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Las Investiduras


Enviado por   •  2 de Mayo de 2015  •  3.629 Palabras (15 Páginas)  •  183 Visitas

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La querella de las Investiduras enfrentó a papas y reyes cristianos entre 1073 y 1122. La causa de dicho desencuentro era la provisión de beneficios y títulos eclesiásticos. Se puede resumir como la querella que mantuvieron pontífices y emperadores por la autoridad en los nombramientos en la Iglesia.

Origen

En 1073 es nombrado papa Gregorio VII. La primera medida que tomó ese mismo año fue la prescripción del celibato eclesiástico mediante la prohibición del matrimonio de los sacerdotes.

Numerosos obispos, abades y eclesiásticos en general prestaban pasaje a sus señores laicos debido a los feudos que éstos les otorgaban. Aunque un clérigo podía recibir un feudo común y corriente, de igual manera que un laico, existían determinados feudos eclesiásticos que sólo podían ser entregados a los religiosos. Siendo territorios dominados por señores civiles que conllevaban derechos y beneficios feudales, su concesión era realizada por los soberanos mediante la investidura. El conflicto surgía de la disociación de funciones y atributos que entrañaba tal investidura.

Por ser un feudo eclesiástico, el beneficiario debía ser un clérigo; si no lo era, cosa que sucedía frecuentemente, el aspirante era investido eclesiásticamente, es decir, recibía simultáneamente los derechos netamente feudales y la consagración religiosa. Según la doctrina de la Iglesia, un laico no podía consagrar clérigos, equivalentemente, no estaba capacitado para otorgar la investidura de un feudo eclesiástico, atribución que tenía adjudicada el Sumo pontífice o sus legados.

Para reyes y emperadores, los feudos eclesiásticos, antes que eclesiásticos, eran feudos. Los clérigos feudatarios, además de clérigos, eran tan vasallos como los demás, obligados en la misma medida a servir a su señor, comprometidos a ayudarle económica y militarmente en caso de necesidad. Los monarcas no querían que el Papa les despojara de la facultad de investir a los destinatarios de aquellos feudos y de obtener, a cambio, el provecho inherente a la concesión feudal.

Se daba, además, la circunstancia de que en los dominios del emperador los clérigos feudales eran muy numerosos, y, además, eran un grupo que poseía cargos de confianza en la administración, fundamentales para la marcha del gobierno de la nación. Así, los monarcas hacían recaer los cargos eclesiásticos en parientes o amigos, o sea, personas que muchas veces eran indignas de ser clérigos bajo estándares de la Iglesia. Por otra parte, muchos obispos, abades y clérigos no querían cambiar su situación de vasallos debido al riesgo de perder las prerrogativas de que ya disfrutaban en sus posesiones feudales.

Privar al emperador de su facultad de investir a los titulares de los feudos eclesiásticos equivalía a quitarle el derecho de nombrar a sus colaboradores y funcionarios y sustraerle buena parte de sus vasallos, los más leales, sus valedores financieros, los que le sustentaban militarmente. Todo esto era parte de la lucha entre los Poderes universales que se disputaban el Dominium mundi.

A comienzos del siglo XI, ante un Papado impotente ante las facciones nobiliarias, se verificó un auténtico cesaropapismo con el emperador Enrique III (1039-1056) (verdadero dispensador de cargos eclesiásticos).1 Tras la muerte de Enrique III surge un movimiento tendente a liberar al papado del sometimiento al imperio. En todo el mundo cristiano empieza a reivindicarse la libertad de la Iglesia, principalmente para nombrar sus funcionarios.

Al decreto de 1073 sobre el celibato siguieron otros cuatro decretos dictados en 1074 sobre la simonía y las investiduras. Visiblemente, las miras de Gregorio VII eran políticas e iban encaminadas a minar la autoridad imperial, pues las disposiciones no se promulgaron en Inglaterra, ni en Francia ni en España. La reacción por parte de las autoridades civiles y de los mismos clérigos afectados fue virulenta, corriendo peligro en muchos casos la integridad personal de los legados vaticanos enviados para publicar y hacer cumplir los edictos del Pontífice.

Pero éste no suavizó sus métodos ni rebajó el tono de las amenazas. Muy al contrario, dictó nuevos decretos en 1075 (veintisiete normas compendiadas en los Dictatus papae) que repetían las prohibiciones de los decretos anteriores con mayor severidad en las penas, que alcanzaban a la excomunión para quienes, siendo laicos, entregasen una iglesia o para quienes la recibiesen de aquéllos, aun no mediando pago. Los veintisiete axiomas de los Dictatus papae se resumen en tres conceptos básicos:

El papa está por encima no sólo de los fieles, clérigos y obispos, sino de todas las Iglesias locales, regionales y nacionales, y por encima también de todos los concilios.

Los príncipes, incluido el emperador, están sometidos al papa.

La Iglesia romana no ha errado en el pasado ni errará en el futuro.

La querella

Estas pretensiones papales le llevarán a un enfrentamiento con el emperador alemán en la llamada Disputa de las Investiduras, que en el fondo no es más que un enfrentamiento entre el poder civil y el eclesiástico sobre la cuestión de a quién compete el dominio del clero.

En efecto, Enrique IV no parecía dispuesto a admitir la menor merma en su autoridad imperial y se comportó con desdeñosa indiferencia hacia las prescripciones pontificias. Siguió invistiendo a obispos para cubrir las sedes vacantes en Alemania y, lo que fue más hiriente para la sensibilidad vaticana: nombró al arzobispo de Milán, cuya población había rechazado al designado por el papa. Gregorio VII recriminó al emperador su insolente actitud, le dirigió un nuevo llamamiento a la obediencia y le amenazó con la excomunión y la deposición. Por respuesta, Enrique IV convocó en Worms, en el año 1076, un sínodo de prelados alemanes que no se cohibieron en manifestaciones de vesánico odio hacia el pontífice de Roma y de abierta oposición a sus planes reformadores. Con el respaldo clerical expresado formalmente en el documento que recogía las conclusiones de la asamblea, en el que se dejaba constancia de desobediencia declarada al papa y se le negaba el reconocimiento como sumo pontífice, el emperador le conminó por escrito a que abandonara su cargo y se dedicara a hacer penitencia por sus pecados, a la vez que le daba traslado del acta del sínodo episcopal. La indignación en Roma superó cualquier límite. El concilio que se estaba celebrando en esas mismas fechas en la ciudad santa dictó orden de excomunión para Enrique IV y todos los intervinientes en el sínodo alemán, a lo que el papa añadió una resolución de dispensa a los súbditos del emperador del juramento de fidelidad prestado,

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