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EL HOMBRE LIGHT


Enviado por   •  18 de Septiembre de 2014  •  7.753 Palabras (32 Páginas)  •  245 Visitas

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El final de una civilización

Estamos ante el final de una civilización. Releyendo el libro de Indro Montanelli, Historia de Roma, pienso que nos encontramos en una situación parecida: posmodernismo para unos, era psicológica o post-industrial para otros. La década de los sesenta nos deparó la polémica del positivismo con la confrontación entre Karl Popper y Theodor Adorno. La de los setenta, el debate sobre la hermenéutica de la historia entre Jürgen Habermas y Hans Gadamer. Los ochenta, el significado del postmodernismo, y los noventa están presididos por la caída de los regímenes totalitarios. Se ha demostrado que una de las grandes promesas de libertad no era sino una tupida red en la cual el ser humano quedaba atrapado sin posible salida.

El panorama hoy es muy interesante: en la política hay una vuelta a posiciones moderadas y a una economía conservadora; en la ciencia ha tenido lugar un despliegue monumental, ya que los avances en tantos campos han dado un giro copernicano brillante y con resultados muy prácticos; el arte se ha desarrollado también de forma exponencial, pero ya es imposible establecer unas normas estéticas: hemos llegado a un eclecticismo evidente en el que cualquier dirección es válida, todos los caminos contienen una cierta dosis artística; igualmente, en el mundo de las ideas y su reflejo en el comportamiento se ha producido un cambio sensible, que es lo que pretendo analizar a continuación.

Las dos notas más peculiares son -desde mi punto devista- el hedonismo y la permisividad, ambas enhebradas por el materialismo. Esto hace que las aspiraciones más profundas del hombre vayan siendo gradualmente materiales y se deslicen hacia una decadencia moral con precedentes muy remotos: el Imperio Romano o el período comprendido entre los siglos XVII-XVIII.

Como ya hemos avanzado, hedonismo significa que la ley máxima de comportamiento es el placer por encima de todo, cueste lo que cueste, así como el ir alcanzando progresivamente cotas más altas de bienestar. Además, su código es la permisividad, la búsqueda ávida del placer y el refinamiento, sin ningún otro planteamiento. Así pues, hedonismo y permisividad son los dos nuevos pilares sobre los que se apoyan las vidas de aquellos hombres que quieren evadirse de sí mismos y sumergirse en un caleidoscopio de sensaciones cada vez más sofisticadas y narcisistas, es decir, contemplar la vida como un goce ilimitado.

Porque una cosa es disfrutar de la vida y saborearla, en tantas vertientes como ésta tiene, y otra muy distinta ese maximalismo cuyo objetivo es el afán y el frenesí de diversión sin restricciones. Lo primero es psicológicamente sano y sacia una de las dimensiones de nuestra naturaleza; lo segundo, por el contrario, apunta a la muerte de los ideales.

Del hedonismo surge un vector que pide paso con fuerza: el consumismo. Todo puede escogerse a placer; comprar, gastar y poseer se vive como una nueva experiencia de libertad. El ideal de consumo de la sociedad capitalista no tiene otro horizonte que la multiplicación o la continua sustitución de objetos por otros cada vez mejores. Un ejemplo que me parece revelador es el de la persona que recorre el supermercado, llenando su carrito hasta arriba, tentada por todos los estímulos y sugerencias comerciales, incapaz de decir que no.

Revolución sin finalidad y sin proyecto

El consumismo tiene una fuerte raíz en la publicidad masiva y en la oferta bombardeante que nos crea falsas necesidades. Objetos cada vez más refinados que invitan a la pendiente del deseo impulsivo de comprar. El hombre que ha entrado por esa vía se va volviendo cada vez más débil.

La otra nota central de esta seudoideología actual es, como se ha dicho, la permisividad, que propugna la llegada a una etapa clave de la historia, sin prohibiciones ni territorios vedados, sin limitaciones. Hay que atreverse a todo, llegar cada día más lejos. Se impone así una revolución sin finalidad y sin programa, sin vencedores ni vencidos.

Si todo se va envolviendo en un paulatino escepticismo y, a la vez, en un individualismo a ultranza, ¿qué es lo que todavía puede sorprender o escandalizar? Este derrumbamiento axiológico produce vidas vacías, pero sin grandes dramas, ni vértigos angustiosos ni tragedias... «Aquí no pasa nada», parecen decirnos los que navegan por estas aguas. Es la metafísica de la nada, por muerte de los ideales y superabundancia de lo demás. Estas existencias sin aspiraciones ni denuncias conducen a la idea de que todo es relativo.

El relativismo es hijo natural de la permisividad, un mecanismo de defensa de los que Freud estudió y diseñó de forma casi geométrica. Así, los juicios quedan suspendidos y flotan sin consistencia: el relativismo es otro nuevo código ético.

Todo depende, cualquier análisis puede ser positivo y negativo; no hay nada absoluto, nada totalmente bueno ni malo. De esta tolerancia interminable nace la indiferencia pura.

Estamos ante la ética de los fines o de la situación, pero también del consenso: si hay consenso, la cuestión es válida. El mundo y sus realidades más profundas se someten a plebiscito, para decidir si constituye algo positivo o negativo para la sociedad, porque lo importante es lo que opine la mayoría.

Hablamos de libertad, de derechos humanos, de conseguir poco a poco una sociedad más justa, abierta y ordenada. Por una parte, defendemos esto, y, por otra, nos situamos en posiciones ambiguas que no hacen más humano al hombre ni lo conducen a grandes metas. Es la apoteosis de la incoherencia. Entonces, ¿dónde puede el hombre hacer pie?, ¿dónde irá a buscar puntos de apoyo firmes y sólidos?

Un ser humano hedonista, permisivo, consumista y centrado en el relativismo tiene mal pronóstico. Padece una especie de «melancolía» new look: acordeón de experiencias apáticas. Vive rebajado a nivel de objeto, manipulado, dirigido y tiranizado por estímulos deslumbrantes, pero que no acaban de llenarlo, de hacerlo más feliz. Su paisaje interior está transitado por una mezcla de frialdad impasible, de neutralidad sin compromiso y, a la vez, de curiosidad y tolerancia ilimitada. Este es el denominado hombre cool, a quien no le preocupan la justicia ni los viejos temas de los existencialistas (Sóren Kierkegaard, Martín Heidegger, Jean Paul Sartre, Albert Camus...), ni los problemas sociales ni los grandes temas del pensamiento (la libertad, la verdad, el sufrimiento...). Ya no lee el Ulises de James

Joyce, ni En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, ni las novelas de Hermann Hesse.

Un hombre así es cada vez más vulnerable, no hace pie y se hunde; por eso, es necesario rectificar el rumbo, saber que el progreso material por sí mismo

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