reforzó en las empresas la actitud contraria de consolidar los privilegios obtenidos.

En los diez años que siguieron al fin del peronismo, la economía no sólo se transformó sustancialmente sino que, en conjunto, creció, aunque probablemente menos de lo que se esperaba. En el sector industrial, esto fue el resultado de un promedio entre el crecimiento de los sectores nuevos —muchos de los cuales tenían un ciclo de maduración largo— y la retracción de los tradicionales. En el sector agrícola empezaron a sentirse algunos efectos de los incentivos cambiarios ocasionales, de las mejoras tecnológicas impulsadas por el INTA o por grupos de empresarios innovadores, o de la mayor difusión de los tractores, producidos por plantas industriales recientemente instaladas. Sin ser espectaculares, los resultados permitieron que la producción alcanzara en promedio los niveles de 1940, antes del comienzo de la gran contracción. Hubo también algunas mejoras relativas en el comercio exterior. Todo ello fue la base de una etapa de crecimiento general sostenido pero moderado, sustentado principalmente en el mercado interno, iniciada en los años del gobierno de Illia, que se prolongaría hasta mediados de la década siguiente. Perceptible a la distancia, esta bonanza relativa permaneció oculta a los contemporáneos, cuya perspectiva estuvo dominada por los ciclos de expansión y contracción, y las violentas crisis que los separaban.

Las crisis estallaron con regularidad cada tres años —1952, 1956, 1959, 1962, 1966— y fueron puntualmente seguidas por políticas llamadas de

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