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Los orígenes de la Universidad: las piedras y las almas de las universidades medievales

edwardgonzTutorial14 de Septiembre de 2014

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Los orígenes de la Universidad: las piedras y las almas de las universidades medievales

por Alejandro Rodríguez de la Peña

Creo que es nuestra labor recuperar este espíritu que animaba las universidades medievales si no queremos que la Universidad muera como tantas otras cosas que están desapareciendo de nuestra sociedad como la moral natural, el amor a la Verdad o la decencia. Descripción de la Historia y del desarrollo de la vida universitaria en sus orígenes

Hace casi mil años nacieron las primeras universidades en el Occidente medieval, París y Bolonia. Estamos hablando, por tanto, de una institución milenaria. Hay que recordar que actualmente en Europa existen 85 instituciones cuya existencia podemos rastrear en tiempos anteriores al Renacimiento. De ellas, 70 son universidades. En sus aulas ya no encontramos sólo clérigos, frailes y médicos como en el siglo XIII. Sus planes de estudio ya no se basan en el Trivium y el Quadrivium como sucedió hasta el siglo XVIII. Sin embargo, más allá de los cambios, nuestras universidades son todavía perfectamente reconocibles como descendientes directas de aquellas que nacieron hace mil años. Subrayo el todavía, ya que puede que dentro de diez años no pueda afirmar tal cosa si tengo que escribir sobre este particular.

El éxito aparente de esta institución es de tal calibre, tiene tan pocos precedentes, que conviene tenerlo siempre en cuenta cuando algún ignorante o malintencionado alude al oscurantismo de la Iglesia o a las tinieblas medievales. Posiblemente, la mezcla de amor a la Verdad (esto es, investigación: ego sum viam, veritas et vita) y la vocación evangelizadora (esto es, docencia: docete omnes gentes) de los Pontífices, obispos y clérigos que fundaron la Universidad en la Edad Media sea la clave del triunfo rotundo de una institución en la que siempre se han yuxtapuesto investigadores y docentes, agentes críticos y funcionarios del saber.

Hoy día muchas instituciones e incluso algunos Estados perviven realizando todo tipo de tareas sin preguntarse cuál es su razón de ser. Incluso podríamos afirmar que su continuidad tiene que ver con la no formulación de esa pregunta. Los que ahora quieren hacer de la Universidad una mera “factoría del conocimiento” en el marco de la sociedad de la información, esta sociedad noocrática del I+D en la que knowledge is money, olvidan que esta institución milenaria no puede ser transformada en una empresa productora de patentes y futuros profesionales sin que desaparezca. Seguirá llamándose Universidad pero, en propiedad, ya no será una Universidad. Será otra cosa.

Para comprender el sentido de esta afirmación debemos bucear en los orígenes de la Universidad y hacer un viaje en el tiempo al siglo XII. Lo primero es preguntarse ¿porqué nació la Universidad? La respuesta a esta pregunta es compleja pero creo que podemos comenzar a contestarla enunciando otra pregunta: ¿cuándo y porqué nacieron los intelectuales?

Porque, sin duda, no hay Universidad sin intelectuales. A pesar de que una de las definiciones más bellas de las universidades medievales es aquella que las define como “las catedrales de la sabiduría”, lo cierto es que no hubo universidades en el sentido físico y arquitectónico de la palabra hasta finales de la Edad Media cuando la Universidad llevaba funcionando dos siglos. Y los primeros edificios universitarios propiamente dichos no fueron aularios (facultades diríamos hoy) sino lo que hoy llamaríamos “colegios mayores”, instituciones benéficas para alojar estudiantes sin recursos, siendo el fundado por el cardenal Sorbone, el Colegio de la Sorbona de París, el más antiguo de los supervivientes. Resulta significativo, en este sentido, que con el tiempo diera nombre al conjunto de la Universidad de París.

Hay que recordar que el hecho de identificar el aulario con las facultades y, en general, con la Universidad, es algo muy reciente, fruto de la organización napoleónica de la Universidad. Todavía en Cambridge y Oxford, aún hoy día reacios receptores de ese modelo francés, se da más importancia a los colleges que a las faculties, dentro de una dinámica que pone más el acento en la relación profesor-alumno que en el armazón institucional. Curiosamente, este modelo anglosajón, puramente medieval, se apresta a resurgir de sus cenizas con el plan Bolonia que se aplicará en breve en el conjunto de la enseñanza universitaria europea.

Así que no todo es tan innovador en ese proyecto. De hecho, el espacio educativo común europeo con sus planes de estudios homogéneos y la desaparición consiguiente de las convalidaciones no es más que un retorno a la Edad Media, cuando toda la Cristiandad católica era un espacio único de enseñanza. Ahora es la Comisión Europea la que garantizará que un título universitario del CEU sea absolutamente equivalente a uno por Cambridge en cuanto a contenidos curriculares. En el siglo XIII era el Pontífice romano el que sancionaba con su auctoritas la licentia ubique docendi que permitía a un licenciado por Salamanca enseñar en París sin más trámites.

Volviendo a la cuestión de las piedras y las almas de la Universidad, utilizando un lenguaje escolástico. Hay que decir que, en realidad, durante los siglos XII y XIII la Universidad estaba allí donde residían y enseñaban sus profesores y ese lugar variaba según la época del año, pudiendo ser un claustro catedralicio, una abadía o simplemente una plaza al aire libre. Ubi scholastici ibi Universitas se decía entonces.

Por consiguiente, durante los dos primeros siglos de vida de la Universidad no había Universidad física propiamente hablando. De hecho, la palabra Universidad viene de universitas scholarum (y no de universal, como algún profesor todavía enseña), esto es, “corporación de profesores y alumnos”, ya que la palabra scholares valía para ambos.

De forma que una universidad era un cuerpo imaginario (corpus fictum), una ficción jurídica intemporal y no una empresa o un aulario. Según la definición del canonista Bartolo de Sassoferrato, una determinada Universidad comprendería en tanto que corporación a todos sus estudiantes y profesores desde su fundación hasta su extinción en lo que representaría una vinculación quasi mystica entre la institución y sus miembros. En Cambridge sentí que ese sentimiento aún es operativo. Uno es johnian o wolfsonian, por citar los dos colleges a los que he pertenecido, hasta la muerte, no hasta el día en que se obtiene el título de licenciado. ¡Qué diferencia con la idea de una academia para formar profesionales para las empresas!

Pero volvamos sobre el tema de las piedras y las almas de la Universidad, más en concreto retomemos la cuestión de las almas que forman la Universidad: los intelectuales. Esta palabra, un galicismo que procede de una definición francesa del siglo XIX de un sector social, quiere decir muchas cosas hoy en día, no todas ellas buenas, hasta el punto de que muchos universitarios huyen como de la peste de ser definidos como tales.

Por mi parte, prefiero explorar el origen de este grupo social que forma las entrañas de toda Universidad. Tomemos el caso de las danzas macabras de finales de la Edad Media, en los tiempos de la Peste Negra. Estas danzas de la Muerte, mezcla de penitencia y teatro urbano, representaban de forma teatral camino del Infierno a los distintos estratos sociales, desde los reyes y los nobles hasta los campesinos y burgueses. Entre los monjes, frailes, clérigos y obispos que se representan en las miniaturas de las danzas macabras de la época el estudioso avisado detectará la presencia de un grupo de penitentes disfrazados de algo difícil de precisar. Llevan tonsura como los monjes pero no son sacerdotes ni monjes. Son los scholares, los profesores y estudiantes de Universidad. Los intelectuales medievales.

Sabios, doctos, clérigos, filósofos, escolásticos, maestrescuela... todos estos términos se utilizaron en el Medievo para definirlos. El término intentaba designar a aquellos cuyo oficio era pensar y enseñar. En principio pertenecían al estado clerical y asumían las órdenes menores pero su vida no era la de un diácono o un presbítero. No eran místicos encerrados en sus claustros, ni pastores de almas ni auxiliadores de los pobres. Eran maestros cristianos que enseñaban bajo la autoridad de un obispo (representado por su canciller) por lo que asumían la condición clerical de iure, pero de facto vivían en otra esfera, intermedia entre el estado secular y el religioso. Por ejemplo, podían ser armados caballeros y recibir títulos nobiliarios.

Sabios y docentes, pensadores por oficio y vocación, encontramos en los rasgos psicológicos de los escolásticos del Medievo ciertos aspectos del carácter del intelectual de nuestro tiempo. Como profesores muchos cayeron en la fosilización de las mismas clases repetidas durante décadas. Como razonadores algunos cayeron en el exceso del racionalismo. Como científicos a muchos les acechó la sequedad de una vida entre libros robada a las familias y a los amigos. Como críticos no pocos cayeron en la tentación de denigrar por sistema lo establecido.

Pero hay que decir que la mayoría permaneció fiel al ideal del humanismo cristiano que animaba las universidades. Detrás de la razón, la mayoría supo ver la pasión por la Verdad, detrás de la docencia la necesidad de formar personas, detrás de la ciencia el amor por la Creación de Dios, detrás de la crítica la búsqueda del Bien Común. ¿Podemos decir lo mismo de nuestros intelectuales?

El renacimiento del siglo XII.

Sea como fuere, los orígenes de la Universidad hay que situarlos en el siglo XII, el siglo en el que volvió a haber ciudades y mercados en Europa

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