La historia de la sociedad francesa durante la revolución
vergelioTutorial5 de Julio de 2014
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La Revolución francesa ya no es en nuestros días lo que por tanto tiempo fue: el comienzo y el fin de la historia de Francia, e incluso, para algu nos, de la historia universal. Esto es un hecho, ya no ocupa el primer lugar; su poder de evocación va disminuyendo año tras año y cada vez son menos numerosos los que le otorgan todavía la capacidad de iluminar el presente y, con mayor razón, el futuro de nuestras sociedades. La Revolución de 1789 ha caído de su pedestal y, desde este punto de vista, ha sufrido una verdadera degradación. El cambio no es reciente. Empezó hace más de 20 años, antes incluso que el Bicentenario. El éxito del filme Danton, de Andrej Wajda, en 1983, fue tal vez uno de los primeros síntomas, así como la incomodidad de los sucesivos responsables de las conmemoraciones de 1989, que acabaron optando por la celebración más neutra y consensual posible de un episodio histórico del que las encuestas de opinión, en ese momento, señalaban que no las tenía todas consigo. Si bien la Revolución seguía apareciendo como algo bueno desde el punto de vista de algunos de sus resultados –en parti cular la proclamación de la igualdad ante la ley–, ya no era lo mismo respec to de los medios que había empleado y, en lo sucesivo, los vendeanos que la habían combatido eran apenas más impopulares que los “azules” que la habían llevado a cabo.1 Hoy, sus historiadores ponen mala cara. Se hacen preguntas de manera regular, en las revistas especializadas, acerca de la situación de los estudios
1 Ver JeanPierre Rioux, la France perd la mémoire. París: Perrin, colección Tempus, 2010, pp. 6275.
La historia en el pasado
Patrice gueniffey*
* Traducción del francés de Arturo Vázquez Barrón.
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revolucionarios, y se esfuerzan por encontrar las razones del estado semico matoso en el que, en efecto, se encuentran.2 Las causas abundan. Algunas, por lo demás, no son propias de la historiografía revolucionaria; tienen que ver con el conjunto de la disciplina histórica, las condiciones de su ejercicio, como el lugar que se le otorga en la sociedad. En cuanto a las primeras –regresaré más adelante con las demás–, habría que insistir más en los da ños que han provocado la puesta en marcha de sistemas cuantitativos de evaluación de la producción histórica imitados de los procedimientos apli cados a las ciencias exactas; la extrema especialización de los estudios his tóricos; su contaminación con el vocabulario de las ciencias sociales; por último, y sobre todo, el sofocante conformismo de nuestra época. La histo riografía de la Revolución francesa no escapa a estos males. ¿Podría haber otros que le son propios? Se oye decir de vez en cuando que habría que la mentar la desaparición de los “paradigmas” interpretativos elaborados en otro tiempo por la historiografía marxista o por la escuela de los Annales; también se oye decir que la interpretación “crítica” de la Revolución que se impuso en los años 1980 no habría sabido, o podido, reemplazar aquello que acababa de derrocar mediante un método que se revelara durablemente fecundo. Por eso la historia de la Revolución francesa se desplegaría hoy en el vacío; le harían falta “paradigmas”, estaría en busca de nuevos “objetos”, y sus historiadores tan desamparados que algunos no dudan en hacer un llamado a un “regreso a lo social” –según ellos ofrecido en sacrificio desde hace demasiado tiempo al estudio de los discursos y de las prácticas políti cas– que, esperan, daría un nuevo impulso a los estudios revolucionarios.3 Lejos de mí está la idea de cuestionar la importancia de los factores so ciales y económicos en el estudio de las sociedades; pero, al tratarse de 1789, cuesta trabajo imaginar lo que podría resultar de este “regreso a lo
2 Ver, por ejemplo, Rebecca L. Spang, “Paradigms and Paranoia: How Modern is the French Revolution?”, American History Review, febrero de 2003, pp. 119147. 3 Ver, en particular, Suzanne Desan, “What’s after Political Culture?”, y Vivian Gruder, “Whither Revisionism? Political Perspectives on the Ancient Régime”, French Historical Studies, primavera de 1997, pp. 245285, y William H. Sewell, “Whatever happened to the ‘Social’ in Social History?”, en Joan W. Scott y Debra Kates, School of thoughts: twenty-five Years of Interpretive Social Science, Princeton University Press, 2001, pp. 209216. Ver también algunos de los ensayos reunidos por Antonino De Francesco y Manuela Albertone en Rethinking the Atlantic World: Europe and America in the Age of Democratic Revolutions, Basingstoke. Nueva York: Palgrave Macmillan, 2009.
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social”. En efecto, la idea de “regreso” supone que la Revolución cons tituía antes un objeto de predilección para la historia social. La Francia de la época revolucionaria lo fue sin duda; numerosos y valiosísimos trabajos nos dan pruebas de ello. Pero la historia de la sociedad francesa en la época de la Revolución no es la historia de la Revolución. En lo que respecta a esta última, siempre fue principalmente política, incluso cuando se osten taba como “social”. ¿Acaso Jean Jaurès, después de haber planteado en prin cipio la necesidad de escribir una historia social de la Revolución, no en tregó al final un relato que, para reivindicarse como “socialista”, no era sino una historia política de la Revolución y, por añadidura, de factura clási ca? ¿Acaso Georges Lefebvre, reconocido sin embargo como uno de los fun dadores de la historia social, no escribió también, tanto en su Quatre- vingt-neuf de 1939 como en su Révolution française de 1954,4 una historia esencial mente política de la Revolución, llegando incluso a sugerir que ésta debía menos su carácter a las “causas profundas”, sociales, que la habían vuelto necesaria, que a las causas particulares, políticas y a menudo accidentales?5 Cuando trató de aplicar los principios de la historia social a la de la Revolución, con la Grande peur de 1789 (1932), fue para proponer un análisis de la gran crisis política, social y moral de la época, que sólo la eru dición y la autoridad científica de su autor pudieron salvar de un olvido que habría estado, sin embargo, ampliamente justificado, debido a la manera tan flagrante en que este libro pasaba al lado de la realidad de los aconteci mientos de 1788 y 1789: la disgregación súbita, y todavía en nuestros días
4 Una primera edición de esta obra se había publicado en 1930 en la colección “Peuples et civilisations”. En la nueva edición de 1951, Lefebvre retoma los capítulos que, en la versión pre cedente, eran de Raymond Guyot (dedicados al Directorio) y de Philippe Sagnac (la conclusión): ver Jacques Godechot, Un jury pour la Révolution. París: R. Laffont, 1974, pp. 313314). 5 “La causa profunda de la Revolución”, es decir, la conquista del poder por parte de la bur guesía, “no explica todo lo que la caracterizó”, reconocía. En efecto, si bien estas “causas genera les” tuvieron su parte activa en todo el mundo occidental, donde en todas partes la burguesía sustituyó el reinado de la nobleza feudal con el suyo, sólo fue en Francia donde el cambio social se operó con tanta violencia. Así que era necesario que a las causas generales se añadieran causas particulares que dieron a la Revolución su fisonomía singular, y, en primer lugar entre estas cau sas particulares, Lefebvre ponía “la crisis gubernamental” provocada por Luis XVI, quien, al convocar a los Estados Generales, de hecho había abdicado a su poder: se trata pues de una crisis política, y hasta accidental, que hizo que Francia se precipitara a una revolución cuyo resultado –el advenimiento de la sociedad burguesa– habría podido lograrse, como se logró en otras partes, sin revolución. (Quatre-vingt-neuf. París: Maison du livre français, 1939, pp. 58).
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extraordinariamente enigmática, de una sociedad cuyos cimientos eran tan antiguos y parecían tan sólidos.6 La historia de la Revolución francesa, de Alphonse Aulard y de Jean Jaurès hasta Albert Soboul y François Furet, para limitarnos al siglo xx, siempre fue política; lo que, por lo demás, no tendría que sorprendernos, al tratarse de un objeto histórico que fue en sí mismo durante mucho tiempo una apuesta de poder. Y así fue, en efecto, desde que a finales del Terror se empezó a escribir la historia de una Revolución que estaba entonces lejos de haber termina do. Se preguntaban: ¿cómo esta revolución hecha en nombre de la libertad y la igualdad había podido zozobrar en la violencia, la arbitrariedad y el des potismo? ¿El Terror era la expresión de un mal francés, un accidente o una fatalidad? Para unos, la Revolución se había propuesto hacer realidad las promesas de la filosofía de las Luces y si se había desviado de su camino era por culpa de sus enemigos, o por la de algunos individuos perversos, o por culpa de la inmadurez política del pueblo, y hasta de doctrinas tan radicales que no podían más que conducir hacia una violencia extrema; para otros, la Revolución era, al contrario, el rechazo monstruoso a las Luces, que le habían abierto camino socavando los cimientos de la religión y la mo narquía. Ahí reside toda la apuesta del debate que empezó en 1796 y en frentó a Madame de Staël y a Benjamin Constant de un lado, con Joseph de Maistre y Louis de Bonald del otro. Es también el inicio de un debate centenario, ya que prosiguió en el si glo xix, aunque en términos diferentes: en lo sucesivo, dividía a los que se encomendaban a la Revolución, más que oponer a estos
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